Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
Enriqueta sonrió.
—No. No es un retrato.
En realidad, casi podía decirse que no existía el menor parecido. Era la colocación de los ojos, el contorno del pómulo, lo que Enriqueta había visto como nota clave esencial de su concepción de Nausicaa. Aquélla no era Doris Saunders, sino una ciega de la que podía hacerse un poema. Los labios estaban entreabiertos como los de Doris, pero no eran los labios de Doris. Eran labios que hablarían otro idioma, que expresarían pensamientos que no serían los de Doris...
Ninguna de las facciones estaba claramente diseñada. Era Nausicaa recordada, no vista.
—Bueno —dijo la señorita Saunders, dubitativa—, supongo que tendrá mejor aspecto cuando la trabaje usted un poco más... ¿Y de veras no me necesitará ya?
—No, gracias —dijo Enriqueta («¡Y gracias a Dios por ello!», dijo en su fuero interno) —. Se ha portado usted muy bien. Le estoy muy agradecida.
Se deshizo de Doris con habilidad y volvió a hacerse una taza de café. Estaba cansada, estaba horriblemente cansada. Pero feliz y tranquila.
«Gracias a Dios —pensó—. Ahora volveré a ser humana.»
E inmediatamente sus pensamientos volaron hacia Juan.
«Juan», pensó. Se le encendieron levemente las mejillas, aligerósele el corazón, se animó.
«Mañana —pensó—, voy a
The Hollow
...Veré a Juan...»
Bebió el líquido caliente y fuerte, instalada en el diván. Se tomó tres tazas. Se sintió inundada de vitalidad.
Resultaba agradable, pensó, sentirse un ser humano otra vez, y no la otra cosa. Era agradable haber dejado de sentirse inquieta, disgustada, hostigada. Agradable poder dejar de vagar por las calles buscando algo, con un sentimiento de irritación y llena de impaciencia porque, la verdad, ¡una no sabía lo que andaba buscando! Ahora, a Dios gracias, sólo tenía que trabajar como una negra. ¿Y a quién le importaba el trabajo por duro que fuese?
Soltó la taza vacía, se puso en pie y volvió a Nausicaa. La contempló un buen rato y, poco a poco, el entrecejo se le fue arrugando.
No era.. No era del todo...
¿Qué era lo que estaba mal?
Ojos ciegos.
Ojos ciegos que eran más bellos que ojo alguno que pudiese ver... Ojos ciegos que comprimían el corazón, que emocionaban profundamente, precisamente por eso, porque eran ciegos. ¿Había logrado plasmar eso, o no?
Lo había logrado, sí; pero había plasmado algo más también. Algo que no había sido su intención reproducir y en lo que ni siquiera había pensado... la estructura estaba bien..., sí; sí que lo estaba. Pero, ¿de dónde venía... aquella insinuación leve, insidiosa...?
La insinuación de una mente ordinaria, rencorosa...
No había estado escuchando, no, en realidad. Y, sin embargo, sin saber cómo, le había entrado por los oídos, salido por los dedos, introduciéndose en el barro.
Y no podría, sabía que no podría volverlo a sacar de allí...
Apartó la mirada con brusquedad. Quizá fuera simple imaginación. Sí; imaginación había de ser. Lo vería de otra manera por la mañana. Pensó con dolor:
—¡Cuan vulnerable es una...!
Cruzó, frunciendo el entrecejo hacia el otro extremo del estudio. Se detuvo ante su escultura de «La Adoradora».
Aquélla estaba bien. Un magnífico trozo de madera de peral, con el grano adecuado. Lo había estado guardando durante mucho tiempo, como un tesoro, antes de emplearlo.
Lo miró con gesto de crítica. Sí; estaba bien. No cabía la menor duda de ello. Lo mejor que había hecho desde hace tiempo. Era para el Grupo Internacional. Sí; algo que valía la pena exhibir.
