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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (58 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Caímos sobre los mercantes egipcios como zorras sobre patos. Todas las ciudades de Chipre habían sido derrotados ya, y no pensaban que pudiera haber un griego en un radio de mil estadios. Salimos de un alba gris cinco barcos de guerra, con nuestros remeros duros y fuertes desde el viaje al sur, y ellos no tenían un mal trirreme que los protegiese. Ni siquiera se manchó de sangre mi espada. Los griegos tenemos un calificativo para cuando un luchador gana un combate sin ensuciarse la espalda: lo llamamos una victoria «sin polvo». Tomamos a aquellos pobres bastardos y ni siquiera nos manchamos.

Yo mismo tomé tres mercantes.

Cuando una escuadra salió del puerto, demasiado tarde para salvar sus barcos, nosotros nos dispersamos.

Yo hui hacia el sur, por consejo de Paramanos. Nos deshicimos de los remeros de los barcos que habíamos tomado en las dunas bajas de Egipto y conservamos el oro y el bronce, así como los gigantescos huevos de algún animal fabuloso —África está llena de monstruos, o eso me dijeron—. Había también una niña esclava, maltratada y que se estremecía por cualquier cosa, como un perro apaleado. La conservé y la traté bien, y ella me trajo suerte.

Nos apoderamos de otro par de mercantes egipcios justo al norte de Naucratis al día siguiente a nuestra batida; los barcos llegaban sin tener ni idea de lo ocurrido, Más plata y oro, y cobre chipriota. La bodega del
Cortatormentas
estaba tan llena que lo pasamos mal para varar el barco en la playa, y remar era un horror.

Yo varé de nuevo, con cuidado, alimenté a mi tripulación con carne de cabra robada y envié caminando a Naucratis a los tripulantes recién capturados. Después, me dirigí al oeste, a Cirene. Eso fue por Paramanos. Había encontrado a una chica que le gustaba en el Quersoneso, una mujer tracia líbre, y decidió recoger a sus propios hijos, cosa que me llenó de alegría, porque eso significaba que estaba comprometido conmigo. Fue llegar a Cirene y marcharnos; las autoridades nos conocían por lo que éramos, pero Paramanos era un ciudadano, y optaron por no meterse con mis infantes de marina. Su hermana trajo a sus hijas al barco, aferradas a sus muñecas de trapo, las pobrecitas… Lloraban y lloraban al meterlas en un barco lleno de hombres, y hombres duros, por cierto. Pero algunas cosas hacen sonreír a los dioses, y mi niña esclava egipcia resultó ser una magnífica niñera. Estaba ridiculamente agradecida, ahora que veía que no la violaban cada noche.

Y yo me di cuenta de esto, cariño: los animales y las personas devuelven con creces el buen trato. Y los dioses lo ven.

Nos hicimos a la mar con un fuerte viento del sur, que llegaba caliente y fuerte de África. No nos habíamos atrevido a vender siquiera un huevo de avestruz de la bodega en Cirene… no les gustábamos y Paramanos temía que el consejo requisara el buque. Estuve toda la noche asustado de que cambiara de opinión y nos traicionara. Lo que demuestra que yo tenía algo que aprender sobre los hombres.

El viento iba directamente hacia Creta. Teníamos una bodega llena de cobre y de oro y yo conocía a un buen comprador. Además, quería saber cómo le iba al cabrito de Lejtes.

Me estaba riendo porque la mayoría de los capitanes griegos pensaban que era una gran cosa ir costeando Asia o atravesar el azul profundo de Chipre a Creta, pero, gracias a Paramanos, navegué por la mar oscura como el vino como si fuese mía, y cada noche me mostraba las estrellas y cómo interpretarlas tal como lo hacían los fenicios.

Buenos tiempos.

