Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
Granee se apresuró a decir:
—Todo esto es en confianza, claro está, no es cosa que haya que hacerse constar. Lo que pensará monsieur Poirot no constituye prueba ante un tribunal. Eso ya lo sé. Lo único que intento es conseguir ideas.
—¡Oh, le comprendo a usted perfectamente... y la impresión obtenida por un testigo ocular puede resultar muy útil! Pero me humilla tener que confesar que mis impresiones carecen de valor. Obtuve la errónea impresión sugestionado e inducido por el testimonio visual de que la señora Christow acababa de pegarle un tiro a su esposo. De suerte que, cuando el doctor Christow abrió los ojos y dijo: «Enriqueta», jamás se me ocurrió tomarlo como una acusación. Es tentador ahora, recordando el cuadro, dar a la escena un significado que, en el momento de autos, no le habíamos encontrado.
—Sé lo que quiere usted decir. Pero se me antoja que, puesto que «Enriqueta» fue la última palabra que pronunció, ésta ha de haber tenido dos significados: o era una acusación de asesinato, o, de lo contrario, sería... bueno, puramente emocional. Ella es la mujer a quien ama, y está muriendo. Y ahora, teniéndolo todo en cuenta, ¿cuál de las dos cosas le pareció a usted que era?
Poirot exhaló un suspiro, que agitó inquieto, entornó los ojos, volvió a abrirlos, extendió las manos molesto en grado sumo. Dijo:
—Expresaba urgencia su voz..., eso es cuanto puedo decir...
urgencia
. A mí no me pareció ni acusadora ni emocional..., pero urgente ¡sí! Y de una cosa estoy seguro. Se hallaba en pleno uso de sus facultades. Habló..., sí, habló como un médico..., un médico que se encuentra, por ejemplo, con un caso urgente..., un paciente que se desangra, quizá.
Poirot se encogió de hombros.
—Eso es todo cuanto puedo hacer por usted —terminó.
—Medical, ¿eh? —murmuró el inspector—. Sí; es un tercer punto de vista. Le habían pegado un tiro, sospechaba que estaba muriéndose. Quería que hicieran algo por él urgentemente. Y si, como dice lady Angkatell, la señorita Savernake fue la primera persona a quien vio al abrir los ojos, a ella apelaría. No resulta muy satisfactoria la explicación, sin embargo.
—No hay ni un solo detalle satisfactorio en este asunto —aseguró Poirot con cierta amargura.
El cuadro escénico de un asesinato, preparado con el fin de engañar a Hércules Poirot... ¡y le
había
engañado! No;
no era satisfactorio
.
El inspector estaba mirando por la ventana.
—Hola —dijo—; aquí viene Clark, mi sargento. Parece traer algo nuevo. Ha estado trabajando a la servidumbre en terreno amistoso. Es un chico guapo y es conocido entre las mujeres.
El sargento Clark entró casi sin aliento. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo, aun cuando procurara disimularlo un poco adoptando una actitud muy respetuosa.
—Me pareció conveniente venir a darle cuenta de mi gestión jefe, puesto que sabía dónde encontrarle.
Vaciló, dirigiéndole una mirada dubitativa a Poirot, cuyo aspecto extranjero y raro resultaba para el sargento muy poco recomendable.
—Hable de una vez, muchacho — le ordenó Grange—. No se preocupe por el señor Poirot. Tardará usted mucho en saber de cuestiones policíacas lo que él ya tiene hace años olvidado.
—Sí, señor. Pues verá. Le he sacado algo al pinche.
Grange le interrumpió. Se volvió hacia Poirot con aire triunfal.
—¿No se lo decía yo? Siempre hay esperanza donde hay un ayudante de cocina. Dios nos ayude cuando la servidumbre en las casas quede tan reducida que nadie emplee ya una muchacha en la cocina. Las chicas de la cocina no saben callarse nada. Se ven tan oprimidas por la cocinera y por el resto de la servidumbre, tan obligadas a no olvidar cuál es su posición, que es muy humano que quieran contar lo que saben a quienes quieran escucharles. Prosiga, Clark.
—Esto es lo que dice la muchacha, jefe. Que el domingo por la tarde vio a Gudgeon, el mayordomo, que cruzaba el vestíbulo con un revólver en la mano.
—¿
Gudgeon
?
—Sí, señor —contestó Clark, consultando su librito de notas—. Éstas son sus palabras exactas. «No sé qué hacer, pero creo que debo decir lo que vi aquel día. Vi al señor Gudgeon. Estaba en el vestíbulo con un revólver en la mano. El señor Gudgeon tenía una expresión muy rara.»
—No creo —dijo Clark, interrumpiendo la lectura— que eso de la expresión rara quiera decir nada. Probablemente añadió eso como adorno. Pero me pareció que debía darle a usted cuenta de esto inmediatamente, jefe.
El inspector Grange se alzó, con la satisfacción del hombre que ve ante sí una tarea y sabe que está bien equipado para llevarla a cabo.
—¿
Gudgeon
? —dijo—. Me entrevistaré con el señor Gudgeon inmediatamente.
