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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (32 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Pero aún estaba en las finales. Tuvieron lugar inmediatamente y yo estaba cansado. Había muchos empujones en la línea de salida y pensé: «¡Ares, todavía quedan cuatro pruebas y he llegado a la final! No necesito ganar. Solo tengo que terminar».

El señorito estaba en la carrera, pero no a mi lado, gracias a los dioses. Para empezar, corrí tranquilamente, sin tratar de lograr gran velocidad. Fui el último hombre en la salida, excepto otro quiano al que Clístenes había puesto la zancadilla. Ese chico era un salvaje.

Corrí a grandes zancadas hasta el mojón e hice el giro, todavía el último, pero tocando el pelotón. Todo el mundo estaba cansado. Eran mis primeros juegos y no tenía ni idea de cómo acumula su fuerza un auténtico atleta. Conocía mi cuerpo, pero no sabía nada de cómo interpretar a los demás.

Estábamos a mitad de camino de la meta —el
hoplitódromo
tiene un recorrido de dos estadios y los hombres bien preparados lo corren al
sprint
— cuando me di cuenta de que estaba en plenitud de fuerza en mis piernas y acababa de pasar a uno de los atenienses. Así que sonreí con malicia, bajé la cabeza con el casco bien puesto y corrí. No me molesté en mirar a los lados ni atrás, hasta que sentí un golpe en mi escudo y me percaté de que estaba corriendo al lado de Clístenes.

íbamos corriendo escudo con escudo y el lesbio iba una zancada por delante, con la crin de su casco a mi alcance. Clístenes golpeó de nuevo mi escudo y sonrió maliciosamente. Era un miserable hijo de puta.

Yo también.

Le metí el borde de mi escudo en sus caderas y él gritó y cayó; íbamos solo el lesbio y yo y nos quedaban cincuenta zancadas. Nos dejamos los hígados corriendo. El fue más rápido.

De todos modos, lo abracé de nuevo. Tenía un gran corazón aquel hombre. No había muchos hombres que pudieran decir que me habían vencido, pero Epafrodito estaba tan
feliz
que yo no pude enfadarme.

—¡Este es el mejor día de mi vida! —dijo.

Después, Clístenes se acercó e intentó estamparme su escudo en la cabeza.

No hubo ningún aviso, pero un año de esquivar a los matones de Diomedes había tenido por fin su efecto; Estéfano gritó y yo lo esquivé. El escudo no me tocó. Los hombres se acercaron corriendo para apartarnos.

—Cuando luchemos, te dislocaré el hombro —gritó—. Y te romperé la pelvis… ¡por error!

Todos los hombres de la playa lo oyeron.

Esa clase de personas siempre han despertado el
daimon
que llevo dentro. Yo no dije nada, pero le dejé que me mirara a los ojos, y no le gustó lo que vio.

Después, llegó el gobernador. Abofeteó a su nieto y le ordenó que se disculpara ante mí. Clístenes se negó.

Ahora que centraba la atención de toda la playa, me incliné hacia Clístenes.

—He sido esclavo durante media vida —dije, de manera que me oyesen todos los hombres—, y mis modales son mejores que los tuyos. ¿Qué consigues con eso? —añadí. Hablaba el
daimon
. Si hubiese sido yo, habrían sido las bravatas de un joven, pero, cuando el
daimon
me dominaba, era tan tranquilo como la mar en verano. Mis palabras cayeron como unas notas de arpa en un salón silencioso, y él enrojeció.

La prueba siguiente era la lucha, aunque, como la practicaban los quianos, se parecía más al pancracio, dado que todo era legal: golpes, zancadillas, puñetazos, todo salvo arrancar los ojos y agarrar los testículos.

