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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (56 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Los bajé a la playa y los dejé con Estéfano y Heracleides, inmediatamente debajo de la muralla, donde pudiera oírnos la guardia de puerta en caso de que los fenicios decidieran llevarse a sus amigos por la fuerza.

Pero, por supuesto, el capitán fenicio no estaba a bordo. Había subido a la ciudad, como huésped de sus socios comerciales. La guerra no había detenido el comercio en absoluto. Y la pérdida de Mitilene supuso una ganancia para Metimna.

Pero el cuarto hombre, el más joven, sí estaba allí. Saltó a la playa y salió corriendo, dejándome atrás, y abrazó a su tío y a los otros dos.

—El rescate está en la bodega —dijo—. Lo sacaremos por la mañana —añadió; me miró y no me gustó su mirada. Yo estaba empezando a asustarme de mi propia sombra—. O puedes venir y recogerlo ahora mismo —dijo, y su sonrisa era forzada.

Ahora bien, es difícil decir si un hombre te odia por haber matado a sus amigos, si está asustado o si planea asesinarte. Es mejor jugar sobre seguro.

Moví la cabeza.

—Está bien —dije—. Y vosotros podéis pasar una última noche conmigo, hasta que yo lo vea.

Después, empezó a alejarse, pero lo atrapé con facilidad, le puse un cuchillo en la garganta mientras el resto de los fenicios se callaron furiosos. Lo empujé hacia Heracleides y nos dimos la vuelta.

—Los cuatro son mis prisioneros hasta que se pague el rescate —dije—. Soy un hombre de honor, pero no os paséis de la raya conmigo.

Mis prisioneros se mostraban ahora hoscos y yo desconfiaba. Todos dormimos mal bajo el casco de nuestro barco, al que habíamos dado la vuelta. Oíamos voces en el barco fenicio.

Quizá debería haber puesto un centinela.

Me desperté con la punta de una daga en mi garganta.

19

—N
o viniste cuando te convoque —dijo Briseida tranquilamente.

Podía ver a Kylix de pie, al lado de las brasas de nuestra hoguera.

—¿Me convocaste? —pregunté, medio dormido. ¿Era
Briseida
? El brazo que rodeaba mi cuello me resultaba familiar.

—Te llevé una nota —dijo Kylix—. Por favor, dile que recibiste la nota.

Paramanos estaba despierto. Pude ver que tenía una espada en la mano y que se estaba moviendo muy despacio hacia Estéfano.

—Recogí la nota —dije.

Me sentía estúpido, diez veces estúpido. Naturalmente, la nota era de Briseida. Para un hombre que presume de su inteligencia, puede ser una estupidez. Yo había deseado que la nota fuera de Arqui.

—Sin embargo, no viniste —dijo ella, y su voz era como hielo y fuego juntos.

—¿Tú
me enviaste cincuenta daricos? —pregunté—. ¡Creí que Kylix venía de parte de Arqui!

Sin mover el cuchillo, puso su boca sobre la mía y me besó.

En algún momento, el cuchillo desapareció y ella se echó un poco para atrás y me echó arena de su quitón.

—Ven conmigo —dijo—. Todavía me amas. Eso es todo lo que quiero saber.

Ella miró a Paramanos y él se quedó inmóvil.

—Mi marido está coaligado con los hombres por los que quieres que te paguen un rescate —dijo—. Se comunica con los persas y los fenicios. Y les ha pagado para que te maten.

Paramanos me miró… ¡menuda mirada! La mirada que los hombres mayores lanzan cuando se ríen de los jóvenes; pero, cuando ella dijo «les ha pagado para matarte», se alertó.

—Yo vigilaré —dijo él.

Yo asentí y seguí a Briseida, y paseamos a la primera luz del alba, ella llevaba solo un quitón de lino… lo noté cuando me besó. Llevaba unas sandalias ligeras y una corona de flores en el cabello, las flores amarillas de Lesbos, y caminaba con su elegancia habitual, pero me di cuenta de que estaba embarazada.