Sentado nuevamente en el despacho de sir Enrique, Grange observó el rostro impasible del hombre que tenía delante.
Hasta aquel momento Gudgeon se había apuntado todos los tantos a su favor.
—Lo siento mucho, señor —repitió—. Supongo que debiera haber mencionado el suceso, pero se me olvidó por completo.
Miró, como excusándose, al inspector y a sir Enrique.
—Eran las cinco y media si mal no recuerdo, señor. Cruzaba el vestíbulo para ver si había alguna carta que echar al correo y vi un revólver sobre la mesita. Supuse que pertenecía a la colección del señor. Conque lo recogí y lo traje aquí. Había un hueco en el estante, junto a la repisa de la chimenea, lugar de donde había salido el arma. Conque volví a colocarla en su sitio.
—Señálelo —ordenó Grange.
Gudgeon se puso en pie y se acercó al estante, seguido de cerca por el inspector.
—Era éste, señor.
El dedo de Gudgeon señaló una pistola «Mauser» pequeña del final de la hilera.
Era del 25, arma de muy pequeño calibre. Desde luego no era aquélla la que había servido para matar a Juan Christow.
Grange, con la vista en Gudgeon, dijo:
—Ésa es una pistola, no un revólver.
Gudgeon tosió.
—¿Una pistola, señor? Me temo que sé muy poco yo de armas de fuego. Es posible que haya empleado la palabra revólver indebidamente.
—Pero..., ¿usted está seguro de que ésa es el arma que encontró en el vestíbulo y que trajo aquí?
—¡Ah, sí, señor! No puede existir para mí la menor duda de eso.
Grange le contuvo cuando estaba a punto de alargar una mano.
—No la toque, haga el favor. He de examinarla en busca de huellas dactilares y para ver si está cargada.
—No creo que esté cargada, señor. Ninguna de las armas de sir Enrique se conserva cargada. Y en cuanto a huellas..., la limpié yo con mi pañuelo antes de colocarla en su sitio. Conque no tendrá ninguna huella dactilar.
—¿Por qué hizo usted eso? —exclamó vivamente el inspector.
Pero la sonrisa de Gudgeon no sufrió modificación alguna.
—Pensé que pudiera estar llena de polvo, señor.
Se abrió la puerta y entró lady Angkatell. Le sonrió al inspector.
—¡Cuánto me alegro de verle, inspector Grange! ¿Qué es todo eso de un revólver y Gudgeon? Esa criatura de la cocina está llorando como una Magdalena. La señora Medway la ha estado regañando..., pero, claro está, la muchacha hizo muy bien en decir lo que había visto si creía que debía hacerlo. Yo encuentro tan desconcertante siempre eso del bien y del mal... Es muy fácil, ¿sabe?, cuando lo que está bien es desagradable, y lo que está mal resulta agradable, porque entonces una sabe a qué atenerse..., pero confuso y difícil cuando ocurre todo lo contrario..., y yo creo, ¿no opina usted igual, inspector?, que cada uno debe hacer lo que él considere que está bien. ¿Qué les ha estado diciendo de la pistola, Gudgeon?
Gudgeon contestó con respetuoso énfasis:
—La pistola se hallaba en el vestíbulo, milady, en la mesita del centro. No sé de dónde salió. La traje aquí y la coloqué en su sitio. Eso es lo que acabo de decirle al inspector, y él comprende perfectamente.
Lady Angkatell sacudió la cabeza. Dijo con dulzura:
—No debiste decir eso, Gudgeon. Hablaré yo con el inspector.
Gudgeon hizo un leve movimiento, y lady Angkatell dijo con un tono encantador:
—Agradezco tus motivos, Gudgeon. Ya sé que siempre procuras ahorrarnos trabajo y molestias.
Y agregó, despidiéndole dulcemente:
—Nada más de momento.
Gudgeon vaciló, dirigió una fugaz mirada a sir Enrique y luego al inspector. Después inclinó la cabeza en leve reverencia y echó a andar hacia la puerta.
Grange hizo ademán de detenerle, pero, por razones que ni a sí mismo supo explicarse, dejó caer el brazo de nuevo. Gudgeon salió y cerró la puerta.
Lady Angkatell se dejó caer en una silla y sonrió a los dos hombres. Dijo tras una breve pausa y en tono de conversación normal:
—La verdad es que Gudgeon se ha portado de una manera encantadora, ¿saben ustedes? De una manera completamente feudal. Sí; feudal es la palabra adecuada.
—¿He de entender por eso, lady Angkatell, que usted, personalmente, conoce más detalles relacionados con el asunto?
—Naturalmente. Gudgeon no encontró la pistola en el vestíbulo. La encontró unos momentos después, cuando sacó los huevos.
—¿Los huevos? —Grange la miró boquiabierto.
—De la cesta —añadió lady Angkatell.
Pareció creer que ahora estaba todo aclarado. Sir Enrique dijo con dulzura:
—Es preciso que nos digas algo más, querida. El inspector y yo seguimos sin comprender.
—¡Oh! —lady Angkatell intentó ser más explícita—. La pistola, ¿comprenden?, estaba
dentro
de la cesta,
debajo
de los huevos.