Saqué el nombre de un primer oponente, pero, por la voluntad de los dioses, me tocó un chico ateniense imberbe que estaba en su primer certamen, como yo mismo. Nos sonreímos uno a otro y forcejeamos; yo le había tomado la medida, por lo que pude derribarlo. En realidad, lo arrastré, porque yo estaba
descansando
. E hice que pareciera bueno, Su padre estaba allí y me dio una palmada en la espalda al final y me dijo que había sido benévolo.

El chico me sonrió.

Después fui a mi segundo combate, contra un remero de Lesbos que tenía un buen culo. Era alto y no estaba entrenado y yo era más bajo y estaba bien entrenado. Cariño, hay por ahí gente que te dirá que el tamaño no importa en el combate y que los de gran tamaño huelen muy mal, ¿eh? Los hombres grandes tienen todas las ventajas. Yo no soy grande, pero puedes ver que tengo brazos largos —como un mono, me dijo un egipcio—, y estos brazos me han salvado la vida cien veces.

He hecho morder el polvo a un centenar de hombres grandes, pero siempre me han herido y siempre doy gracias a los dioses cuando salgo por mi pie de un combate con uno de ellos.

Con este, me salvó que me tenía miedo. Lo vi: yo era un hombre que había ganado el
stadion
y que llegó el segundo en la carrera con armadura y mis músculos brillaban al sol, y él se acobardó. Todavía tenía que sacarlo fuera y eso agotó mi energía. Los tobillos me dolían donde mis grebas de segunda mano los habían machacado durante la carrera, y esas pequeñas cosas se van sumando hasta cuando es mediodía en una tórrida playa, en la tercera competición de la jornada.

Yo jugué con él y él me tiró una vez, y su moral mejoró, pero entonces ya lo había cansado y la siguiente vez que se me acercó, le rompí la nariz con el puño; después ya me hice con él.

Le di un pañuelo para la nariz y al volver me encontré con Melaina, que le estaba sirviendo agua a su hermano. Me dio un beso.

—Ahora, vete y gana —dijo—. Después podré decirles a todas las chicas que he dormido con un gran atleta —añadió con una risita nerviosa.

Estéfano frunció el ceño.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Me ha tocado ese cabrón de Clístenes —dijo Estéfano. Su hermana no le preocupaba, te lo aseguro.

—Puedes vencerlo —le dije.

Melaina escupió en la arena.

—Su padre es nuestro gobernador —dijo ella. Esa frase encerraba gran cantidad de información.

Me acerqué a Estéfano.

—¿Sabes cómo romper un dedo? —le pregunté.

Por supuesto, no lo sabía. Solo los entrenadores y los profesionales conocen trucos como ese. Yo sonreí pensando que podía haber sido el mejor luchador de Quíos. Así que me incliné, acercándome más, y le dije a Estéfano cómo romperle un dedo a un hombre en el forcejeo.

Me miró, y creo que estaba sorprendido.

Yo me encogí de hombros.

—¡Eres un hijo de puta! —dijo.

—El te va a dar un rodillazo en los huevos —le dije—. Me juego un darico de oro.

—Sí —dijo Estéfano.

—Agárrale las manos en el primer encontronazo, bárrele la pierna y cae con él. Rómpele el dedo en el embrollo y pídele mil perdones después de que te hayan declarado vencedor. Y es absolutamente legal —añadí, y me encogí de hombros.

Estéfano asintió.

—Puedo ganarlo.

—No resollando tras una patada en la ingle —le dije.

Y después me llamaron para mi tercer combate, Era otro hombre grande, más grande que el anterior. En realidad, lo recuerdo como un hombre más grande que Heracles, pero eso quizá no sea cierto. Mi buena suerte estuvo en que había sufrido una contractura muscular en la ingle en su último combate y yo lo agarré, Lo agarré tan rápido que después le pedí excusas. Le dije que creía que probablemente él fuese el mejor; a él le gustó y nos estrechamos las manos.

