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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (53 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Me serví otra copa de vino y la bebí. Moriría con mi juramento cumplido, dando lo mejor de mí. ¿Qué más pueden pedir los dioses?

Paramanos volvió a popa y la fatiga gris había desaparecido de sus ojos. Le pasé la copa de vino y se bebió el resto.

—Si sirves vino —dijo—, podríamos conseguir otro tiempo de remada fuerte. Y creo que podríamos,
podríamos
, salvar el barco.

Nos intercambiamos de nuevo nuestros puestos mientras él se explicaba. No creía que su vino sirviese. Pensé que las palabras sí, y fui a la plataforma de mando y levanté la voz sobre la lluvia.

—¡Escuchad, cabrones! —grité al viento—. Si echáis el resto, estaremos en una playa, cocinando comida caliente y bebiendo vino, antes de que se ponga el sol. ¡Menudo hatajo de mierdas pareceremos en el Hades si nos hundimos a un caballo de distancia de una playa segura!

Fue mi primera arenga en una batalla. Funcionó.

Todos creían que éramos hombres muertos, y el más simple atisbo de esperanza era suficiente para inflamarlos. Fui arriba y debajo de la tabla central y les dije exactamente lo que planeaba Paramanos. Una y otra vez.

—Vamos a pasar por el ojo de la aguja entre Quelidón y Coridela —dije—. Y después estaremos a sotavento de la mayor montaña de Asia: aguas tranquilas y descanso. Nuestro nubio dice que podemos varar en Melanipia, aun en oscuridad, con este viento, y yo lo creo.

Es fácil creer cuando las otras alternativas son la extinción y la muerte negra, y los hombres remaron con cojones y con la esperanza de vivir. La puesta de sol —no es que estuviésemos viendo siempre el sol— dio paso a una horrible luz grisácea y después a la noche cerrada, y aún seguíamos vivos, y yo sabía que ahora nuestra proa estaba enfilada al oeste. Teníamos la tormenta completamente a popa y el movimiento del barco era más fácil; solo necesitábamos los remos para seguir navegando de empopada.

Pero yo sabía que todavía estábamos en una carrera contrarreloj y llamé a mis tres eolios, a Lejtes, a Idomeneo y a dos hombres que parecían saber del asunto y sacamos la vela
akateion
. Yo se lo había visto hacer a los entrenados marineros de Hiponacte: se trinca la vela
akateion
plegada al mástil; después se levanta el mástil, se asegura diez veces y entonces se cortan las ligaduras de la vela y esta se extiende sola. Los efesios lo hacían para alardear, pero Hiponacte dijo en una ocasión que, en una tormenta, era un salvavidas.

Una cosa es largar una vela
akateion
en su mástil en un día de otoño con una brisa fresca y un sol cálido quemándote los hombros, rodeado de hombres que te quieren, y otra muy distinta hacerlo bajo una lluvia torrencial, con las manos tan frías que te resulta imposible decir si tienes un cabo entre los dedos o no.

Nos las arreglamos para trincar ocho veces la vela con cabo de cáñamo, y descubrimos entonces que no teníamos fuerza suficiente para levantar el mástil. El viento lo cogió y lo lanzó sobre el costado, y solo la suerte de los dioses nos libró de que el palo nos abriera una brecha cuando cayó.

Pero ¡maldita sea!, estábamos muy cerca de atravesar el estrecho. Podía ver los acantilados a ambos lados.

Los remeros estaban agotados. Ni siquiera la esperanza puede hacer que unos músculos agotados muevan un remo.

Yo no estaba acabado. Saqué la verga de la vela mayor y dejé que el viento se la llevase por la borda como un monstruo con cien manos —veinte lechuzas de plata de lino perdidas en un abrir y cerrar de ojos, sin que me importara un bledo—. La verga solo medía de alta lo que tres hombres: mucho más pequeña que el mástil. Pero llevábamos una vela
akateion
de repuesto y la recogimos sobre la verga y la atamos. Después, desalojé a los remeros de la cubierta superior; los remos estaban tirados a lo largo de la cubierta, solo los hombres del medio hacían como si remasen, y estábamos empezando a desviarnos y a virar. El tiempo corría en contra nuestra, teníamos acantilados a ambos lados e incluso a Paramanos le faltaba lo que… lo que lo hiciera trabajar.

