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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (61 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Pasé las semanas siguientes dejando las cosas dispuestas durante mi ausencia. No se lo dije a Milcíades, pero no estaba seguro de
regresar
.

Le di a Heracleides un mando y a Estéfano el otro.

Heracleides y sus hermanos eran entonces hombres de confianza, y no mostraban indicios de querer regresar a Eolia. Tanto Néstor como Orestes eran prometedores pilotos, y tenían la cuna y el entrenamiento militar suficiente para ostentar el cargo.

Estéfano no. No era un aristócrata y no tenía todas las destrezas de mando que yo había adquirido, ni la enorme, heroica y en gran medida no ganada reputación que yo había conseguido, que aumentaba cada día y excedía en mucho la realidad de mis logros, aunque yo estuviera encantado con ella.

La reputación sola es suficiente para arrastrar a la mayoría de los hombres, pero Estéfano era un buen marino y un oficial cuidadoso y considerado. Había dirigido a los infantes de marina durante un año y ellos lo adoraban. Pensé que estaba preparado.

Idomeneo me informó de que venía conmigo. Y lo mismo Hermógenes.

—¿Crees que he venido hasta aquí únicamente para hacerme con una olla de plata persa? —me dijo Hermógenes—.
Pater
me envió a buscarte para que pudieses restaurar el orden. Simonalkes es un mal agricultor y un estúpido. Pero, cuando esté muerto, llevará su tiempo reconstruir todo.

Me parecía un tanto cómico que Hermógenes hubiese empleado tres años en buscarme para que pudiese poner orden en las tierras.

Paramanos se ofreció a llevarme a casa, directamente a Corinto, si quería, pero yo tenía otros planes. Planes que había estado ideando durante mucho tiempo.

Milcíades me apoyó cuando trasladé a los capitanes. Así, Paramanos pasó del
Briseida
al recién reconstruido
Ascua
, el buque que habíamos capturado, humeando todavía a causa de nuestro intento de incendiarlo durante el ataque contra los barcos. El barco más pequeño que habíamos capturado era el
Ala de Cuervo
, que lo tenía Estéfano, y Heracleides tomó el mando del
Briseida
. Yo había estibado el
Briseida
para un largo viaje, y le di como oficiales a sus dos hermanos: Néstor como maestro de remeros y Orestes como capitán de infantería de marina. Gasté dinero como agua…, y tenía mucho, Y los remeros de ese barco todavía me debían tres meses de servicio antes de que hubiera que pagarles un sueldo.

Pretendía navegar con ese barco hasta la ciudad de Aristágoras, Mircino, en Tracia, y llevarme a Briseida o darle el barco y marchar a caballo, por tierra. Era un plan estúpido, el plan de un crío, pero, sin él, las semanas siguientes hubiesen sido peores. Es un ejemplo claro del destino, y de cómo operan los dioses. Si hubiese fiado todo a la suerte, habría muerto, y otros muchos conmigo. Pero lo planeé cuidadosamente. Todos mis planes fallaron, por supuesto, pero entre los fragmentos de mis planes destrozados está la preparación de la fuga.

Llegaron y se fueron las primeras lluvias del otoño y mis intenciones estaban fijadas. Envié un mensaje a Briseida a través del rey tracio, pidiéndole que estuviese preparada. Milcíades me advirtió de nuevo —directamente— de que no matase a Aristágoras. No recuerdo lo que le dije. Quizá le mintiera descaradamente. Yo pensaba a una velocidad tremenda. Lo mismo Milcíades. Aquel otoño, la arrogancia aumentaba densa y rápidamente.

Los cereales estaban agavillados en los campos a lo largo del Bosforo. Los campesinos celebraban sus fiestas de la cosecha y el sol brillaba en un otoño que más parecía verano cuando Himeas descendió sobre Tróade con treinta buques y mil infantes de marina. Lo primero que supimos de su llegada fue que nuestra ciudad más meridional había sido incendiada y todos sus habitantes, vendidos como esclavos, y los refugiados invadían la única mala carretera con historias de guerra y de matanzas.

El día siguiente oímos que el mismo Himeas estaba en Caria con veinte mil hombres y los carios eran incapaces de resistir. Igualmente, el ala norte de la revuelta estaba cayendo.

Los carios no sucumbieron sin presentar batalla, pero estábamos demasiado ocupados para ayudarlos. Milcíades ordenó que todos los barcos tuviesen sus tripulaciones preparadas, Trabajamos día y noche para poner a punto los dos trirremes capturados en la noche del ataque, y con ellos teníamos diez naves. El primer día del nuevo mes, Milcíades nos mandó hacernos a la mar, por el Bosforo, pasando frente a las ruinas aún humeantes de nuestra ciudad. No tenía elección; si no luchábamos, Himeas cerraría el Bosforo como un tapón en una botella y nos tomaría, una por una, todas las ciudades. Y nadie vendría en nuestra ayuda. Ese es el precio de ser pirata.

Navegamos por el Bosforo hacia el sur a primera hora de la mañana, y los fenicios dejaron sus barcos en el agua. Entonces hicieron lo más raro de todo. Formaron un círculo defensivo. Nos superaban en número, pero ellos juntaron todas sus popas, recogieron sus remos como un ave marina que plegara sus alas y nos esperaron.

