Sangre en la piscina (19 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Lo que hubiese sucedido, pensó, tenía que haber ocurrido en
The Hollow
. Y, acordándose de
The Hollow
, experimentó cierta vaga inquietud. Era una gente muy rara la de allá.

Sonó el timbre del teléfono que había sobre la mesa, y la señorita Collins descolgó el auricular.

Dijo:

—Es para usted, inspector.

Y le entregó el aparato.

—Diga, Grange al habla. ¿Cómo?

Beryl notó el cambio de tono y le miró con curiosidad. Aquella cara de palo seguía tan inescrutable como siempre. Estaba gruñendo, escuchando...

—Sí..., sí..., eso ya lo he oído. Eso es completamente seguro, ¿verdad? No hay posibilidad de error. Sí..., sí..., sí; iré. Ya he terminado aquí. Sí.

Colgó el auricular y se quedó un rato inmóvil. Beryl le volvió a contemplar, curiosa.

El inspector se dominó y preguntó en voz que era completamente distinta a la que empleara para hacer las preguntas anteriores.

—Supongo que no tiene usted ninguna idea propia acerca de este asunto, señorita Collins.

—¿Quiere usted decir que...?

—Quiero decir que si tiene usted alguna idea acerca de quién pudo haber matado al doctor Christow.

Ella contestó, llanamente:

—No tengo la menor idea, inspector.

Dijo Grange, muy despacio:

—Cuando se halló el cadáver, la señora Christow estaba a su lado con el revólver en la mano...

Dejó sin terminar la frase, con toda intención.

La reacción fue inmediata. No acalorada, sino serena, judicial.

—Si usted cree que la señora Christow mató a su marido, estoy completamente segura de que está usted en un error. La señora Christow no es una mujer violenta. Es muy humilde y sumisa, y estaba completamente dominada por el doctor. Me parece completamente absurdo que pueda nadie creer, durante un segundo siquiera, que ella le haya matado, por mucho que las apariencias militen en contra suya.

—Entonces, si no lo hizo ella, ¿quién fue? —inquirió Grange, incisivamente.

Beryl dijo, muy despacio.

—No tengo la menor idea.

El inspector se dirigió a la puerta. Beryl preguntó:

—¿Quiere usted ver a la señora Christow antes de marcharse?

—No... Sí, quizá sea mejor.

De nuevo se admiró Beryl. Aquél no era el mismo hombre que la había estado interrogando antes de que sonara el teléfono. ¿Qué noticias debía haber recibido que tanto le habían cambiado?

Gerda entró en el cuarto, nerviosa. Tenía aspecto de ser muy desgraciada y de estar aturdida. Dijo, en voz baja y trémula:

—¿Ha descubierto usted algo más acerca de quién mató a Juan?

—Aún no, señora Christow.

—Es tan imposible..., tan completamente imposible.

—Pero ha sucedido, señora Christow.

Ella movió afirmativamente la cabeza, bajó la mirada e hizo una pelota con el pañuelo.

Él preguntó, apaciblemente:

—¿Tenía su esposo enemigos, señora Christow? Haga memoria.

—¿Juan? ¡Oh, no! Era maravilloso. Todo el mundo le adoraba.

—¿No se le ocurre a usted nadie que pudiera estar resentido con él... (hizo una pausa) o con usted?

—¿Conmigo? —pareció asombrada—. ¡Oh, no, inspector! ¡No lo creo!

Granee exhaló un suspiro.

—¿Y la señorita Verónica Cray?

—¿Verónica Cray? Ah, ¿se refiere usted a la que vino aquella noche a pedir cerillas?

—Sí, a esa misma. ¿La conocía usted?

Gerda negó con la cabeza.

—Era la primera vez que la veía. Juan la había conocido muchos años antes... o así lo dijo ella.

—Puede haber tenido ella algún resentimiento contra él del que usted no tuviera conocimiento.

Gerda dijo, con dignidad:

—No creo que pueda haber estado nadie resentido con Juan. Era el más bondadoso y el más desinteresado... ¡oh, y uno de los hombres más nobles!

—¡Hum! —murmuró el inspector—. Sí. Ya. Bueno, pues muy buenos días, señora Christow. ¿Está usted enterada de lo de la encuesta? A las once el miércoles, en Market Depleach. Será muy sencillo..., nada que pueda darle disgusto ni turbarla... Probablemente se concederá un aplazamiento de una semana para que podamos ampliar nuestras investigaciones.

—¡Ah, comprendo! Gracias.

Se le quedó mirando viéndole marchar. El inspector se preguntó si aún ahora se habría dado cuenta, si habría comprendido que era ella la persona sobre la que recaían las sospechas.

Paró un taxi, gasto justificado en vista de la información que acababan de darle por teléfono. A donde, exactamente, iba a conducirle dicha información, era cosa que no sabía. A primera vista parecía una idiotez, algo que no tenía nada que ver en el asunto. No tenía sentido. Y, sin embargo, y de alguna manera que aún no lograba ver, era preciso que tuviese sentido.

La única deducción que podía hacerse era que el caso no iba a resultar tan sencillo, claro y sin complicaciones como había creído en un principio.