Creían que estaba loco. Estábamos virando, de manera que nuestro costado era vulnerable al viento. Los hombres que todavía remaban no tenían la coordinación o la fuerza para mantener la proa de cara a las olas y, como un buque en una batalla, cuando el barco estuviese de través, estaríamos acabados.

Fui de hombre en hombre, en medio de los relámpagos, poniendo extremos de cabos en manos mal dispuestas. Golpeé a un hombre que estaba tumbado porque tardó demasiado en obedecer. Cayó por la borda y la mar se lo llevó.

—¡Tirad, cabrones! —dije.

El amor está muy bien. El amor transporta a un hombre por encima de sí mismo, ya se trate del amor a un hombre, a una mujer, un barco o un país. Pero el miedo puede remedar el amor en la mayoría de las situaciones, y yo sabía que no me amaban.

—¡Tirad o morid! —rugí, con la espada en la mano—. ¡Todavía hay tiempo para sangrar! —grité, y me eché a reír. Dejé que me tomaran por loco.

La verga se disparó como el pene de un semental.

—¡Trincadla! ¡Amarradla!

Entonces
estuvieron dispuestos. Entonces creyeron. Era fácil cuando llegábamos, pero alguien tenía que hacerles superar la creencia de que fracasaríamos. Ahora, todos los hombres trabajaban con una voluntad, y Paramanos estaba a mi lado, trincando los nuevos cabos con la mayor rapidez con la que podían trabajar sus manos. El viento, aquel brutal viento del este, ya estaba en el mástil y la vela mayor bien recogida, y nuestra proa estaba cortando la mar. El pequeño Idomeneo estaba al timón, haciendo todo lo posible para mantener la proa orientada al oeste. Paramanos trabajaba a mi lado mientras trincábamos cabos y los amarrábamos. Diez cabos. Diez pesados cabos para sostener un mástil más pequeño que el que pudiera llevar un pescador diurno.

Después, Paramanos se fue, de vuelta a sus timones.

Estábamos a tres largos de caballo de las rocas de Quelidón, y ya no había más tiempo para preocuparse. Tenía la espada en la mano.

Corté las ataduras en dos movimientos de arrastre, tan precisos como cualquier tajo de espada que hubiera dado en combate, y toda la vela quedó libre de ataduras como si la hubiese golpeado el puño de Poseidón. El mástil se dobló tanto que pensé que se rompería, y la proa recubierta de bronce
se sumergió
en la mar, hasta tal punto que creí que podríamos zambullirnos hasta el fondo como un cormorán. El miedo se apoderó de mí, pero puse los brazos alrededor del mástil y me mantuve allí hasta que el agua salió por popa. Después, la proa empezó a elevarse. Sentí el cambio bajo mis pies cuando tragué el agua que me había llenado la boca.

La proa se levantó, lentamente al principio, y después el primer cabo saltó con un crujido como un trueno matando al hombre que cogió, uno de los eolios. Ni siquiera llegó a chillar.

El mástil nuevo dio un crujido y se movió el ancho del brazo de un hombre y se sostuvo.

Parecía que todo el barco crujía y la proa se elevó de nuevo, fuera de la mar. Las olas estaban a nuestra popa, y echamos más sangre al agua… El eolio fue nuestro último sacrificio.

Tuve la oportunidad de ver los acantilados de Quelidón, y no creo que me haya movido más rápido sobre la superficie de la tierra que en aquellos instantes, cuando toda la fuerza de la tormenta sopló en nuestra pequeña vela y corrimos por la mar como una yegua salvaje por el campo.