Paramanos se lucía ante sus hijas y ellas le devolvían la actitud, convirtiéndose en una pareja de pequeñas marineras. Diez días en la mar y podían trepar por los mástiles. La mayor, Niobe, tenía un truco que me asustaba cada vez que la veía hacerlo: cuando estábamos en movimiento, remando a toda velocidad, ella corría por los luchaderos de los remos, poniendo un pie en cada remo.

Los remeros la querían. Todos los barcos necesitan una niña valiente, divertida y atlética de once años.

Probablemente como parte de sus alardes para sus hijas, Paramanos hizo una recalada asquerosamente precisa en Creta, cuyo resultado fue insoportable. Caminamos por la playa del pequeño puerto de Gortina y nos recibieron como a héroes homéricos… mejor, porque bastantes de ellos fueron asesinados. Nearco me abrazó como si hubiese olvidado que no fuimos amantes y su padre fue decididamente más acogedor de lo que me temía.

—¡Cuéntamelo todo! —dijo Nearco—. Aquí no ha pasado nada, por supuesto —añadió, lanzando una mirada asesina a su padre.

Así, fanfarroneé un poco sobre la batida y le hablé de la mar. Me estaba enamorando de nuevo de las hijas de Poseidón, como dicen los pescadores. Pero la mar le aburría a Nearco; los barcos eran instrumentos para la gloria, no un fin en sí mismos.

—¿Has hecho una batida contra Egipto? —preguntó el noble Aquiles—. Tu Milcíades es un osado granuja. Y tú debes de ser también un osado granuja.

Levanté mi copa hacia él y brindamos el uno por el otro hasta que tropecé al salir del salón a la rosaleda y vomité un ánfora de buen vino. Pero di a cada uno de ellos una copa de oro batido —la mitad de los sueldos que me habían pagado, devuelta a modo de regalo de huésped—, y desde entonces fueron amigos míos para siempre.

Por la mañana, tenía la cabeza pesada, pero fui a visitar al herrero. Quería comprarme todo el cobre, como esperaba que hiciera. Yo le hice un buen precio y nos despedimos con un montón de abrazos.

—Si en algún momento quieres dejar la piratería —dijo—, puedo hacer de ti un herrero decente.

Le dije adiós con la mano y bajé al pueblo de pescadores y encontré a Troas. Estaba sentado al lado de su barco lesbio, remendando una red.

—Oí que habías vuelto —dijo. No levantó la vista—. Ella está casada y bien casada y es tu hijo el primero que parió. Así que no vayas a crear problemas —añadió. Después, me miró—. Le puso Hiponacte —dijo—. Y todos te agradecemos el barco.

Había vendido dos de los huevos y todo el cobre. Le puse una bolsa sobre el casco volcado del barco.

—Para el chico, cuando sea un hombre —dije. Había planeado un largo discurso… o quizá solo un golpe. No había olvidado cómo me dejó un barco cargado de imbéciles.

Pero, allí en la playa, al lado de su barco volcado, tenía que agradecer a los dioses que su carga de imbéciles me hubiese convertido en el trierarca que era. Sus manos y los dioses habían contribuido a hacerlo. Aun así, lo miré enfurecido.

—Casi me mataste con tu selección de hombres —le dije.

—No tenía ninguna razón para mandar a mis vecinos y amigos contigo, chaval —dijo él, con bastante aplomo.

—Los llevé a casa… aun a los imbéciles —le dije.

—Sí, eres un hombre mejor que algunos —dijo Troas. Asintió, y esa fue su disculpa.

—Me gustaría ver a mi chico —dije.

—No —respondió Troas—. La tonta de mi hija se quedó fascinada contigo, mi joven Aquiles. Ahora, está a punto de superarlo y disponiéndose a ser una próspera pescadora. Casi ama a su marido, que es un buen hombre y no un puto matador —dijo, y me sostuvo la mirada, con tanta fuerza como Eualcidas, Nearco o Milcíades. Después asintió—. Sigue tu camino, héroe —dijo—. Sin resentimiento. Vuelve al cabo de cinco años, si estás vivo, y procuraré que tú y tu hijo seáis amigos.