—¿Tu primer hijo? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—El segundo —dijo ella. Me sonrió—. ¡Vives!

—Estuviste más cerca de matarme que cualquier hombre desde que yo era esclavo —bromeé.

—Cuando no acudiste a mi cita, pensé que te mataría.

Se detuvo, puso sus caderas contra una roca grande e inclinó la cabeza.

—Aristágoras quiere verte muerto. Milcíades le hizo jurar que te mantendría con vida, pero es un embustero y sus juramentos carecen de valor.

—¿Por qué quiere verme muerto? —le pregunté, y ella sonrió como el amanecer.

—Cada vez que me folla, digo tu nombre —dijo ella. Y se echó a reír.

—Pero… —dije. Briseida me asustaba siempre, tanto como yo creía que la amaba—. Pero tú estás
casada
.

—¡Eh! —exclamó. Su desdén era palpable—. Yo estoy casada con
Aristágoras
. Si un pedo pudiera convertirse en hombre, sería Aristágoras —dijo. Me miró—. Y creí que ibas a matar a Diomedes, ¿eh? Pero él se ha acercado a los medos y se ha hecho con todas nuestras propiedades en Efeso. Mi hermano es casi un indigente.

Había olvidado cómo podía ser ella. Tres años la habían hecho más como ella misma, no menos.

—He pensado en ti… todos los días —le dije.

Ella suspiró.

—Te vendría bien leer a Safo —dijo—. «Algunos hombres dicen que un escuadrón de caballería es la cosa más hermosa, otros dicen que un grupo de hoplitas y otros piensan que una escuadra de barcos es lo más bello».

—Pero yo digo que es la persona a la que amo —le dije, pervirtiendo a propósito mi Safo, y ella se echó a reír.

—He oído que eres un gran héroe —añadió ella, y sonrió aprobándolo—. He oído que mataste a más medos en Amatunte que cualquier otro griego. Me encanta oír que los hombres hablen de ti.

Se puso de puntillas y me besó y, embarazada o no, solo la pesada tos de Kylix evitó que hiciésemos el amor allí mismo. Yo ya estaba duro antes de que su boca se abriera y sus manos… No importa, damas mías.

—Una partida de hombres armados está bajando a la playa de la galera fenicia —dijo Kylix—. En la ciudad, se está reuniendo la guardia.

Yo tenía mi espada y, salvo por mi quitón, estaba desnudo. Estaba descalzo. Había estado durmiendo.

—Coge a tu señora y corred —le dije.

—¿Correr adonde? —preguntó Briseida—. No hay entrada a la ciudad desde el mar.

Recuerdo que sacudí la cabeza. Ella quería quedarse y ver correr la sangre.

—Solo corred —dije, y me volví hacia mi propio barco.

—Él también quiere verme muerta —dijo Briseida—. No se atreve a decirlo abiertamente, pero, en una playa, ¿quién te puede culpar?

—¿Y tú te metes en la boca del lobo? —pregunté.

Ella se echó a reír.

—Tú me salvarás —me dijo—. O moriremos juntos.

A Paramanos no lo sorprendieron durmiendo la siesta. Cuando lo miré, subió a los prisioneros a bordo del pesquero y se hizo a la mar. Los fenicios bajaron a la playa para descubrir que los pájaros habían escapado.

Ellos venían con armadura y yo estaba desarmado, lo que me daba cierta ventaja: sabía que podía correr más que cualquiera de ellos y no parecía que ninguno de ellos tuviese un arco. Llamé a Paramanos y él acercó rápidamente el barco a la playa para recogernos. Subí a bordo a mi amada e hice que se alejase; después, caminé por la playa como si no tuviera nada que temer.

—Habéis venido pronto —dije—. Soy Arímnestos. ¿Habéis venido a pagar el rescate?