Y después, en el tiempo que lleva contarlo, estábamos atravesando el estrecho. Primero, la fuerza del temporal se redujo a la mitad, porque los acantilados impedían que toda la fuerza de la tormenta se descargara en nuestra pequeña vela. Y además, Paramanos, gruñendo como un titán, nos estaba haciendo virar, poco a poco, a estribor.

Nos llevó más tiempo del que podíamos haber imaginado… Creo que, si les hubiese dicho a los hombres, en todo el fragor de la tormenta, que estábamos aún a media guardia de la salvación, todos habríamos muerto.

Pero llegó el momento en que todos los hombres que estábamos a bordo supimos que no íbamos a morir. Es difícil de definir, pero, entre una inspiración y la siguiente, el viento había amainado tanto, roto por el peso del Olimpo asiático a nuestro nordeste ahora, que si todos nos hubiésemos desplomado sobre nuestros remos, habríamos flotado el resto de la noche y llegado a tierra sin ningún daño. Y en contra del sentimiento humano, lo que nos dio fuerza es que entonces éramos todos un animal, e íbamos a levantarnos y a caer juntos, sin falta.

Mi jefe de remeros cretense había desaparecido barrido por las olas cuando la proa se sumergió y yo golpeé la cubierta con mi buena lanza y canté la
Ilíada
a la mar, y los hombres se echaron a reír. Aquello estaba tan oscuro como el Tártaro al abrigo de la montaña, pero la playa se extendía ante nosotros sin fin, e hicimos virar el barco en unas aguas tan tranquilas como las de cualquier puerto, y la popa rechinó en la arena, el beso de la vida, y el barco se detuvo; todos nuestros remos quedaron al lado, como si fuésemos un animal marino muerto.

Nos acurrucamos en la playa, cien hombres exhaustos que ni siquiera trataron de encender una hoguera. Hacía calor en medio del montón de hombres y frío y humedad en los bordes y ningún hombre durmió, pero ninguno murió.

Por la mañana, el sol se levantó tarde sobre la montaña y nosotros nos levantamos despacio, como hombres que han sobrevivido a un duro combate, lo que éramos. Atrapamos algunas cabras, las sacrificamos a Poseidón y las comimos a medio cocinar. Bebimos vino de la bodega, hicimos más libaciones que una asamblea de sacerdotes y juramos que éramos hermanos hasta que el sol muriera en el cielo.

La mañana siguiente, los llevé a bordo y, con la proa mirando a Lesbos, zarpamos con nuestra vela de juguete. Y la suerte hizo que, a veinte estadios de la bahía, encontráramos nuestro mástil con la vela
akateion
aún atada a él, flotando con los despojos de la tormenta y, siguiendo en la dirección del viento, nos encontramos con la vela mayor flotando bajo la superficie, como una criatura muerta.

—Verdaderamente, los dioses te aman —dijo Paramanos.

Yo me encogí de hombros.

—Tengo un poco de suerte —dije.

El asintió. Yo estaba a los timones y él estaba bebiendo agua fresca de una pequeña copa de asta, una costumbre fenicia.

—Nunca había visto antes esa forma de utilizar la vela
akateion
—dijo.

Era una forma de ofrecer la paz, si yo la quería. El era mejor marino que yo y había tomado el mando cuando lo hizo, y pensaba que yo estaría ofendido por ello.

Estaba equivocado. Esperé hasta que acabó de beber; después, le eché los brazos alrededor de su cuello.

—¡Maldito cabrón!
¡Nos
salvaste! —dije—. No estoy tan loco como crees.

Él asintió y, finalmente, no pudo reprimir una sonrisa.

—Lo hice, ¿no? —dijo.

—Lo hiciste —respondí.

La tarde siguiente, reuní a los fenicios en popa. Hice una seña con la cabeza al piloto.

—Paramanos me ha pedido que os perdone la vida —dije—. Personalmente, no os guardo ningún rencor… estamos en guerra. Pero solo os pondré en libertad contra un rescate. Escoged entre vosotros quién se irá y quién se quedará como fianza.