Lo había plasmado todo bien. La humanidad, la fuerza de los músculos del cuello, los hombros encorvados, el rostro levemente alzado, un rostro sin facciones, puesto que la adoración destierra a la personalidad.
Sí; sumisión, adoración... y esa devoción final que se halla más allá, y no más acá, de la idolatría...
Enriqueta exhaló un suspiro. Si siquiera, pensó, no se hubiera enfadado Juan tanto...
Le había llegado de sobresalto aquella ira. Le había revelado algo de él que, en su opinión, ni él mismo conocía.
Había dicho llanamente:
—¡No puedes exhibir eso!
Y ella, con la misma fuerza, le había replicado:
—Lo exhibiré.
Volvió lentamente a Nausicaa. Nada había allí, se dijo, que no pudiera arreglar. La envolvió en paños húmedos. Tendría que aguardar hasta el lunes o el martes. No había prisa ya. La urgencia había desaparecido. Todos los planos figuraban en la escultura. Sólo hacía falta un poco de paciencia.
Ahora la esperaban tres días felices en compañía de Lucía, de Enrique, de Midge..., ¡y de Juan!
Bostezó. Se desperezó con el inmenso placer y la misma soltura con que lo hace un gato, distendiendo hasta el máximo cada uno de sus músculos. Se dio cuenta, de pronto, de cuan cansada estaba en verdad.
Tomó un baño caliente y se metió en la cama. Permaneció tumbada boca arriba, contemplando las estrellas por la lumbrera del cuarto. Luego, de allí, su mirada vagó hacia la única luz que siempre dejaba encendida: la bombilla pequeña que iluminaba la mascarilla de cristal, una de sus primeras obras. Una pieza bastante corriente, pensó ahora. Muy convencional.
Era una suerte, se dijo Enriqueta, que una evolucionara...
Y ahora, ¡a dormir! El café muy cargado que tomara no la desvelaba a menos que ella quisiese. Hacía tiempo que adquiriera el conocimiento del ritmo esencial que la permitía olvidar y dormir.
Una escogía pensamientos, extraídos del propio recuerdo. Y luego, sin entretenerse en ellos, los dejaba resbalar por entre los dedos de la mente, sin asirlos, sin intentar detenerlos, sin recrearse en ellos, sin concentrarse... Nada más que dejarlos flotar dulcemente y alejarse.
Fuera, estaban poniendo en marcha un automóvil. Se oían también roncos gritos y risas. Dejó que los sonidos se vertieran en la corriente de su semiconsciencia.
El automóvil, pensó, era un tigre que rugía..., amarillo y negro..., con rayas como las rayadas hojas y sombras, una selva cálida..., y luego, río abajo, un río ancho, tropical... hasta llegar al mar y al transatlántico a punto de zarpar..., y voces roncas que gritaban adiós, y Juan a su lado sobre cubierta..., ella y Juan en marcha, mar azul, bajando la escala del comedor sonriéndose desde el otro lado de la mesa, como una comida en la «Maison Dorée», brisa nocturna... y el automóvil..., la sensación al encajar los engranajes del cambio de marchas, la salida de Londres a gran velocidad, dulcemente, sin esfuerzo, como si se deslizaran sobre hielo..., la subida por la loma de Shovel Down..., Lucía..., Juan..., Juan..., la enfermedad de Ridgeway... querido Juan...
Empezaba a conciliar el sueño ya, a sumirse en agradable beatitud.
Y, de pronto, un desasosiego agudo, una sensación de culpabilidad que la obligaba a volver a la realidad. Algo que debiera haber hecho. Algo ante cuya ejecución había retrocedido.
¿Nausicaa?
Lentamente, de muy mala gana, Enriqueta se levantó de la cama. Encendió las luces, cruzó hacia la escultura, retiró los paños.
Nausicaa, no. ¡Doris Saunders!
