Santa María de las flores negras (14 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

BOOK: Santa María de las flores negras
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—¡Chúpate ésa! —exclama el barretero al terminar de leer.

Otra noticia, en forma de pequeño comunicado, confirma lo que ellos ya sabían desde la mañana: que los industriales salitreros habían acordado cambiar a la par todas las fichas que los trabajadores tuvieran en su poder. A tal efecto, habían puesto a disposición de la Intendencia la suma de diez mil pesos para efectuar el cambio. «Esta medida», dice el diario, «ha venido a salvar en parte la difícil situación de muchos de los huelguistas que no hallaban qué hacer con tales fichas».

—Menos mal que a estos tiñosos se les ablandó algo el corazón —dice el carretero José Pintor.

En un tonito fatídico, Olegario Santana sentencia que eso de que los gringos hayan accedido a cambiar las fichas, y todavía a la par, sin aplicar la abusiva tasa de descuento del treinta por ciento como lo hacían generalmente en la pampa, no le huele nadita de bien.

—Ya, pues, jote de mala sombra —le dice semiserio Domingo Domínguez—, déjate de agorerías.

11

A las ocho de la noche de ese martes 17, de diciembre cuando recién se han encendido los faroles de gas en los patios de la escuela, y gran parte de los huelguistas con familia se han recogido a sus respectivas salas —no a dormir de inmediato sino a contarse historias de bandidos rurales y casos de animitas pampinas—, a pedido de Liria María y Juan de Dios, el grupo de amigos se va a pasear un rato por el circo.

Además de los obreros alojados en sus recintos, a esas horas la carpa se halla atestada de gente iquiqueña que viene con sus niños a conocer a los monitos sabios, a los perros boxeadores, al par de caballos árabes y a la impávida llama del altiplano andino. De paso aprovechan de mirar los ensayos de los malabaristas, contorsionistas, tragasables y saltimbanquis que cada día, al caer la tarde, unos en la pista de aserrín y otros al aire libre, hacen las delicias de la gente ensayando sus números de destreza y exhibición para mantener sus habilidades en forma. Esto mientras se resuelve el conflicto de los huelguistas y se restablece la normalidad de las funciones.

Al fondo de la carpa iluminada con lámparas de carburo, junto a la gran boca de payaso que hace de entrada a la pista, los amigos encuentran a la bailarina carita de muñeca —siempre con el monito Bilibaldo sobre sus hombros— y al malabarista de sonrisa y gestos aceitosos. En esos momentos ambos se hallan alimentando a los monitos sabios, mientras un gran número de gente de la pampa, con infantil curiosidad, y hablando todos a la vez, los asedian inquiriendo detalles sobre una y otra cosa, todas referidas al oficio circense y a la vida en la carpa. Mientras los jóvenes tratan de responder amablemente a cada pregunta, los monitos atados a una larga cadenilla de metal, vestidos con llamativas ropas llenas de remiendos y parches de colores, hacen toda clase de cabriolas en señal de agradecimiento cada vez que reciben algo de comer.

Momentos más tarde, cuando los artistas están atendiendo a los perritos boxeadores, que al caminar y sentarse en dos patas llenan la cara de risa de Juan de Dios y de Liria María, el barretero Domingo Domínguez, haciéndose el gracioso, le pregunta a la bailarina si acaso el circo no se interesaría en tener entre sus actos artísticos a dos jotes amaestrados, dos ejemplares traídos directamente desde las comarcas calcinadas de la pampa salitrera. «Ya me imagino al propio don Juan Sobarán anunciándolos como número principal», dice muerto de la risa. Y poniéndose las manos a modo de bocina, y dirigiéndose a las galerías, pregona con voz circense:

—¡Respetable público: ahora presentamos un número nunca antes visto en ningún circo del mundo. Directamente desde la oficina salitrera San Lorenzo, tomados de las calaminas del mismísimo techo de su casa habitación, aquí están, para todos ustedes, los espectaculares, los maravillosos, los divinos jotes amaestrados de Olegario Santana!