Yo nunca había visto nada parecido, pero Milcíades sí. Escupió en la mar y saltó de su barco a mi
Cortatormentas
.

—¡Hijos de puta! —dijo—. Lo único que tienen que hacer es
no perder
.

Sacudió la cabeza.

Yo asentí.

—Da la orden, señor… da la orden e iré a por ellos.

Milcíades me dio una palmada en el hombro cubierto por la armadura.

—Te voy a echar de menos cuando me dejes, Arímnestos. Pero no sirve de nada.

Volvió a su propio barco y pasamos un día inútil dando vueltas a su alrededor. Dos veces trató Paramanos de atraer a uno al combate pasando tan cerca de él que las puntas de sus remos casi cepillaron sus espolones, pero no entraron al trapo.

Acampamos muy cerca de ellos, a cuatro estadios costa arriba, y la mañana siguiente fuimos a por ellos al amanecer en barco, pero estaban despiertos y preparados. Les tiramos jabaliñas y ellos dispararon con arcos, y yo desembarqué en medio de las olas y limpié un espacio en la playa, matando a dos hombres en las olas, pero Milcíades me ordenó regresar a mi barco. Cogí a un par de prisioneros —fenicios, por supuesto— y se los pasé a Paramanos.

Sigo pensando que Milcíades estaba equivocado. Teníamos la ventaja moral: aquellos sirios nos tenían miedo. Si hubiésemos desembarcado…

Pero él era el jefe y lo veía de forma diferente.

Aquella noche, Paramanos nos reunió.

—Faltan barcos —dijo—. Los dos chicos que capturó Arímnestos dicen que ocho buques fueron al norte la semana pasada.

Milcíades no acababa de creérselo.

—¿Ocho barcos
más
? —preguntó.

—¿Adonde iban? —pregunté yo.

Paramanos me miró.

—Mircino, en Tracia —dijo—. Iban a recoger a Aristágoras.

Yo salí, llamando a mis oficiales.

Milcíades salió detrás de mí.

—Tú no vas —dijo.

Lo ignoré.

—Esta es mi flota —dijo él.

—Yo tengo dos barcos —dije—, quizá tres. No te debo nada,
señor
. Voy a zarpar de todos modos. Y voy a Mircino.

Pareció crecer y, a la luz de la antorcha, su pelo cobraba fuego. Era como un titán que viniera a la vida, más grande que un simple hombre.

—Aquí, yo doy las órdenes —dijo.

—No a mí —dije yo—. Tengo tu
palabra
.

Eso lo desconcertó y cambió de táctica.

—¡No puedes hacer nada, chaval! —dijo y, de repente, su voz adoptó un tono de súplica. Era un buen retórico—. La ciudad ya estará en llamas.

—Tú no lo sabes. En esta semana, ha llovido dos días. Si la tormenta lo ha cogido en la costa, habrán perdido unos días.

—¡Déjalo! —dijo.

Yo me alejé. Mis hombres —los hombres en los que confiaba: Lejtes, Idomeneo y Estéfano, Heracleides, Néstor y Orestes, y Hermógenes— reunieron a los remeros y empezaron a cargar el
Cortatormentas
, el
Briseida
y el
Ala de Cuervo
.

Pero Heracleides, siempre la voz de la razón, se me acercó saliendo de la oscuridad y no me dejó actuar encolerizado.

—Milcíades ha sido un buen jefe para ti, y tú le debes algo mejor que esto —dijo. Y tenía razón, aunque, en aquel momento, le diese un berrido.

Herc me dio una copa de vino, pasándome un brazo por los hombros. Mis hombres estaban alrededor, esperando una orden mía, y había algunos empujones entre ellos y los hombres de Milcíades.

—Esto no acabará bien —insistió Herc—. Escúchame, muchacho. Te conocí cuando eras un hombre recién liberado. Un
pais
. Ahora eres un gran hombre, un capitán, jefe de quinientos remeros e infantes de marina. Todos los comerciantes del Egeo se mean cuando se dice tu nombre en voz alta… pero no eres nada sin una base y un señor. Y si nos peleamos con Milcíades, ¿quién luchará contra los medos?

—Yo no soy ninguna nadería —dije. Pero sabía que tenía razón. Yo no podía mantener unida a una tripulación por mí mismo.,. a menos que quisiera dedicarme a la pura piratería, al asesinato sangriento para obtener un beneficio. Y eso no. Aun entonces, Heráclito ejercía una gran fuerza sobre mí. En realidad, lo que menos me gustaba de Milcíades era su incesante búsqueda del beneficio.

Recuerdo que me senté allí, en una roca mojada justo encima de la línea de la marea, con los pies en las algas, cuando oí un cuervo; no era una gaviota, sino un cuervo, graznando en la oscuridad, como si hablara la voz del señor Apolo. Levanté la mano para pedirle silencio a Herc y escuché, y entonces me levanté y caminé por la playa adonde estaban discutiendo Paramanos y Milcíades. Herc me siguió pisándome los talones, claramente asustado de que fuese a abrir la brecha, pero no iba a hacerlo. El dios me había dado la respuesta e irrumpí entre Paramanos y Milcíades y grité para que escuchasen. Sus rostros estaban iluminados desde atrás por las grandes hogueras que habíamos encendido en los puestos de guardia; no queríamos que nos sorprendieran los sirios.