Estéfano le rompió la mano a Clístenes. Si toda la suerte hubiese estado de nuestra parte, le habría roto la mano derecha. Pero le rompió la izquierda al cabrón, y él le pidió perdón, y el mismo gobernador Pelagio dijo que había sido un accidente.

Así que quedamos Estéfano y yo para la final. Ya estábamos respirando fuerte y Arqui me pasó el
estrigilo
[6]
—como si él fuese mi esclavo, dijo, y le agradecí que lo dijera— y me untó con aceite nuevo. Melaina proclamó que este era el mejor combate porque le gustaban ambos contendientes y estaba segura de que le encantaría y el gobernador Pelagio la miró con cariño y después dijo al círculo de hombres y mujeres que guardasen silencio. Es extraño: en Olimpia y en Delfos está prohibido que las mujeres casadas vean competir a los hombres, pero sí se lo permiten a las solteras. En Jonia, las mujeres tenían sus propias carreras pedestres y eran espectadoras de todas.

Estéfano se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja, y el cabrón trató de romperme la mano izquierda en nuestro primer encontronazo.

Yo no contraataqué de la misma manera. La sangre no me hervía y sabía que él tenía que empuñar un remo. No siempre soy un mal hombre. Por eso, le pegué un puñetazo, aunque estuvimos forcejeando y le retuve los hombros abajo hasta que terminó la cuenta y lo vencí.

A la segunda caída, vino hacia mí, rugiendo como un toro, para derribarme. Yo me aparté, evitando sus manos, y apenas evité que me clavara contra la muchedumbre. Pero, ante mi tercera retirada, la muchedumbre empezó a pitarme por mi aparente cobardía, sobre todo cuando me levanté de una caída, y como un niño atontado dejé que el ruido de la masa me dominara. Vi mi apertura. Pasé al ataque y me encontré de boca en la arena.

Entonces me cabreé, me enfadé conmigo mismo, y traté de mantenerme cara a cara con él. Le pasé una pierna por detrás, fui a derribarlo, fallé —a veces, todos fallamos, cariño— y él me atrapó; después, me encontré forcejeando con un hombre más grande. Él me venció, aunque tuvimos un largo forcejeo y un buen combate y ambos acabamos cubiertos de arena y de sudor y, cuando nos levantamos, Estéfano me miró con cierta prevención.

Dos derribos contra uno: yo era un combatiente formal. Estaba agotado, pero aún no estaba herido.

Estéfano cometió un error, o tuvo mala suerte. Cuando llevábamos unos segundos del cuarto asalto, lo rodeé y él cruzó las piernas; incluso los quianos tienen que entrenarse específicamente para evitar esta tontería. En un abrir y cerrar de ojos, yo estaba encima de él y él debajo y, aunque era fuerte, yo puse las piernas alrededor de sus caderas y logré el control con un brazo. Sabía que lo tenía y, después de largos minutos de forcejeo y algunos gruñidos, él también lo supo.

Tras ese asalto, nos aplaudieron como a héroes. Teníamos buen aspecto y le había ganado. Él había desperdiciado energía tratando de superar mi presa con fuerza bruta y ahora estaba derrotado.

Así que entré de nuevo para acabar con él, lo agarré y acabé cayéndome por los dolores que sentía.

Nunca te creas esas estúpidas historias pueblerinas, que el quiano jugó conmigo como con el chico de ciudad en el que me había convertido. El me hizo creer que estaba exhausto. Me lo hizo creer con todo, desde la postura hasta su cautelosa sonrisa de «me has derrotado» cuando estiramos los brazos y empezamos el último asalto. No creo que nunca haya vuelto a cometer ese error.

Llegué con cincuenta hombres a mi alrededor y Estéfano casi llorando en mi pecho. Me tiró mal, pero, gracias a los dioses, no me partió el cuello, aunque me dolía como fuego, una línea de frío que era peor que el dolor abrasador que me recorría la columna vertebral.

Heráclides también estaba allí. Tenía fama de curandero y me puso las manos sobre la columna vertebral.