Mientras los demás estallan en una gran risotada, Gregoria Becerra se queda mirando con un dejo de ternura a Olegario Santana. El calichero, más turbado por esa mirada que por la chanza de su amigo, le reprocha en voz baja:

—Podrías cambiar la pega de barretero y quedarte en el circo de payaso.

—A propósito —no deja de reír Domingo Domínguez—, esos pobres jotes tuyos deben estar muriéndose de pensión allá en la pampa.

Liria María, que se ha mantenido todo el tiempo indiferente a los ojos clavados de Idilio Montano y que, junto a su madre, es la única que no ha reído con la chirigota de don Domingo, continúa haciendo preguntas dirigidas especialmente al acróbata de sonrisa empalagosa. Observándola desde el otro lado del corrillo de curiosos, al volantinero le crujen los dientes de ira. Desde la mañana que no ha parado de rondarla como un cachorro desahijado y ya no puede soportar más tanto desaire. Tiene que atreverse a hablarle ahora mismo, se dice, atribulado. Pero en el momento en que por fin se ha decidido a aclarar todo de una vez, un grupo de hombres irrumpe en la carpa anunciando que un convoy de carros planos, atestado de gente de la pampa, viene bajando por los cerros y la orden del día es ir a recibirlo. «¡Tenemos que darles la bienvenida a los compañeros, carajo!», vociferan con los puños en alto los hombres.

De inmediato se produce una estampida y la carpa comienza a desocuparse rápidamente. Y mientras los amigos se ponen de acuerdo para ir a recibir a los del tren, Liria María y Juan de Dios le piden permiso a su madre para quedarse en el circo. Idilio Montano, como un perrito boxeador parado en dos patas, babeante, a punto de dar chillidos, mira lastimosamente a la joven para ver si ella le hace algún gesto o seña indicándole que se quede a acompañarla. Pero la muchacha es de piedra. Y el herramentero, con la cola entre las piernas, no tiene más remedio que salir trotando junto a sus amigos.

A mitad de camino, sin embargo, en medio del tierroso tropel de huelguistas que marchan enarbolando banderas y redoblando tambores, Idilio Montano se las arregla para ir poco a poco quedándose atrás, enredándose entre el gentío, escurriéndose de sus amigos hasta perderlos completamente de vista. Desesperado entonces, casi al borde del llanto, se devuelve corriendo al circo. Necesita imperiosamente hablar con su amada, mirarla, sentir el roce de sus manos pequeñitas, verse revivir de amor en el reflejo de sus ojos verdes. Pero al reaparecer en la carpa, su corazón le da una patada de mula en el pecho. Liria María se halla hablando a solas con el contorsionista de la risa idiota. Sin saber qué hacer, se queda como petrificado.

Un poco más allá, conversándole de la pampa a la bailarina, Juan de Dios no puede más de contento cargando al monito Bilibaldo sobre sus hombros. Al ver al volantinero de nuevo allí, el niño lo llama entusiasmado a que se acerque y vea las maromas que es capaz de hacer Bilibaldo sobre su cabeza. Idilio Montano, con el corazón convertido en un bombo, se acerca saludando tímidamente a la bailarina. La muchacha, que de tan delicada parece en verdad una de esas muñequitas japonesas, mirándolo inquietantemente a los ojos, entabla enseguida una animada charla que él, encorajinado, con la sangre hirviéndole en las venas, sólo atina a responder con movimientos de cabeza y palabras entrecortadas. Por el rabillo del ojo, no deja de mirar hacia donde está Liria María con el contorsionista, quien no escatima esfuerzos para homenajearla con sus reverencias untuosas y su falsa sonrisita de trapecio. «Parece un reptil con hambre, el muy cabrón», se dice furioso Idilio Montano.