El de mayor edad asintió. Primero, abrazó a Paramanos y después vino hacia mí.

—Yo soy el más rico de estos hombres y yo me quedaré —dijo.

Podía ver el odio en sus ojos, pero ¿quién puede amar a un hombre que ha matado a treinta compatriotas a sangre fría? Yo no necesitaba ese amor.

—Fija un precio —dije.

Dijo una cantidad en talentos de plata. Paramanos lo aprobó y Heracleides, el mayor de los eolios, hizo una seca inclinación de asentimiento. Heracleides ya estaba prestando servicio como oficial y entrenándose con Paramanos para ser piloto.

—En la playa de Metimna —le dije al más joven, que fue escogido para marcharse—. Treinta días —añadí, y me volví hacia Idomeneo—. Ocúpate de que tenga armas y diez lechuzas de plata.

El sirio de más edad se encogió de hombros.

—Desembárcalo en Janto —dijo—. Tenemos un factor allí.

Y así lo hicimos.

Cuando prometí que el resto de la tripulación compartiría el rescate, mi estatus ascendió de nuevo. Los cuatro fenicios tenían una fortuna que superaba en diez veces la mía propia y, antes de la batalla, yo ya me consideraba pudiente. Los beocios no se llevan bien con la riqueza.

Los dioses eran benevolentes. Los delfines saltaban alrededor de nuestra proa y, al mediodía del segundo día, teníamos izada la vela mayor. Un agradable viento del este por la amura de estribor nos llevó siguiendo la costa de Asia, hasta que tuvimos que virar y remar para entrar en la magnífica bahía de Mitilene. La playa no estaba tan llena de barcos como debería haber estado. De hecho, era como si solo una parte de la flota que había derrotado a los fenicios en Amatunte hubiese acudido al punto de reunión. Más de un tercio de los barcos habían vuelto a sus respectivas ciudades y, a primera vista, parecía aun peor. Los cretenses no eran los únicos que habían recogido su botín y se habían marchado.

Reconocí el estilo ateniense de los barcos que estaban en el extremo sur de la playa, pero ninguno de los barcos me resultaba conocido… Ninguno de ellos era el de Arístides, pero vi un casco negro que podía ser el poco atractivo
Némesis
de Herc, e hice virar mi barco hacia el extremo sur de la playa y varar la popa en la arena a una distancia de dos remos del mismo, que estaba en pie, en el suave oleaje, riendo y gritando propuestas un tanto indecentes a mis remeros.

Fue el primer hombre en abrazarme cuando puse el píe en la playa.

Milcíades fue el segundo.

18

P
or supuesto, había sido Milcíades quien había estado asesorando al granuja de Aristágoras… él era el «navarca samotracio». Más adelante, llegaron a mis oídos muchas cosas de aquella historia y, si tengo tiempo, responderé a todas vuestras preguntas sobre ella. Pero, en aquel momento, yo, simplemente, era feliz por ver a alguien a quien conocía. Era feliz de tener a alguien que estuviese al mando. Y estaba encantado de recibir sus halagos, que llegaron fuertes, rápidos y precisos.

Aquella corta navegación desde el sur de Chipre hasta Lesbos fue mi primer mando, y se había cobrado su peaje. Estaba agotado y las costillas rotas no habían empezado a soldarse, por lo que cada cambio de tiempo y cada empujón me causaban agudos dolores. Había descubierto que el mando de hombres es lo contrario de luchar hombre contra hombre —lo que quiero decir es que, cuando estoy luchando, el mundo se queda aparte y todo está
bien ahí
—; todo el círculo del mundo se revela en un único latido, como solía decir Heráclito. Pero, cuando estás al mando, tienes que hacer frente a las infinitas consecuencias de cada acción, en el futuro, interminablemente, hasta que los dioses remuevan las raíces del mundo. ¿Hay agua? ¿Hay comida? ¿En qué playa vararemos esta noche? ¿Tiene fiebre ese remero? ¿Has pasado tres cabos o cuatro?

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