Santa María de las flores negras (11 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

BOOK: Santa María de las flores negras
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—Lo veo muy pensativo, compadre Olegario —dice de pronto Domingo Domínguez, calentándose las manos en el tazón.

Olegario Santana no responde.

El barretero entonces se echa su sombrero hacia atrás, mira con un guiño cómplice a José Pintor y luego le pregunta que si acaso echa de menos a sus jotes.

Olegario Santana termina de tomarse el café de una sola gargantada, se pasa el dorso de la mano por la boca y, mirando hacia la terraza del edificio en donde se ha instalado el comité directivo de la huelga, se limita a decir:

—No he visto a los hermanos Ruiz.

—Para mí que a los hermanos Ruiz —se saca el palito y escupe por el colmillo José Pintor— el conflicto se les escapó de las manos. Les quedó grande.

Cerca de las diez de la mañana, mientras hombres, mujeres y niños nos preocupábamos de asear y ordenar un poco la leonera en que se había convertido la escuela, supimos que en los salones de la Intendencia se había llevado a efecto una junta que tenía que ver con nuestro movimiento. Presididos por el señor Julio Guzmán García, y con el objeto de formar una comisión que se pusiera al habla con los señores industriales y solicitarles que colaboraran en la solución del conflicto, se habían reunido las autoridades administrativas, eclesiásticas y militares de la ciudad, además de algunos vecinos notables y gente ligada a la empresa salitrera. Además se había acordado pedirnos a los huelguistas un memorial definitivo con cada uno de nuestros requerimientos, de tal modo que la parte patronal tuviera en qué basarse para responder.

De esto se enteran los amigos a la hora del mediodía por intermedio de Juan de Dios que, habiéndose ofrecido a la directiva para mandados menores, los ha ido informando de todo lo que oye y ve allá arriba. El niño les cuenta, además, que se había nombrado un Comité permanente, un Comité Central que elegimos de entre las directivas de las distintas oficinas salitreras para que de ahí en adelante se encargara de representarnos en las negociaciones con las autoridades y los señores industriales. De presidente se nombró a José Brigg; de vicepresidente, a Manuel Altamirano; de Tesorero, a José Santos Morales; de secretario, a Nicanor Rodríguez y de prosecretario, a Ladislao Córdova. Tras la elección, el flamante Comité Central se puso a trabajar de inmediato y, a las tres de la tarde en punto, presentó el solicitado memorial. En dicho documento, que una y otra vez, desde nuestra llegada a Iquique, habíamos ido dando a conocer de viva voz a las autoridades pertinentes, las peticiones se resumían en diez puntos claves:

1.— Aceptar por el momento la circulación de las fichas hasta que haya sencillo, cambiándolas todas las oficinas a la par, y si alguna no lo hiciera, multarla en 500 pesos.
2.— Pago de jornales a razón de un cambio fijo de 18 peniques.
3.— Libertad de comercio en las oficinas, en forma amplia y absoluta.
4.— Cierre general con rejas de fierro de todos los cachuchos y chulladores de las oficinas salitreras, pagando éstas una indemnización de 5.000 a 10.000 pesos a los trabajadores que se malogren a consecuencia de no haber cumplido esta obligación.
5.— En cada oficina habrá al lado fuera de la pulpería y tienda, una balanza y una vara para comprobar los pesos y medidas.
6.— Conceder lugar gratuito para que funcionen escuelas nocturnas, siempre que algunos obreros lo soliciten.
7.— Que el Administrador no podrá arrojar a la rampla el caliche decomisado y aprovecharlo después en los cachuchos.
8.— Que el Administrador de la oficina no pueda despedir a los obreros que han tomado parte en el presente movimiento, sin darles un desahucio de dos o tres meses, o en cambio 300 a 500 pesos.
9.— Que en lo futuro se obligan patrones y obreros a dar una aviso de 15 días antes deponer término al trabajo.
10.— Este acuerdo una vez aceptado se reducirá a escritura pública, firmando los patrones y las personas comisionadas por los obreros.

Por la tarde, mientras los huelguistas se aprontan a marchar a la Intendencia a reanudar un mitin que había comenzado antes del almuerzo, Idilio Montano y Liria María se van a pasear a la playa, en compañía de Juan de Dios. El herramentero había hecho un par de volantines con los colores patrios y la estrella solitaria en el centro, y le pidió permiso a la señora Gregoria para que su hija lo acompañara a elevarlos a la orilla del mar. La mujer, sorprendida por la belleza y la perfecta confección de los volantines, accedió con la condición de que los acompañara su hijo Juan de Dios.

—Eso ya lo habíamos pensado, señora —dijo presto Idilio Montano—. Por eso mismo es que hice dos volantines.