Cuando la bailarina, con su dulce vocecita de soprano, lo invita a que la acompañe afuera a ver a los caballitos árabes, Idilio Montano la sigue casi por inercia. Como pisando en la cuerda floja, sin dejar de mirar para atrás, camina oyéndose responder a las preguntas de la bailarina con una voz opaca, glutinosa, como de plomo machacado; una voz que no es la suya. En el último instante, antes de salir de la carpa, al girar la cabeza, sorprende a Liria María mirándolo. En sus ojos le parece percibir un fugaz relumbrón de rabia. «Se ha puesto celosa», alcanza a pensar feliz de la vida Idilio Montano.

Mientras tanto, en medio de la muchedumbre que se dirige gritando y cantando a la estación de trenes, en el momento en que Domingo Domínguez, abrazado a José Pintor, comenta a los gritos lo increíble y lindo a la vez que resulta ver la unión de todas las fuerzas laborales de la pampa, Olegario Santana siente de pronto algo que casi le hace salir el corazón por la boca. Sin decir agua va, Gregoria Becerra lo ha tomado del gancho. Y ese súbito gesto de confianza, que para ella parece ser la cosa más natural del mundo, a él lo hace estremecer de pies a cabeza. Olegario Santana, el más fiero calichero del cantón de San Antonio, siente que la piel se le espeluzna, que el pulso se le acelera y que las manos comienzan a transpirarle como a una conventual damita en estado de excitación. Está tan aturullado de llevar a esa mujer pegada a la pretina, que al andar pierde el paso a cada rato. Menos mal que José Pintor y Domingo Domínguez tranquean delante de ellos y no se han dado cuenta de nada. «Usted, don Olegario, no debe ser muy bueno para bailar», oye que le grita a la oreja, con aire divertido, Gregoria Becerra. Claro, ella se ha dado cuenta de cómo él se enreda y tropieza en sus propios pies. Sintiendo una vergüenza infinita, gira entonces la cabeza para decirle algo y sólo se queda mirándola en silencio. En verdad, esa mujer de expresión transparente, con sólo clavarle sus ojos lo convierte en un pobre chiquillo de bombachas orinadas.

—¡Ese jovencito amigo de ustedes, creerá que no me di cuenta de que se devolvió al circo a ver a Liria María! —le grita ahora Gregoria Becerra, entre el ruido alborozado de la multitud.

Olegario Santana ensaya una sonrisita que le parece lo más idiota del mundo.

—¡Claro, con ese nombrecito no podía salir más enamorado el niño! —redondea el comentario riendo de buena gana la mujer.

Olegario Santana la mira y se dice, conmovido, que esa risa toda llena de dientes blancos, cascabeleando a unos centímetros de su cara, es lo más bello que jamás le ha regalado la vida.

Ya en la estación, cuando en medio de un colosal bochinche la muchedumbre fue iluminada por el farol de la locomotora entrando al andén, todo el mundo comenzó a agitar sus banderas en un apoteósico griterío de bienvenida. En tanto los pasajeros del convoy, que procedían de las oficinas Centro, Sur y Norte Lagunas, y que en total sobrepasaban las mil quinientas personas, contando a obreros, mujeres y niños, se asomaban a las ventanillas tremolando sombreros y pañuelos y gritando que aquí estamos junto a ustedes, hermanitos, y que viva la unión de los trabajadores del salitre y de todos los explotados del mundo, carajo!

Cansados y terrosos, pero con sus ojos brillantes de alegría, entre apretones de manos y abrazos fraternales, los obreros bajaron del tren contando que al no poder conseguir anteayer un convoy para venirse a Iquique, se habían apropiado de una locomotora abandonada en la estación de la oficina Centro —«esta mismita que ahora están viendo aquí, compañeros»—, a la que engancharon todos los carros planos y las rejas de ganado que hallaron disponibles. Los operarios narraron, además, que habían estado a punto de sufrir una desgracia fatal, pues entre los pueblos Alto San Pablo y Alto San Antonio, manos criminales desprendieron la línea férrea en una extensión de casi media cuadra. Felizmente algunas heroicas mujeres del pueblo de Alto San Antonio, viendo el peligro que corría el tren de los huelguistas, salieron al camino y, parándose en medio de la vía, hicieron señas anunciando el peligro y salvando un montón de vidas humanas. «Desde aquí vaya un merecido homenaje a esas esposas, hermanas y madres de mineros salitreros, pues, gracias a su acción valiente y decidida se pudo evitar una catástrofe de proporciones», terminaron diciendo emocionados los hombres.