Sentí una oleada de… ¿tristeza?, ¿rabia? Y un nudo en la garganta tan grande como uno de los huevos de avestruz.

—¿Puedo darte un consejo, chaval? —preguntó Troas.

Me desplomé contra el casco del barco.

—Te escucho —dije.

El asintió.

—Tú crees que eres feliz como héroe, pero no es así. Tú eres agricultor. No es demasiado tarde para que vuelvas al campo. Te vi cómo hacías de adulto con mi hija y no imaginaba que volvieras. Pero el hecho de que hayas vuelto cuenta una historia muy diferente —dijo, y volvió a su red—. Eso es todo lo que puedo decirte, hijo.

Es extraño lo rápido que pasas de ser el matador de hombres al niño huérfano.

—No tengo casa —dije. Todavía recuerdo el sabor de aquellas palabras, que se deslizaron por debajo de la valla de mis dientes, contra mi voluntad.

Entonces, Troas me miró. Me miró realmente.

—Me importa un carajo —dijo, pero su tono era bonachón—. Vete y hazte una —añadió. Y se levantó y me abrazó… Troas, dándome un abrazo de consuelo.

Así es la juventud, cariño. En un momento, eres Aquiles surgido de entre los muertos; en el siguiente, un viejo remendón de redes te compadece. Y cada momento es tan real como el otro.

Me levanté. Estaba llorando y no sabía por qué.

—Todavía hay algo humano en ti, ¿eh, muchacho? —dijo—. Dame otro abrazo, entonces, y se lo pasaré a tu hijo dentro de unos pocos años —añadió, y me retuvo a su lado—. Si no dejas pronto esta vida, solo serás un matador de hombres —dijo.

Me dio un fuerte abrazo y después volví a la playa, a mi barco. Nearco estaba esperando, con Lejtes. Lejtes estaba con un petate a la espalda y toda su armadura bien pulida. Su esposa sostenía su mano y lloraba. Yo la besé y le prometí traérselo a casa, y después abracé a Nearco.

—Tengo tres barcos y todos los hombres necesarios para tripularlos —dijo Nearco—. Cuando… cuando quieras, llámame. Iremos.

Zarpé con un nudo en la garganta.

Parte V
 

Un intercambio igual por fuego

Todas las cosas se cambian en un intercambio

igual por fuego y el fuego se cambia [en un

intercambio igual] por todas las cosas, igual que

las mercancías se cambian por oro y el oro por mercancías.

HERÁCLITO
, fragmento 90

Hay que saber que la guerra es común,

que la justicia es discordia y que todo acontece

por discordia y necesidad.

HERÁCLITO
, fragmento 80

20

N
o vimos ningun otro barco hasta que estuvimos al norte de Mileto: entre los rebeldes y Milcíades habían dejado limpios los océanos, Al norte de Samos capturamos un mercante que salía de Efeso. Reconocí el barco en cuanto lo vi en el horizonte. Había sido el orgullo de Hiponacte, un mercante largo, grande, con suficientes remeros para ser un barco de guerra. Recordé lo que había dicho Briseida, que Diomedes se había apoderado de todas sus riquezas, y lo capturamos con bastante facilidad. Empleaban a remeros esclavos, y los esclavos nunca salvan la carga que llevas.

Con mi lanza en su garganta, el capitán admitió que prestaba servicio a Diomedes de Efeso.

Capturé el barco, así como su carga y a todos los esclavos que iban a los remos. Sin embargo, dejé a la tripulación de puente en la orilla, al este de Samos.

—Dile a Diomedes que Arímnestos ha capturado su barco —le dije—. Dile que lo estoy esperando —añadí, y me eché a reír pensando en cómo reaccionaría el pequeño mierda.

