Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
Con infinito cuidado y la ayuda de un pañuelo de seda, sacó el arma del seto.
—Para que tengamos algo a qué agarrarnos nos hacen falta huellas dactilares. Tengo el presentimiento de que ha cambiado nuestra suerte por fin.
—Ya me lo dirá usted.
—Claro que sí, monsieur Poirot. Le telefonearé.
Poirot recibió dos llamadas telefónicas. La primera llegó aquella misma tarde. El inspector no cabía en sí de gozo.
—¿Es usted, monsieur Poirot? Bueno, pues ahí va lo que hay. Es el arma que buscábamos, en efecto. La que falta de la colección de sir Enrique, y la que se empleó para matar al doctor Christow. De eso no cabe ya el menor género de duda. Y tiene huellas dactilares muy claras... de un pulgar, un índice y parte de un dedo corazón. ¿No le dije a usted que nuestra suerte había cambiado?
—¿Han identificado ustedes las huellas?
—Aún no. Desde luego, no son las de la señora Christow. Habíamos tomado las suyas ya. Más bien parecen de hombre que de mujer por el tamaño. Mañana voy a ir a
The Hollow
a darles una conferencia y tomarles las huellas dactilares a todos. Y entonces, monsieur Poirot,
¡sabremos a qué atenernos!
—Así lo espero, desde luego —contestó cortésmente Poirot.
La segunda llamada llegó al día siguiente y la voz había dejado de expresar júbilo. Grange dijo en tono de profunda tristeza:
—¿Quiere saber las últimas noticias? ¡Esas huellas no son de ninguna de las personas relacionadas con el caso! ¡No, señor! No son las de Eduardo Angkatell, ni las de David, ni las de sir Enrique. No son las de Gerda Christow, ni de Savernake, ni las de nuestra Verónica, ni las de milady, ni las de la muchacha morena. ¡Ni siquiera son las de la muchacha de la cocina, y menos aún las del resto de la servidumbre!
Poirot expresó sus condolencias mediante un murmullo. La voz notoriamente apesadumbrada de Grange continuó:
—Conque parece como si después de todo fuese el crimen obra de un extraño. Es decir, de alguien que estaba resentido con el doctor Christow y del que no sabemos una palabra. Alguien invisible e inaudible que robó las armas del despacho y que huyó, después de cometer el crimen, por el sendero que conduce al camino. Alguien que escondió el revólver en el seto de usted y que después se desvaneció como el humo.
—¿Quiere usted mis huellas dactilares, amigo mío?
—¡Qué rayos, pues no tengo el menor inconveniente en tomárselas! Se me antoja, monsieur Poirot, que usted se hallaba en el lugar de autos y que, hablando en general, es usted, con mucho, la persona más sospechosa de todas cuantas figuran en el asunto.
El juez carraspeó y miró con expectación al jefe del jurado.
Éste dirigió una mirada al pedazo de papel que tenía en la mano. La nuez le corrió por la garganta con excitación Leyó con cuidadosa voz:
—Hallamos que el difunto murió asesinado a manos de persona o personas desconocidas.
Poirot movió afirmativamente la cabeza en su rincón junto a la pared.
No cabía otro fallo.
Fuera, los Angkatell se detuvieron un momento a hablar con Gerda y su hermana. Gerda llevaba el mismo vestido negro. Tenía su semblante la misma expresión de aturdimiento e infelicidad. Aquella vez no tenía el Daimler. Él servicio de trenes, explicó Elisa Patterson, era, en realidad, muy bueno. Un rápido hasta la estación de Waterloo y podían coger sin dificultad el tren de la una y veinte hasta Bexhill.
Lady Angkatell murmuró al estrecharle a Gerda la mano:
—Tienes que mantenerte en contacto con nosotros, querida. Una comida, quizás, un día en Londres. Supongo que irás allí de vez en cuando, de compras.
—No... no lo sé... —dijo Gerda.
Dijo Elisa Patterson:
—Tenemos que darnos prisa, querida... el tren...
Y Gerda se alejó con expresión de alivio.
Midge dijo:
—Pobre Gerda. Lo único bueno que le ha conseguido la muerte de Juan ha sido librarla de tu aterrorizante hospitalidad, Lucía.
—Qué poco bondadosa eres, Midge. Nadie puede decir de mí que no haya hecho cuanto estuviera en mis manos.
—Aún resultas peor cuando haces todo lo que puedes, Lucía.
—Bueno, es muy agradable pensar que todo ha terminado ya, ¿verdad? —murmuró lady Angkatell, mirándoles a todos con beatífica expresión—. Salvo, claro está, para el pobre inspector Grange. No sabéis cuánto le compadezco. ¿Creéis vosotros que le animaría si le invitásemos a comer con nosotros? Como amigo, quiero decir.
—Yo, en tu lugar, no tentaría a la Providencia, Lucía —dijo sir Enrique.