Los dos hombres que llevaban mejores armaduras ordenaron parar al resto y formaron una pequeña falange en la playa.

—Los hombres de la ciudad estarán aquí en el tiempo que se tarda en cantar un himno —les dije en persa—. Y os matarán a todos y se harán con vuestro barco —añadí, señalando la colina—. El gobernador de la ciudad es amigo mío… Cualquier soborno que hayáis pagado a la guardia, lo habéis perdido.

Discutían entre ellos.

Es una lección que se aprende pronto: los conspiradores no se fían de nadie. Yo estaba casi seguro de que la guarnición de la ciudad se quedaría mirando cómo me asesinaban sin mover un dedo… pero los fenicios no lo sabían.

Apunté a la mar.

—Mis prisioneros están allí, en aquel pesquero —dije—. Y, si no pagáis, les cortarán el cuello y los tirarán por la borda.

Los dos hombres que llevaban coraza de bronce discutieron y, finalmente, cuando ya podía ver el sol naciente reflejándose en las puntas de las lanzas de la ciudad, dieron la vuelta y volvieron a su barco.

—Pagaremos —dijo uno de los hombres.

Cariño, rara vez he oído unas palabras persas tan cargadas de odio.

Apilaron unos lingotes de plata sobre la arena.

Corrí por la playa hacia Paramanos y no miré atrás.

El intercambio discurrió bastante bien. Yo envolví la plata y el oro en mi capa y los llevé a mi barco. Después, liberé a los cuatro prisioneros, muy abajo en la playa, casi tan lejos como el trilladero en el que juegan las cabras.

Estábamos rodeando el cabo antes de que los hombres liberados llegaran hasta sus amigos. Briseida me pidió que la llevara bordeando Ereso. ¿Cómo podía negarme?

Efeso es uno de los lugares más bellos del mundo. Briseida había hecho que el mierda de Aristágoras le comprara una casa allí, a la espalda de la acrópolis, una buena tierra, con higueras y olivos, como un pequeño trozo de Beocia en el desierto del este de Lesbos. Los jazmines de la pendiente de la acrópolis perfuman el aire y el sol brilla en los acantilados sobre la ciudad.

La gente bajaba a nuestro encuentro; entonces, Briseida me llevó a la acrópolis, donde conocí a la hija de Safo, una mujer muy anciana. Era fuerte, la señora de la ciudad, y todavía ostentaba el mando.

—¿Eres su esposo? —preguntó.

Yo negué con la cabeza, no, pero ella sonrió.

—Tú eres su verdadero esposo —dijo ella.

Era una mujer extraña, sacerdotisa de Afrodita, la señora de la diosa eolia y una famosa maestra. En su presencia, yo era un matador de hombres con dificultad para hablar, pero aquel día vi a otra Briseida, una mujer ingeniosa, educada, que podía cantar un poema lírico, así como una competidora olímpica.

Aquella noche nos acostamos juntos en su casa, con el arrullo de las palomas y el olor a jazmín, y nunca lo he olvidado. Fue la primera vez que estuvimos juntos sin un elemento de miedo. Fue diferente. Ella era diferente. Aquella noche conocí el amor, no el enloquecido y medio airado amor del joven, sino el don de la chipriota que te cambia la cabeza para siempre.

Me habría quedado un segundo día, pero Paramanos vino a por mí, llamando a su puerta, y sus palabras eran duras.

—¡Estás loco! —dijo él—. Y ella no está mejor.

Y eso es lo que está mal en el mundo,
zugater
. Porque yo acepté sus palabras. Compartimos una última copa de vino bajo su higuera.

—Tú eres Helena —le dije.

—Claro que soy Helena —dijo ella—. ¿Por qué no tendría Aquiles a Helena? ¿Por qué no puede tener Helena a Aquiles?