Sintió una punzada. Estaba dirigiéndose una súplica a sí misma. Estaba intentando convencerse. «Lo puedo arreglar..., lo puedo arreglar...»
—¡Estúpida! —se dijo—. Sabes qué tienes que hacer.
Porque si no lo hacía ahora, inmediatamente, mañana no tendría el valor. Era como si una destruyese su propia sangre, su propia carne. Hacía daño. Sí; hacía daño.
Quizá, pensó Enriqueta, sentían lo mismo los gatos cuando uno de sus gatitos está muy malo y lo matan.
Respiró con fuerza. Luego asió el barro, lo arrancó de la armadura, lo trasladó, en informe montón, al cajón donde solía almacenarlo.
Se quedó allí parada, jadeando, contemplándose las manos manchadas de barro sintiendo aún la violencia física y mental. Se limpió las manos despacio con todo esmero.
Volvió a la cama con una curiosa sensación de vacío y, sin embargo, con sensación de paz también.
Nausicaa, pensó tristemente, no volverá ya. Había nacido, sufrido, contaminado y muerto.
«Es raro —pensó Enriqueta—, cómo logran infiltrarse en una las cosas sin que una se dé cuenta.»
No había estado escuchando, no, lo que se llama escuchar, y, sin embargo, el conocimiento de la mente ordinaria, rencorosa, malintencionada de Doris había llegado a infiltrársele e inconscientemente le había sugestionado las manos.
Y ahora lo que había sido Nausicaa Doris, no era más que barro, nada más que la materia prima de la que, pronto, construiría otra cosa.
Enriqueta pensó, soñadora:
—¿Es eso, pues lo que es la muerte! ¿Es lo que nosotros llamamos personalidad nada más que la formación... la huella o impresión del pensamiento de alguien? El pensamiento... ¿de quién? ¿De Dios?
Ésa era la idea fundamental de
Peer Gynt
[5]
¿verdad? Vuelta al crisol del fundidor.
¿Dónde estoy yo, yo mismo, el hombre entero, el hombre verdadero? ¿Dónde estoy yo, con la señal de Dios en la frente?
¿Se sentía Juan así? Había estado tan cansado la otra noche..., tan desanimado. La enfermedad de Ridgeway... ¡En ninguno de aquellos libros se decía quién era Ridgeway! ¡Qué estupidez!, pensó; a ella le hubiera gustado saberlo... La enfermedad de Ridgeway... Juan...
Juan Christow se hallaba sentado en su consultorio atendiendo a su penúltima paciente de aquella mañana. Sus ojos, comprensivos y animadores, la observaban mientras ella describía, explicaba, entraba en detalles. De vez en cuando movía la cabeza en gesto de asentimiento. Le hizo preguntas, le dio instrucciones. La paciente se sintió llena de agradecimiento. ¡El doctor Christow era verdaderamente maravilloso! Tenía tanto interés, se preocupaba tanto... Hasta el hablar con él le hacía a una sentirse más fuerte.
Juan Christow tomó una hoja de papel y empezó a escribir. Sería mejor darle un laxante, supuso. Aquel nuevo, norteamericano, muy bien envuelto en papel celofán y de un tinte atractivo, poco corriente, de rosa asalmonado. Muy caro, por añadidura, y difícil de encontrar. No todas las farmacias lo tenían. Probablemente se vería obligada a ir a aquella tiendecita de Wadur Street. Tanto mejor. Probablemente la animaría una barbaridad durante un mes o dos, luego tendría que pensar en otra cosa. Nada podía hacer por ella. Cuerpo enclenque, salud indiferente. La cosa no tenía remedio. No había cosa alguna en qué hincar el diente como quien dice. En eso no se parecía a la vieja Crabtree.
Una mañana aburrida. Provechosa desde el punto de vista económico, pero nada más. ¡Dios! ¡Qué cansado estaba! Harto de mujeres enfermizas y de sus indisposiciones. Paliativos, alivios, nada más que eso. A veces se preguntaba si valdría la pena. Pero siempre, en tales ocasiones, se acordaba de San Cristóbal y de la larga hilera de camas en la sala de Margaret Russell, y de la señora Crabtree que le miraba con desdentada sonrisa.