—¿Qué cesta y qué huevos, lady Angkatell?
—La cesta que bajé a la granja. La pistola estaba dentro. Y luego puse los huevos encima de la pistola y la olvidé por completo. Y cuando encontramos al pobre Juan Christow muerto junto a la piscina fue tan grande el susto, que solté la cesta y Gudgeon la cogió a tiempo, por los huevos, quiero decir. Si se me hubiesen caído se hubieran roto todos. Y la trajo a casa. Y más tarde le hablé de fechar los huevos... cosa que suelo hacer yo siempre..., de lo contrario una se come a veces los huevos más frescos antes que los más viejos..., y me dijo que todo eso se había hecho ya... y, ahora que me acuerdo, lo dijo recalcando bastante. Y eso es lo que quiero decir al llamarle feudal. Encontró la pistola y volvió a ponerla aquí..., supongo que porque había guardias en la casa en realidad. A la servidumbre le preocupa tanto la policía siempre... Muy lindo y muy leal..., pero muy estúpido también, porque, claro está, inspector, lo que usted quiere saber es la verdad, ¿no es así?
Y lady Angkatell acabó su explicación dirigiéndole al inspector una sonrisa deslumbradora.
—La verdad es lo que pienso conseguir que me diga —respondió rápidamente, y en tono de cierta dureza el inspector.
Lady Angkatell exhaló un suspiro.
—¡Qué jaleo parece todo eso! ¿Verdad? —dijo—. Eso de andar cazando a la gente, quiero decir. No supongo que, quienquiera que disparase contra Juan Christow, tuviera la intención de pegarle un tiro..., no para herirle gravemente por lo menos. Si fue Gerda, estoy segura de que no quiso matarle. Es más, hasta me sorprende que le diera... Gerda es de las que se espera que no den nunca en el blanco. Y en realidad es una criatura muy buena y muy bondadosa. Y si la meten ustedes en la cárcel y la ahorcan, ¿qué será de los niños? Si es que mató ella a Juan, lo más probable es que lo sienta una enormidad a estas horas. Malo es que los niños tengan un padre que ha muerto asesinado.., pero mucho peor será que les ahorquen a la madre por haberlo hecho. A veces me parece que ustedes los policías no
piensan
en esas cosas.
—No tenemos intención de detener a nadie por ahora, lady Angkatell.
—Bueno, eso es tener sentido común por lo menos. La verdad es que siempre he creído que era usted un hombre muy sensato, inspector Grange.
De nuevo estalló aquella deslumbradora sonrisa.
El inspector parpadeó unos instantes. No podía remediarlo.
Pero se fue derecho y decidido al grano.
—Como dijo usted hace un momento, lady Angkatell, lo que yo deseo descubrir es la verdad. Usted se llevó la pistola de aquí... Y, a propósito, ¿cuál de ellas?
Lady Angkatell señaló con un gesto el estante que había junto a la chimenea.
—La segunda empezando por la última. La «Mauser» del 25.
El tono seco y técnico con que habló ahora le raspó los nervios a Grange. Sin saber por qué, nunca había esperado que lady Angkatell, a quien hasta aquel momento había catalogado como «vaga y confusa»
y
«un poquito trastornada», describiese un arma de fuego con una precisión tan técnica y escrupulosa.
—Sacó la pistola de aquí y se la metió en la cesta. ¿Por qué?
—Ya sabía yo que me preguntaría usted eso —dijo lady Angkatell. Su tono, inesperadamente, resultaba casi triunfal—. Y, claro está, alguna razón debe haber. ¿No te parece, Enrique? —Se volvió hacia su marido—. ¿No crees tú que alguna razón tendría yo para sacar una pistola aquella mañana?
—Así lo hubiera yo supuesto por lo menos, querida —contestó sir Enrique con sequedad.
—Una hace cosas —dijo lady Angkatell, mirando pensativa hacia delante—, y luego una no se acuerda de por qué las hace. Pero, ¿sabe, inspector?, yo creo que siempre hay un motivo y todo es cuestión de encontrarlo.
Alguna
idea tendría yo en la cabeza cuando metí la pistola «Mauser» en la cesta de los huevos —apeló a él—. ¿Cuál cree usted que puede haber sido?
Grange la miró fijamente. La mujer no dio muestra alguna de embarazo, sólo de una avidez infantil. Se sintió vencido. Jamás había conocido a una persona como Lucía Angkatell y, de momento, no sabía qué hacer. Estaba completamente desconcertado.
—Mi esposa —explicó sir Enrique— es muy distraída.
—Así parece —contestó Grange.
Y no lo dijo de una forma muy agradable.
—¿Por qué cree usted que me llevé la pistola? —le preguntó lady Angkatell en tono confidencial.
—No tengo la menor idea, lady Angkatell.
—Entré aquí —musitó lady Angkatell—. Había estado hablando con Simmons acerca de las fundas de almohada... y recuerdo vagamente haber cruzado hacia la chimenea... y pensando que tendríamos que comprar otro atizador nuevo... el párroco, no el recto...
El inspector la miró boquiabierto. Empezaba a darle vueltas la cabeza.