Luego del recibimiento, los obreros son guiados a la Escuela Santa María a través de la calle Amunátegui, atestada de gente que los vitorean y saludan. Durante el camino, Gregoria Becerra se fija en un matrimonio joven que lleva en brazos a una niña pequeña, de rostro demacrado y expresión alunada. Lo que llama la atención de Gregoria Becerra es su vestimenta. La criatura lleva una preciosa capita de terciopelo de color púrpura, bordada en hilos dorados, y en su cabeza una pequeña corona de cartón. Al llegar a la escuela, que ya no da abasto para albergar al torrente de obreros que no ha cesado de bajar de la pampa, Gregoria Becerra se acerca al matrimonio y los invita a quedarse en la sala en donde ella está alojada. «Ahí, con mis amigos, le haremos un lugarcito», les dice, acariciando a la pequeña que la mira sin sonreír.

El hombre y la mujer, ambos de aspecto humilde, se ven unidos como por un desamparo infinito. Él, de gestos retraídos y vestido con indumentarias de trabajo, dice que se llama Silvestre Arroyo y que trabaja de chanchero en la oficina Centro. Ella, de una flacura extrema y una húmeda mirada de perro triste, se presenta como Teresa de Jesús y cuenta que su hijita, que recién acaba de cumplir tres años, se llama Pastoriza del Carmen, y que está desahuciada por los médicos. Que la corona y la capita que lleva puestas son una imitación de las de la Virgen de la Tirana, a la que han hecho una manda para que la mejore y le salve la vida.

Aprovechando la efervescencia que ha producido la llegada de los nuevos huelguistas, todo el mundo se pone de acuerdo para organizar un mitin en la plaza Prat. Cuando Domingo Domínguez y José Pintor invitan a Olegario Santana a que los acompañe, el calichero, argumentando que se le ha depravado el estómago, les dice que se adelanten, que él los alcanza al tiro. Y se mete en la sala junto a Gregoria Becerra y al matrimonio de la niña vestida de Virgen.

Los nuevos huéspedes son parcos en palabras. De lo poco que se les puede sacar se deduce que si las cosas no se arreglan, ellos no piensan volver a la pampa. Pedirán a las autoridades que los embarquen en algún vapor de vuelta al sur, desde donde los enganchadores pagados por los industriales los trajeron, igual que a todos, con ofertas y promesas que resultaron ser puras tencas muertas. Mirándose mutuamente a los ojos, dicen que prefieren mil veces pasar años de vacas flacas allá en el sur, que morirse en estas peladeras explotados por esos extranjeros chupasangre. Tras una trabada conversación, agujereada de silencios por parte del matrimonio, Olegario Santana y Gregoria Becerra logran enterarse de algunas cosas que han ocurrido en la pampa en los últimos días. Por ejemplo, que los operarios de la oficina Agua Santa al fin han paralizado las faenas plegándose también a la huelga. Que algunos administradores están poniendo problemas en dar el diario acordado de antemano a las familias que se quedaron en las oficinas, que incluso en algunas de ellas han cerrado las pulperías, dejando a la gente sin tener dónde adquirir sus artículos, y que en otras se ha llegado al despropósito criminal de negarles el agua. Y que, por lo mismo, mucha de la gente que ahora está bajando a Iquique lo hace azuzada más por las circunstancias que por el conflicto mismo. Ahora mismito, al venir ellos en el tren, han visto a mucha gente caminando desde distintos puntos del desierto. «La pampa salitrera, con sus máquinas paradas y sus chimeneas sin humo, parece una gran bestia dormida», termina diciendo con voz menguada el hombre.

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