¡Ella y él se comprendían! La vieja era una luchadora, y no como aquella especie de babosa exánime que ocupaba la cama vecina. Estaba de su parte, deseaba vivir, aun cuando Dios sabría por qué teniendo en cuenta la miseria del barrio en que tenía su residencia, la perpetua borrachera del marido, la caterva de críos ingobernables, y la necesidad de trabajar día tras día, fregando interminables suelos en interminables despachos. ¡Dura e incesante esclavitud con bien pocas distracciones! Pero deseaba vivir, disfrutaba de la vida, de igual manera que él, Juan Christow, disfrutaba de ella. No eran las circunstancias de la vida las que ellos disfrutaban, sino la vida en sí, el deleite, la emoción de la existencia. Era curioso; una cosa que uno no hubiera sabido explicar. Se dijo que tendría que discutirlo con Enriqueta.
Se levantó para acompañar a la paciente hasta la puerta. Le estrechó la mano con calor, amistoso, animador. Su voz era animadora también, llena de interés, de comprensión. Se marchó reanimada, casi feliz. ¡El doctor Christow se tomaba tanto interés!
Al cerrarse la puerta tras ella, Juan Christow la olvidó. En realidad, apenas se había dado cuenta de su existencia, aun teniéndola delante. No había hecho más que desempeñar su papel. Obraba maquinalmente. No obstante, a pesar de que aquello apenas había rozado la superficie de su mente, le había dado fuerzas. Su respuesta había sido la respuesta automática del senador y sentía la sensación de haber reducido su fondo de energía.
Dios, pensó otra vez, ¡qué cansado estoy!
Sólo una paciente más a quien ver luego, el fin de semana libre. Pensó en él con agradecimiento. Hojas doradas teñidas de rojo y pardo; el húmedo y suave olor de otoño, el camino a través del bosque, los fuegos de leña... Lucía, el ser más encantador y único, con su extraña y esquiva mente de fuego fatuo. Prefería como anfitriones a Enrique y Lucía a todos cuantos anfitriones pudiera haber en Inglaterra. Y
The Hollow
era la casa más encantadora que conocía. El domingo pasearía por el bosque con Enriqueta, subiría hasta la cresta de la colina, olvidaría que había enfermos en el mundo. Gracias a Dios, pensó, que nunca le pasa nada a Enriqueta.
Y luego, con brusco arranque de humorismo:
—¡Jamás me lo diría si le ocurriese!
Un paciente más que recibir. Debía oprimir el timbre sobre la mesa. Pero, sin saber por qué, demoró el acto. Ya iba retrasado. La comida estaría esperándole ya arriba, en el comedor. Gerda y los niños estarían aguardando. Era preciso que terminase.
Se le había ido acentuando últimamente este cansancio. Era la causa de la irritabilidad siempre creciente, de cuya existencia se daba cuenta, pero no podía frenar. Pobre Gerda, pensó; tenía mucho que aguantar. Si siquiera no fuese tan sumisa..., ¡si no estuviera tan dispuesta a reconocerse culpable cuando, la mitad de las veces, la culpa la tenía él! Días había en que todo lo que decía o hacía Gerda contribuía a irritarle, y principalmente, pensó, con remordimiento, eran las virtudes de ella lo que le irritaba. Era su paciencia, su abnegación, la subordinación de sus deseos a los de él, lo que despertaba su mal humor. Y jamás se mostraba resentida por sus arrebatos de ira, jamás se aferraba a su propio punto de vista cuando era contrario al de él, nunca intentaba campar por sus respetos.
(Bueno, pensó, por eso te casaste con ella, ¿no ? ¿De qué te quejas? Después de aquel verano de San Miguel...)