—Quizá tengas razón —asintió ella, pensativa—. Y de todas formas, tampoco tenemos la comida más indicada hoy. Perdices
aux choux
... y esa deliciosa Sorpresa
Soufflé
que la señora Medway prepara tan bien. No se parece en nada a la clase de comida que le gustaría al inspector. Una buena chuleta, a medio hacer, y una buena tarta de manzana al antiguo estilo, sin adornos... o quizá pelota de manzana... eso es lo que yo pediría para el inspector Grange.
—En cuestión de comidas, tu instinto siempre es bueno, Lucía. Creo que será mejor que volvamos a casa a enfrentarnos con esas perdices. Se me antojan deliciosas.
—Es que se me ocurrió que debíamos celebrarlo de alguna manera. Es maravilloso, ¿verdad?, cómo se ponen las cosas para que todo salga bien a última hora.
—Sí...
—Ya sé lo que estás pensando, Enrique; pero no te preocupes. Me cuidaré de ello esta tarde.
Lady Angkatell le sonrió.
—Nada de particular, querido. Sólo se trata de atar un cabo que queda suelto.
Sir Enrique la miró dubitativo.
Cuando llegaron a
The Hollow
, Gudgeon acudió abrirles la portezuela del coche.
—Todo salió satisfactoriamente, Gudgeon —dijo lady Angkatell—. Tenga la bondad de decírselo a la señora Medway y a los demás. Ya sé cuan desagradable ha sido para todos ustedes y quisiera decirles ahora cuánto apreciamos sir Enrique y yo la lealtad de la que todos ustedes han dado muestras.
—Hemos estado hondamente preocupados por usted, milady —dijo Gudgeon.
—Es encantadora esa preocupación de Gudgeon —dijo Lucía al entrar en la sala—; pero, en realidad, innecesaria. La verdad es que casi me ha resultado divertido todo esto..., es tan diferente, ¿comprendes?, de a lo que una está habituada... ¿No sientes, David, que una experiencia de esta índole te ensancha la mente? Debe de ser tan distinto a Cambridge.
—Yo voy a Oxford —le contestó David con frialdad.
Lady Angkatell dijo vagamente:
—Las encantadoras regatas... Son tan inglesas, ¿no te parece?
Y se dirigió al teléfono.
Descolgó el teléfono y, con él en la mano, prosiguió:
—Confío muy de veras, David, en que volverás a pasar unos días con nosotros otra vez. Es tan difícil, ¿verdad?, llegar a conocer a la gente cuando hay un asesinato... Y completamente imposible celebrar una conversación verdaderamente inteligente.
—Gracias —contestó David—, pero cuando vuelva a tener vacaciones, me voy a Atenas..., al Colegio Británico.
Lady Angkatell se volvió hacia su marido.
—¿Quién está de embajador allí ahora? Ah, sí, claro Hope-Remmington. No; no creo que los encontrara David simpáticos. Las hijas tienen una vitalidad aterradora. Juegan al hockey y al cricquet, y un juego muy raro en que se coge no sé qué en una red.
Se interrumpió y se quedó contemplando el auricular.
—Pero, ¿qué hago yo con esto en la mano?
—Tal vez fueras a telefonearle a alguien —sugirió Eduardo.
—No lo creo —volvió a colgarlo—. ¿Te gustan los teléfonos, David?
Era la clase de pregunta, pensó David, irritado, que sólo a ella podía ocurrírsele hacer, la clase de pregunta a la que no podía darse una contestación inteligente. Replicó con frialdad, que suponía que resultaban útiles.
—¿Quieres decir —dijo lady Angkatell—, como máquinas de picar carne ? ¿O bandas de goma? No obstante, a una eso no...
Se interrumpió al aparecer Gudgeon en la puerta para anunciar que la comida estaba en la mesa.
—Pero te gustan las perdices —le dijo lady Angkatell a David con ansiedad.
David reconoció que le gustaban las perdices.
—A veces llego a creer que Lucía está verdaderamente mal de la cabeza —dijo Midge cuando ella y Eduardo se alejaron de la casa en dirección a los bosques muy cercanos a la finca.
Las perdices y la «sorpresa»
soufflé
habían resultado excelentes, y terminada ya la vista, parecía haberse aligerado ya el ambiente.
Eduardo dijo, pensativo:
—Yo siempre creo que Lucía tiene una mente brillante que se expresa como un concurso de fuga de palabras. Aunque sea mezcla de símiles, lo diré de otra manera: el martillo salta de clavo en clavo sin dejar ni una sola vez de darle a cada uno de lleno en la cabeza.
—Sea como fuere —anunció Midge muy seria—, Lucía me asusta a veces.
Agregó con un leve estremecimiento:
—Este sitio me asusta últimamente.
Eduardo la miró con asombro. Preguntó:
—¿
The Hollow
? A mí siempre me recuerda un poco a Ainswick. No es, claro está, Ainswick auténtico...
Midge le interrumpió:
—Ahí está la cosa, Eduardo. Me asustan las cosas que no son de verdad. Una no sabe, ¿comprendes?, lo que se oculta
tras de
ellas. Es como... ¡oh!, una
máscara
, como un
antifaz
.
—No debes dar rienda suelta a tu imaginación, Midge, pequeña.