—Deberíamos ir todos —dije.

Ellos se callaron.

Casi recuerdo lo que dije. Sentía como sí el señor Apolo estuviese a mi lado, susurrándome palabras inteligentes, buenos argumentos, a la oreja. O quizá Heráclito, su servidor.

—Escucha, señor. Tú crees que me ciega el amor… quizá sí. Pero si el medo es lo bastante estúpido para enviar ocho barcos fuera de aquí, podemos cogerlos y destruirlos. Y después, la balanza se inclinará a nuestro favor. Podría hacerlos dudar. Aumentará nuestra fuerza sobre los fenicios —dije, e hice una pausa—. Si
capturamos
esos barcos…

«Melifluas palabras», las llama Homero. No habían acabado de salir de mi boca y Paramanos estaba mostrándose de acuerdo. A veces, hay una respuesta correcta, una respuesta que conviene a todo el mundo. Nos llevó menos tiempo del que lleva calentar una taza de vino convencer a nuestro señor de que teníamos una estrategia ganadora, y entonces él sonrió, bebió vino y estrechó mi mano, y de nuevo éramos amigos, en vez de piratas rivales.

Zarpamos en completa oscuridad. Esa fue la campaña en la que descubrí el valor de tener muy bien entrenados a
todos
mis hombres, el valor de hacer que mis remeros se sintiesen tan de élite como se sentían los hoplitas. Dejamos aquella playa como campeones. Dejamos nuestras hogueras ardiendo para engañar al enemigo y navegamos a remo a toda velocidad hacia el norte, y todos los hombres se sentían como si los arrastraran las alas de Niké.

Llegamos a Mircino cuando se ponía el sol al tercer día. La ciudad baja estaba ardiendo y los buques sirios estaban fuera del agua, sobre la playa rocosa, al sur de la ciudad.

Milcíades me convocó a bordo de su barco y yo salté de la borda de mi piloto a la del de Paramanos y de ahí al
Ayax
, el trirreme ateniense de casco negro que era el orgullo de Milcíades. Cimón y Herc ya estaban allí. No frenamos nuestra marcha, navegábamos a vela, con viento en popa, y nuestras velas debían de parecer como flores de fuego a la rojiza luz.

La cara de Milcíades estaba iluminada como desde dentro. Era treinta centímetros más alto que un hombre mortal y su pelo resplandecía en la puesta de sol como si fuese un inmortal, y sus palabras fluían densas y rápidas.

—Varad vuestros barcos donde encontréis sitio —dijo—. Desembarcad, tomad sus barcos y dejad limpia la playa. Paramanos, tú y Arímnestos desembarcad vuestras dotaciones de infantería de marina al completo, todos los hombres a la playa. Formad en orden muy cerrado e interponeos entre nosotros y la ciudad —añadió, y sonrió—. Cuando tengamos sus barcos, esta campaña habrá terminado. Su comandante es un imbécil.

—O es una trampa —dijo su hijo más joven. El se encogió de hombros.

Cimón, el hijo mayor, negó con la cabeza.

—No seas burro, hermanito. ¡No hay trampa porque no sabían ni siquiera que podíamos
estar
aquí!

Milcíades asintió, aprobando la reflexión de su hijo mayor.

—Aunque sea una trampa —dijo—, no pueden hacernos mucho si mantenemos nuestros barcos preparados y solo desembarcan nuestros infantes de marina. Vosotros dos podéis cubrirnos en la playa; si tenemos que correr, vuestras dotaciones son rápidas —añadió y se echó a reír—. ¡Oh, puedo sentir la fuerza de los dioses, compañeros! ¡Estamos a punto de quemar las barbas del Gran Rey!

Estábamos a cinco estadios de la playa cuando salté de regreso al barco de Paramanos. Los medos y los sirios pudieron vernos llegar y los hombres bajaban corriendo desde la ciudad incendiada para formar en la playa. La mayoría eran griegos; me di cuenta por sus armas. En el centro había un núcleo de persas, pero su línea no era suficientemente larga para cubrir toda la longitud de la playa, ni siquiera de dos en fondo.

Pero había otros hombres: tracios. Algunos de ellos bajaban de la ciudad en grupos, como la miel espesa cae desde el panal. Otros se quedaban atrás.

El comandante enemigo había contratado a tracios. Probablemente no hubiese sido difícil porque, por lo que habíamos oído, la gente de la localidad detestaba a Aristágoras tanto como nosotros. No tuve que enfrentarme a ellos, pero oí que eran titanes, hombres grandes y duros, sin miedo a la muerte. Siempre dudé de esas historias, pero los hombres que pude ver a la luz rojiza del sol poniente tenían tatuajes como negras cuchilladas en sus rostros y alrededor de los brazos, y llevaban espadas pesadas y largas lanzas.

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