—¿Puedes moverte, chaval? —me preguntó.

—Sí —dije, y juré. ¡Ares, me dolía! Me dolían las puntas de los dedos. Pero estaba de pie, bamboleándome, pero de píe.

Me dieron muchos aplausos y algunas palmadas en la espalda, y alguien, uno de los atenienses, probablemente, me metió mano. Todo eso por el heroísmo.

—Lo siento, chico —dijo Estéfano.

Yo me eché a reír y nos estrechamos las manos.

—Es la última vez que te enseño algo —dije.

El sonrió con malicia.

—Me gusta luchar —dijo.

Después tuvimos un descanso antes de la prueba siguiente —hasta que el sol hubo pasado cierto punto del cielo; en la playa de Quíos no había relojes de agua—. Me dormí y, cuando me desperté, Estéfano se acercó y él mismo me masajeó.

—No sé lanzar la jabalina y nunca he tocado una espada —dijo—. Así que tú eres mi hombre para ganar. ¡Adelante! Ya sabes.

Yacía como un cadáver bajo sus manos. El sabía cómo hundir profundamente los pulgares en el músculo. Me dijo que le había enseñado su padre. Melaina también tenía esa habilidad; vino y me lo hizo en la parte inferior de las piernas y en los pies, bendita sea.

Cuando acabaron, me sentí liberado de una vez por todas.

Y sentí el sexo. De repente, Melaina me atraía, el tacto de sus manos… es difícil de explicar.

No obstante, me levanté y cogí las jabalinas de Arqui. Yo ni siquiera tenía las mías: habían quedado en Efeso. Arqui me dio unas palmadas en la espalda.

—¡Estás en primer lugar, perro! —dijo—. Eso me enseñará a no beber demasiado.

No solo era que las uvas estuviesen amargas. Arqui y yo quedábamos siempre en tablas, excepto como espadachines. De ser yo el ganador, él siempre habría estado a mi lado; además, la suerte había estado de mi parte en todos los encuentros. Para ganar, hace falta suerte. Yo he visto al mejor hombre tropezar en una piedra o perder el equilibrio en un encuentro. Lee la carrera de carros en la
Ilíada
, cariño; así es. No siempre gana el mejor.

O quizá sea la voluntad de los dioses, como dicen algunos. O el logos buscando el cambio, para que un hombre no domine a otros, o para llevar a cabo algún otro cambio.

Yo nunca he sido un campeón con la jabalina. He matado mi cuota de hombres con lanzas, las he lanzado y me he abierto paso con ellas, como dicen, pero eso es porque el
daimon
que está en mí no pierde sus destrezas en la prensa del bronce. En un concurso, no lanzo tan bien como otros hombres, y eso es así.

Pero ese día tiré las mejores lanzas de mi vida. En mi primer lanzamiento acerté —qué dios o qué diosa estaba en mi hombro, no lo sé, pero me llegó el olor del jazmín y de la menta y juraría que fue Atenea quien puso su mano bajo la mía y levantó mi lanza—. Otros hombres igualaron mi lanzamiento, y Clístenes lo superó, el cabrón. Lancé otras dos veces y nunca me acerqué a mi primer lanzamiento.

Quedé el séptimo. Ganó Clístenes. Pero me coloqué entre los ocho primeros y, según las reglas quianas, yo había ganado o me había clasificado en todas las pruebas y ningún otro hombre lo había logrado. Clístenes dijo que él sí lo había hecho, pero su abuelo lo contradijo, diciéndole que no había conseguido acabar la carrera de los dos estadios.

Había ganado yo. No podía creerlo.

Creo que mi esclavitud acabó realmente allí, en aquella playa, inmediatamente antes de que el sol comenzara a descender hacia el brillante mar azul. Ya no solo era libre. Yo era un hombre que podía ganar una competición con centenares de hombres también libres.

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