Cerca de las cuatro de la tarde, enarbolando carteles y banderas, un gran número de huelguistas nos dirigimos a proseguir el mitin en la plaza Prat. Entre las banderas patrias de las distintas nacionalidades de los operarios involucrados en el movimiento, sobresalían numerosos pendones blancos, símbolos con los que queríamos destacar claramente nuestro ánimo pacifista. En una gran zarabanda de bombos, pitos y tambores, marchábamos entre aplausos y gritos de adhesión de los transeúntes y operarios de los gremios en huelga del puerto, mientras desde los ventanales de las casas de los ricos —verdaderos palacios construidos de finas maderas y en una arquitectura entre inglesa y limeña— ojos atónitos nos observaban a través de los intersticios de los visillos y los cortinajes de color damasco. Ellos esperaban ver cataduras y gestos criminales y oír amenazas de muerte, y sólo divisaban hombres, mujeres y niños gritando algo sobre fichas, cachuchos y balanzas, y riendo y aplaudiendo y haciendo bulla con sus instrumentos como si el conflicto fuera en verdad un motivo de fiesta.

A medio camino entre la escuela Santa María y la plaza Prat, alguien de pronto gritó algo apuntando hacia los cerros. Arriba, bajando lentamente las peligrosas curvas y pendientes, venía llegando un humeante convoy proveniente del interior. Eran más pampinos que venían a unírsenos a la huelga. En una alegre y espontánea batahola, sin ponernos de acuerdo ni nada, cambiamos entonces de viento y nos dirigimos cantando a la estación de ferrocarriles. Teníamos que darles la bienvenida a esos hermanos solidarios que, al enterarse de que nos quedábamos en Iquique luchando por una solución al conflicto, habían abandonado también la pampa para venir a hacer causa común con nosotros. Además de los coches de pasajeros, el tren venía con cuatro carros de ganado enganchados a la cola, llenos también de huelguistas que gritaban sus consignas y hacían señas de saludo a través de las rejas. El enorme gentío que abarrotaba el convoy lo componían los concurrentes al mitin del pueblo de Zapiga, comisiones de obreros enviadas por los huelguistas del cantón de Pozo Almonte y operarios con mujeres y niños provenientes de Lagunas. Luego de algunos discursos pronunciados en los mismos recintos de la estación ferroviaria, entre todos formamos una gruesa columna y, en medio de una gran polvareda, siempre cantando y dando vivas a la huelga, marchamos en dirección a la plaza Prat. Una vez allí, toda esa enorme masa de gente, que sobrepasaba en mucho las siete mil personas, nos situamos alrededor del monumento al héroe naval de Iquique, capitán de fragata, Arturo Prat Chacón, para oír a los oradores que desde los altos del kiosco de la música, bajo el tórrido sol de las cuatro de la tarde, desparramaban encendidas palabras de justicia y redención social para los pisoteados obreros del salitre. Todos los discursos hablaban estrictamente de derechos y deberes laborales. Tanto así que cuando uno de los arengadores quiso sacar a relucir algunas martingalas políticas en su alocución, de inmediato fue repudiado por una elocuente rechifla general. Copando completamente el rectángulo de la plaza, tomados todos de la mano bajo el sol, la multitud de pampinos cantamos y saltamos y gritamos como nunca en la vida lo habíamos hecho.

En medio del hervidero de gente bañada en transpiración, José Pintor dice entusiasmado que esa es la mejor fiesta que ha visto en mucho tiempo.

—¡Esto es mejor que cualquier cuadro artístico de cualquier Filarmónica de la pampa! —exclama tragando saliva Domingo Domínguez.

—¡De lo que se trata es hacer de esta huelga una verdadera celebración de unidad pampina! —dice Gregoria Becerra conmovida, mientras se abanica con su pañuelito minúsculo y, contagiada de la efervescencia general, ríe y canta plena de regocijo.

Olegario Santana, mirándola de reojo, dice, con su parquedad casi brutal, que lo que no hay que hacer ahora es ilusionarse demasiado con el resultado del conflicto; que los gringos son unos cicateros del diantre y no van a dar su brazo a torcer así como así.

—¡Lo que sí hay que hacer, compadrito —dice casi gritando de contento Domingo Domínguez—, es comprar algunas camisas nuevas y un rosario para el compadre José Pintor, porque así como van las cosas esto tiene para unos cuantos días más!

—¡Lo que hay que hacer, y al tiro —contraataca serio el carretero, aprovechando que Gregoria Becerra se ha apartado un poco en el tumulto—, es aprovisionarse de un par de botellas de aguardiente ahora mismo. Ningún minero con las alforjas bien puestas aguanta una semana sin remojar las cañerías, pues hombre, salvo, claro, que tenga complejos de cura o se trate derechamente de un maricón de esos de carro alegórico!