Era el tono antiguo, el tono de indulgencia que había empleado antaño. Le había gustado entonces. Pero ahora la turbaba. Luchó por hacer más claro lo que quería decir, por demostrarle que, tras lo que él llamaba imaginación, se ocultaba la forma de una realidad vagamente vista, vagamente asida.
—Me deshice de esa sensación en Londres; pero ahora que estoy de vuelta aquí, se apodera de mí de nuevo. Se me antoja que aquí todo el mundo sabe quién mató a Juan Christow..., que la única persona que no lo sabe soy...
yo
.
Eduardo dijo con irritación:
—¿Es preciso que pensemos y hablemos de Juan Christow? Ha muerto. Está muerto y enterrado.
Midge murmuró:
«Está muerto y enterrado,
segado como la mies.
A la cabeza la hierba,
y una lápida a los pies.»
Posó una mano en el brazo de Eduardo.
—¿Quién le mató, Eduardo? Creíamos que era Gerda... pero no era Gerda. Pero entonces, ¿quién fue? Dime lo que
tú
opinas. ¿Fue alguien del que nunca hemos oído hablar?
Contestó él, irritado:
—No veo el provecho de toda esta especulación. Si la policía no puede averiguarlo, o no consigue pruebas suficientes, tendrán que darse por vencidos y abandonar el asunto... y nos desharemos de él.
—Sí; pero... es el no saber.
—¿Para qué hemos de querer saberlo? ¿ Qué tiene que ver Juan Christow con nosotros?
Con
nosotros
,
pensó
ella, ¿con Eduardo y conmigo? ¡Nada! Consolador pensamiento... ella y Eduardo unidos... una entidad dual. Y, sin embargo, y, sin embargo..., Juan Christow, a pesar de que se le había depositado en la fosa y se le había leído el servicio de difuntos, no estaba enterrado lo bastante hondo.
Está muerto y enterrado
... Pero Juan Christow no estaba muerto y enterrado, a pesar de lo mucho que Eduardo deseara que estuviese. Juan Christow todavía estaba allí, en
The Hollow
.
Eduardo preguntó:
—¿Adonde vamos?
Algo que notó en su tono le sorprendió. Dijo:
—Demos un corto paseo hasta la cresta de la colina, ¿quieres?
—Como gustes.
Dios sabe por qué razón iba de mala gana. Midge se preguntó por qué. Generalmente, aquél era su paseo favorito. Enriqueta y él acostumbraban casi siempre... Su pensamiento dio como un chasquido y se partió.
¡Enriqueta y él!
Preguntó:
—¿Has estado por este camino este otoño?
Él respondió con sequedad:
—Enriqueta y yo subimos por él la primera tarde.
Siguieron andando en silencio.
Llegaron por fin a la cima y se sentaron en un árbol caído.
Midge pensó en seguida:
«Enriqueta y él se sentaron aquí, quizá.»
Dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo. El diamante centelleó fríamente.
«Esmeraldas, no»
, había dicho él.
Dijo con un ligero esfuerzo:
—Será delicioso estar en Ainswick otra vez para Nochebuena.
Él no pareció oírla. Se hallaba lejos.
Pensó ella: «Está pensando en Enriqueta y en Juan Christow.»
Sentado allí, le había dicho algo a Enriqueta o Enriqueta le había dicho algo a él. Podría saber Enriqueta lo que ella no quería, pero Eduardo le pertenecía a Enriqueta aún.
Se sintió invadida por el dolor. La burbuja de felicidad en que había vivido durante la última semana se estremeció y estalló.
Pensó: «No puedo vivir así... con Enriqueta allí siempre en su recuerdo. No puedo enfrentarme con eso. No puedo soportarlo.»
El viento susurró entre los árboles. Las hojas caían aprisa, ya apenas quedaba una dorada, sólo las pardas.
Dijo ella:
—¡Eduardo!
La urgencia de su voz
le
hizo salir de su ensimismamiento. Volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Lo siento, Eduardo —Le temblaban los labios, pero consiguió dominar su voz—. Tengo que decírtelo. Es inútil. No puedo casarme contigo. No saldría bien, Eduardo.
Dijo él:
—Pero, Midge... acaso Ainswick...
Le interrumpió:
—No puedo casarme contigo nada más que por Ainswick, Eduardo. Debes..., debes comprender eso tú.
Suspiró él entonces, un suspiro largo, dulce. Era como un eco de las hojas secas que se descolgaban dulcemente de la rama de los árboles.
—Comprendo lo que quieres decir. Sí; supongo que tienes razón.
—Fuiste muy bueno al pedirme que me casara contigo, Eduardo..., muy bueno, y muy dulce, y muy encantador. Pero no resultaría, Eduardo. Saldría mal.
Había tenido la leve esperanza quizá de que él discutiera con ella, de que intentara persuadirla; pero parecía tener el mismo convencimiento que ella. Allí, con el fantasma de Enriqueta a su lado, comprendía aparentemente él también que no podría salir bien.
—Sí —murmuró él, haciéndose eco de sus palabras—; saldría mal.