Capítulo XVII

Sir Enrique miró con curiosidad al inspector Grange.

Dijo muy despacio:

—No estoy muy seguro de haberle comprendido, inspector.

—Es muy sencillo, sir Enrique. Le pido que pase lista a su colección de armas de fuego. Supongo que las tiene catalogadas.

—Naturalmente. Pero ya he identificado el revólver como saldo de mi colección.

—No es tan sencilla la cosa como todo eso, sir Enrique.

Grange hizo otra pausa. Por instinto, era contrario en todo momento a dar información; pero se veía obligado en este caso particular. Sir Enrique era una persona de importancia. Sin duda accedería a la petición que se le hacía, pero también querría saber el motivo. El inspector decidió que no tendría más remedio que dárselo a conocer.

Dijo:

—Al doctor Christow no le mataron con el revólver que usted identificó esta mañana.

Sir Enrique enarcó las cejas.

— ¡Asombroso! —exclamó.

Grange se sintió vagamente consolado. Asombroso le parecía a él. Y le estaba agradecido a sir Enrique por haberlo dicho. E igualmente agradecido por no haber dicho más. No era posible llegar más lejos en aquel momento. El hecho era asombroso y, fuera de eso, no podía decirse que tuviera pies ni cabeza.

Sir Enrique preguntó:

—¿Tiene usted motivo alguno para creer que el arma con que se hizo el disparo fuese una de mi colección?

—Ninguno en absoluto. Pero he de asegurarme, ¿no le parece?, de que no lo es.

Sir Enrique asintió con movimiento de cabeza.

—Comprendo perfectamente. Bueno. Nos pondremos a trabajar. Necesitaremos algún tiempo.

Abrió el cajón de la mesa y sacó un librito.

Al abrirlo, repitió:

—Necesitaremos algún tiempo para comprobar...

Llamó la atención de Grange el tono de su voz. Alzó vivamente la mirada. Sir Enrique tenía ahora los hombros caídos, parecía, de pronto, más viejo y más cansado.

El inspector frunció el entrecejo.

Pensó: «Al diablo si sé cómo tomar a esta gente.»

—¡Ah...!

Grange se volvió bruscamente. Observó la hora que marcaba el reloj. Veinte segundos... treinta... desde que sir Enrique dijera: «Necesitaremos algún tiempo.»

Grange preguntó con voz aguda:

—¿Dígame usted?

—Falta un «Smith y Wesson» del 38. Estaba en una funda de cuero castaño al final de este cajón.

—¡Ah! —el inspector conservó la voz serena, pero estaba excitado—. Y, ¿cuándo, que usted recuerde, vio el arma en su debido sitio la última vez?

Sir Enrique reflexionó unos instantes.

—No es fácil contestar a esa pregunta, inspector. La última vez que abrí este cajón fue hace cosa de una semana y creo... y casi estoy seguro... que de haber faltado el revólver entonces hubiese notado el hueco. Pero no me gustaría declarar bajo juramento que lo vi entonces en su sitio.

El inspector movió afirmativamente la cabeza.

—Gracias. Comprendo perfectamente. Bueno, pues tendré que ponerme a trabajar.

Salió del cuarto, determinado.

Sir Enrique permaneció unos instantes después de haberse ido el inspector. Luego salió muy despacio por los ventanales a la terraza. Su esposa estaba muy ocupada, con una cesta y guantes. Estaba recortando unos arbustos exóticos con una podadera.

Le saludó agitando una mano animadamente.

—¿Qué quería el inspector? Confío en que no molestará a la servidumbre otra vez. Ya sabes, Enrique, que no les gusta. No lo ven tan divertido ni tan novedad como nosotros.

—¿Lo vemos nosotros así?

Su extraño tono le llamó la atención. Le sonrió, con dulzura.

—¡Qué cara de cansancio tienes, Enrique! ¿Es necesario que por esto te preocupes tanto?

—Un asesinato preocupa, Lucía.

Lady Angkatell reflexionó unos instantes, cortando, absorta, algunas ramas. Luego se nubló su semblante.

—Caramba..., eso es lo peor de estas podaderas... son tan fascinadoras... una no sabe parar y acaba podando más de lo que era su intención. ¿Qué era lo que decías? ¿Que un asesinato preocupa? La verdad, Enrique, nunca he comprendido por qué. Quiero decir que, si uno ha de morir, puede ser de cáncer, o de tuberculosis en uno de esos horribles sanatorios que tienen tanta luz y animación, o de una apoplejía... espantoso, con toda la cara torcida... o, si no, a uno le pegan un tiro, o le dan una puñalada, o le estrangulan quizá. Pero a fin de cuentas, todo viene a ser lo mismo. Ahí está uno, ¡muerto! Lejos de todo. Y acabadas todas las preocupaciones. Y los parientes son los que se encuentran con todas las dificultades... riñas por intereses, y si han de vestir de luto o no... y a quién le corresponde la mesa escritorio de tía Selina... y cosas así.

Sir Enrique se sentó en el muro. Dijo:

—Esto va a ser mucho más molesto de lo que habíamos pensado, Lucía.