9

Elevando sus volantines a orillas del mar, Idilio Montano y Liria María, seguidos al talón por Juan de Dios, pasan una de las tardes más felices de sus vidas. A lo largo de la playa hay desparramado un gran número de huelguistas pampinos; hombres, mujeres y niños de distintas oficinas y cantones que, con expresión extasiada, recorríamos la orilla del mar como si de verdad estuviéramos paseando a la orilla de otro mundo. Y es que nuestros ojos, maravillados de azul, no eran capaces de abarcar tanto mar y cielo reunidos. Algunos que decían haberse criado en Valparaíso, y que se ufanaban de ser duchos en la materia, se metían en calzoncillos a mariscar entre los roqueríos, o se quedaban horas tirando lienza, esperando con paciencia infinita coger algún pez orillero, comestible o no, para freírlo y manducárselo ahí mismo sentados en la arena. Otros, metidos hasta las rodillas en las pozas de agua, lavaban afanosamente sus ropas para luego ponerlas a estilar extendidas sobre las rocas más secas, cubiertas de huano de gaviotas. En tanto los que se habían venido de la pampa sin más ropa que la que llevaban puesta, se bañaban con ella para aprovechar de lavarla. Y como casi ninguno sabía nadar, todo el mundo se revolcaba feliz de la vida entre las últimas olas de la orilla, gozando como niños en un porquerizo.

Los calicheros más viejos, esos hombrones hazañosos que se habían quedado en el desierto después de la guerra, y que acudían a la playa llevados nada más que por el urgente deseo de evacuar el vientre al aire libre, tal y como lo hacían en la vastedad de la pampa —pues las letrinas de la escuela no daban abasto para tanto cristiano—, después de hacer
descuerpo
se tiraban en la arena a contemplar con gran recogimiento esa infinita pampa que conformaban las aguas encrespadas del mar. Ahí, sin siquiera quitarse los calamorros, salpicados por el rocío, muchos de estos patizorros de rostro duro, descubrían que en verdad el gran océano se les parecía mucho más de la cuenta: ellos también vivían rumiando sus recuerdos eternamente y, a veces, tendidos de espaldas lo mismo que el mar, azules de tristeza, salpicaban las arenas del desierto con el ácido quemante de sus lágrimas brotadas de pronto y sin saber bien a cuento de qué.

Idilio Montano y Liria María, corriendo a pie desnudo por las arenas, alegres y alborozados como un par de niños traviesos, responden a gritos a los pampinos provenientes de la oficina Santa Ana, o de la San Lorenzo, que los saludan mano en alto y los llaman por sus nombres. Y empujándose uno al otro, cayéndose, levantándose, tocándose, siguen corriendo y elevando sus volantines al viento, mientras Juan de Dios, muerto de risa, les lanza puñados de mar como si fuera confeti.

Al atardecer, dichosos y hambrientos como cachorros de león, con las ropas mojadas y el corazón estilando de júbilo, parten de regreso al local de la escuela. Allí, en el primer patio, entre la trifulca de gente comiendo, fumando y comentando el mitin de la plaza Prat, con la preocupación enfermiza de las madres solas, Gregoria Becerra los aguarda con sendas jarradas de té y unas presas de pescado frito que ha logrado salvar de la rebatiña de los huelguistas más tragaldabas (los patizorros y los derripiadores son los que se llevan las palmas en cuanto a tragonería). Juan de Dios se presenta ante su madre con los pantalones arremangados, los zapatos en la mano y la camisa al viento como un ala rota. Le lleva una estrella de mar como regalo. Liria María, con su piel blanca completamente enrojecida por el sol y la sal marina, viene rozagante de una alegría nueva y ha traído algunos caracoles para jugar a la payaya con ella en las noches, antes de dormir. Idilio Montano, por su parte, despeinado y con el torso desnudo, trae cruzada a la espalda —a la manera de los pieles rojas de las postales norteamericanas— las cañas de los volantines que al final de la tarde habían terminado por despedazárseles con el fuerte viento costero. Mientras Gregoria Becerra los mira comer con apetito voraz, vislumbra claramente —en los ojos bailones de su hija y en el modo de arrastrar el ala del joven Idilio—, que ya le va a ser imposible separar los corazones flechados de esos dos pichones nuevos. A simple vista se ve que no pueden más de felicidad. «Estos se han enamorado hasta la tontera», suspira al borde de las lágrimas.

Más tarde, a la caída del sol, la escuela era un hormiguero de gente conversando en vocingleros corrillos antes de recogerse a dormir. Vestido y afirulado lo mejor que podía cada uno dentro de lo precario de la situación —a falta de agua potable muchos se bañaban en agua de olor y se afeitaban en seco, mojando la navaja con pura saliva—, los huelguistas nos reuníamos en las afueras del edificio, junto al portón de entrada, o en el perímetro de la plaza Montt, frente a la carpa del circo Sobarán, siempre lleno de gente curiosa. Y mientras unos fumaban solitarios y ensimismados, y otros discutían febrilmente de trabajo o de política, y los más ilustrados leían los diarios en voz alta para sus compañeros analfabetos, una legión de vendedores ambulantes, voceando a todo pulmón entre la muchedumbre, se hacían el oro y el moro vendiendo bebidas de colores, frituras, confituras y toda clase de embelecos para comer y calmar la sed. En tanto en el patio de la escuela, embellecidas por las últimas luces del crepúsculo, se veía a las madres más jóvenes jugando a hacer rondas con sus
hijas mujeres
, mientras en la glorieta los operarios bolivianos y peruanos, con sus duros rostros de piedra, comenzaban a agruparse y a afinar parsimoniosamente sus instrumentos andinos.

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