Y después llevé mi nuevo barco al Quersoneso. De camino, me quedé en mi proa y reflexioné sobre lo que me había dicho Troas y en cómo me había echado a llorar. ¿Cómo podría llegar a dejar esto para dedicarme a retirar con una pala la mierda de los cerdos? Yo era un señor de las olas, un matador de hombres. Me eché a reír y las gaviotas chillaron.

Pero, sobre la costa europea del Quersoneso, graznó un cuervo, y su estridente sonido retumbó una y otra vez.

Milcíades bajó a los muelles a recibirnos y yo le dejé a sus pies su parte de lo capturado, cada óbolo, y él movió la cabeza.

—Ven conmigo —dijo.

Caminamos por la playa, y recuerdo el olor de los restos de las algas y de los peces muertos pudriéndose al cálido sol del verano.

Me pasó un brazo por el hombro.

—Pensé que habías desertado —dijo—. Te pido disculpas. Los hombres te dirán que he dicho algunas cosas sobre ti. Pero vienes con varias semanas de retraso.

—Tenía mucho cobre en mis bodegas —dije. Y era cierto—. Fui a un puerto que conozco en Creta a venderlo.

El no me escuchó.

—Bien, bien —dijo—. Tengo una nota para ti. De Cloro —añadió, y me entregó un pequeño tubo de plata.

Lo abrí. Contenía un trozo de papiro, y en él había escrito un verso de Safo.

Sonreí.

—Tengo gran cantidad de reclutas que llegarán pronto —dijo—. ¿Piensas dotar ese barco efesio por tu cuenta?

—Estaba planeando devolvérselo a su verdadero propietario —dije—. Un antiguo amigo mío. Pero te pagaré tu mitad.

Milcíades sacudió la cabeza.

—Le dije una vez a tu padre que te parecías más a un aristócrata que la mayoría de los hombres que conozco —dijo—. ¿Quieres tanto a ese hombre para darle un
barco
?

Tuve una idea… una idea loca. La pensé desde que tuve al capitán de Diomedes bajo la punta de mi espada. O quizá desde que Troas me dijo que debía volver al arado y buscarme una casa.

No obstante, necesitaría la benevolencia de Milcíades. Por eso, me encogí de hombros y le dije la verdad, que siempre desarma a los hombres manipuladores. Y a las mujeres manipuladoras.

—Amo a la esposa de Aristágoras —le dije.

Ahora le tocó a Milcíades encogerse de hombros.

—Lo sé —dijo—. La he visto. Aun embarazada. Y los hombres me dicen cosas. Sobre ti también.

—Es su barco —dije.

Milcíades asintió. Se dio la vuelta para mirarme frente a frente y era un hombre diferente. Estaba tratando conmigo de otra manera, nueva, como un señor de la guerra frente a otro, quizá. O como un adúltero frente a otro.

—Si le envías ese barco —dijo—, su marido lo cogerá… y lo perderá.

—Pensé que podría matar a su marido —dije yo. «¿Y volver a mis tierras de Beocia?», me pregunté.

—Su gente te perseguiría hasta Thule. Hasta Hiperbórea —dijo Milcíades, y negó con la cabeza—. Yo también odio al hijo de puta, pero, si vas, mi mano no puede estar metida en ello, y eso vale doblemente para mis capitanes. Temía que tuvieras en mente alguna tontería así.

Yo me di la vuelta para marcharme.

—Espera que llegue el momento —dijo Milcíades—. Eres joven, y ella es joven, Supongo que ella también te ama. Si no fuese así, Aristágoras no te odiaría como lo hace.

—¿Sí? —pregunté—. Es un
pichacorta
.

Milcíades se echó a reír.

—Es cierto… sus partes deben de ser pequeñitas. Pero trató de que te asesinaran en Lesbos —dijo el ateniense—. Recordarás que lo vi —añadió, y sonrió—. He sido un buen amigo para ti.

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