—Pues tendremos que aguantarlo, querido. Y, cuando todo haya terminado, nos iremos a pasar una temporada a alguna parte. No nos preocupemos de los malos ratos actuales y pensemos en el porvenir. Me siento feliz de verdad pensando en él. Me estaba preguntando si no resultaría agradable ir a pasar las Navidades a Ainswick... o si debiéramos dejarlo para Pascua. ¿Qué opinas tú?

—Hay tiempo en que hacer planes para Nochebuena.

—Sí; pero es que a mí me gusta ver las cosas mentalmente. Pascua quizá... sí —Lucía sonrió, feliz—. Ya se le habrá pasado para entonces.

—¿A quién? —preguntó sir Enrique, con sobresalto.

Lady Angkatell dijo, tranquilamente:

—Enriqueta. Yo creo que si se casara en octubre... en octubre del año que viene quiero decir... entonces podríamos ir a pasar esa Nochebuena. He estado pensando, Enrique...

—Ojalá no lo hicieses. Piensas demasiado, querida.

—¿Sabes el cobertizo? Puede hacerse de él un estudio perfecto. Y a Enriqueta le hará falta un estudio. Tiene verdadero talento, ¿sabes? Estoy segura de que Eduardo se sentirá inmediatamente orgulloso de ella. Dos niños y una niña estaría bien... o dos niños y dos niñas.

—¡Lucía..., Lucía! ¡Cómo te dejas llevar por la imaginación!

—Pero, querido —lady Angkatell abrió los ojos, grandes y hermosos, desmesuradamente, si Eduardo no se casará jamás con otra que no sea Enriqueta. Es muy, muy terco. Se parece a mi padre en esto. ¡Se le mete una idea en la cabeza...! Conque, claro, Enriqueta tendrá que casarse con él... y lo hará, ahora que Juan Christow ha quedado fuera del paso. Él era, en realidad, la desgracia más grande que podía haberle ocurrido a Enriqueta.

—¡Pobre diablo!

—¿Por qué? Ah, ¿lo dices porque está muerto? Bah, todo el mundo tiene que morir tarde o temprano. Yo nunca me preocupo porque la gente se muera...

La miró con curiosidad.

—Siempre creí que Christow te era simpático, Lucía.

—Le encontraba divertido. Y tenía encanto. Pero yo creo que una no debe darle nunca demasiada importancia a nadie.

Y dulcemente, con rostro sonriente, lady Angkatell recortó, sin remordimiento, un
Viburnum carlesii
[12]
.

Capítulo XVIII

Hércules Poirot miró por la ventana y vio a Enriqueta Savernake subiendo por el camino hacia su puerta. Llevaba el mismo vestido de mezclilla verde que el día de la tragedia. Caminaba lentamente y la acompañaba un perro.

Fue a la puerta y la abrió. Ella le miró sonriente.

—¿Puedo entrar y ver su casa? Me gusta ver las casas de la gente. He salido a sacar de paseo al perro.

—¡No faltaba más! ¡Cuan inglés es eso de sacar a pasear al perro!

—Ya lo sé —dijo Enriqueta—. Había pensado en eso. ¿Conoce usted ese poema tan lindo? «Pasaron los días lentamente. Di de comer a las ocas, reñí con mi esposa, toqué el
Largo
, de Heandel en la flauta, y saqué a pasear al perro.»

Volvió a sonreír, con sonrisa brillante, insustancial.

Poirot la hizo pasar a la sala. Ella se fijó en lo ordenado y limpio que estaba el cuarto, y movió, con aprobación, la cabeza.

—Muy agradable —dijo—. Dos de cada cosa. ¡Lo que odiaría usted mi estudio!

—¿Por qué había de odiarlo?

—Hay barro pegado a todo... Y, aquí y allá, hay alguna cosa que me gusta y que perdería todo su valor si hubiera dos iguales.

—Eso lo comprendo perfectamente, mademoiselle. Usted es una artista.

—¿Es usted un verdadero artista también, monsieur Poirot?

Poirot ladeó la cabeza.

—He aquí una pregunta. Pero hablando en general, yo diría que no. He conocido crímenes que eran artísticos... Eran, comprenda usted, supremos ejercicios de la imaginación. Lo que hace falta, lo necesario es ser un apasionado de la verdad.

—Un apasionado de la verdad —dijo Enriqueta, meditabunda—. Sí, veo cuan peligroso puede hacerle eso. ¿Quedaría satisfecho con la verdad?

La miró con curiosidad.

—¿Qué quiere usted decir, señorita Savernake?

—Comprendo que desee usted saber. Pero, ¿le bastaría el conocimiento? ¿Se vería usted obligado a dar un paso más y convertir el conocimiento en acción?

La forma de abordar el asunto despertó el interés de Poirot.

—Está usted sugiriendo que, si conociera la verdad acerca de la muerte del doctor Christow... tal vez me conformara con saberlo y callármela. ¿Conoce usted la verdad de su muerte?

Enriqueta pareció sorprendida y se encogió de hombros.

—La contestación que salta a la vista parece ser Gerda. ¡Cuan cínico resulta que la primera persona sospechosa sea siempre el marido o la mujer!

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