—Tengo que navegar lejos de ti durante algún tiempo —dije—. Si no, uno de nosotros morirá, o yo mataré a Aristágoras y seré un proscrito.

Ella puso sus brazos alrededor de mi cuello y lo sentí como lo más natural del mundo.

—Cuando haya recorrido mi camino por el mundo, te llamaré para que vengas a mí y haremos el amor hasta que el sol se detenga en el cielo —dijo ella—. Te mandaré un ejemplar de la épica de Safo para pasar el tiempo —añadió, y se echó a reír.

La besé.

—Te amo —le dije.

Ella se rio.

—¿Cómo pude haber dudado de ti? Escucha, Aquiles… cuando tengas una oportunidad, mata a mi marido. Si no, tendré que hacerlo yo misma, y los hombres hablarán.

Ella volvió a reírse, y el hielo tocó mi espina dorsal.

No había nadie como Briseida. Y, si conoces tu
Ilíada
, sabrás que fue en esa misma playa donde Aquiles la hizo suya.

Ella me hizo sentir más vivo.

Subió al acantilado mientras yo bajaba a la playa, y entonces nos vio salir navegando desde la cima.

Nunca te prometí una historia feliz.

Milcíades me estaba esperando en la playa de Mitilene. Aún no había aprendido yo que era el mayor jefe de espías de occidente y que conocía cada evento mucho antes de que sucediese. Ciertamente, su radio de acción era grande.

Me abrazó en cuanto pisé la playa, pero con cierta brusquedad.

—Acompáñame —dijo.

Era mi comandante. Lo acompañé pensando en Briseida. Había visto la nube en su rostro y me preguntaba cómo podría volver a verla.

—Has llevado en tu barco a la esposa de Aristágoras —dijo.

—El hijo de puta trató de tenderme una emboscada. —No sabía qué más decir.

—Trató de tenderte una emboscada cuando te las arreglaste para follarte a su mujer —dijo Milcíades. Volvió la cara hacia mí—. Eso es lo que va a decir.

—¡Ella está embarazada de dos meses! —dije. Estrictamente hablando, no era una negación—. ¡Fui a cobrar mis rescates!

—¿Qué rescates? —me preguntó Milcíades, con tan mal genio como una mujer que está comprando pescado en el ágora.

No se lo había dicho y, de repente, me di cuenta de que la auténtica cuestión era esa, no Briseida.

—Tenía cautivos a unos fenicios para entregarlos a cambio de un rescate tras el combate de Amatunte —dije.

—¿Pensabas quedarte con el dinero? —preguntó, y su voz era peligrosa.

Me detuve.

—¿Qué?

—El rescate de los fenicios —dijo—. ¿Estabas tratando de escabullirte? ¿Creías que no lo sabría? —añadió, Era un Milcíades diferente, un hombre más crudo, más peligroso.

—¿Qué? —pregunté, como un imbécil. Y después—: ¿Qué tiene eso que ver contigo?

—No me pongas a prueba —dijo—. La mitad dé todo lo que tomes es mía. ¿Pretendes que despilfarre mí capital político para salvarte de Aristágoras y después tratas de robarme mi dinero?

Retrocedí.

—¡A la mierda! —dije. Negué con la cabeza—. Esos son mis rescates de Amatunte. No tienen nada que ver contigo.

—La mitad —dijo—. La mitad de cada céntimo que ganes. Ese es el precio de ser uno de mis hombres. Yo pago los sueldos de tu barco. Tú aceptaste el contrato —escupió—. No actúes como un puto campesino. Obtuviste más de un
talento
.

Creo que la mano se me fue a la empuñadura de la espada, porque él miró alrededor… De repente, el gran Milcíades tenía miedo de estar solo en la playa conmigo. No era por el dinero,
zugater
. Soy un matador de hombres y un crápula, pero nunca he sido codicioso.

Pero creí que me estaba estafando, y no soporto que otros hombres se queden con lo que es mío.

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