Santa María de las flores negras (6 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

BOOK: Santa María de las flores negras
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Hijo de padre boliviano y madre chilena, ella lo abandonó cuando él tenía apenas cuatro años de edad. Y dos años más tarde su padre desapareció en la cordillera junto a unos arrieros que pasaban un cargamento de hojas de coca desde Bolivia, producto que entregaban en las pulperías y que éstas comerciaban entre sus operarios. De modo que Idilio Montano, que ha trabajado desde que tiene uso de razón, que nunca asistió a una escuela, y que aprendió a leer y a escribir por su propia cuenta y riesgo, había sido criado por su abuela boliviana, muerta hacía sólo un par de años. Una vieja analfabeta con fama de sabia —él siempre anda sacando a colación sus dichos—, que además de partera, yerbatera y curandera, cuando le sobraba tiempo le adivinaba la suerte a sus vecinos por medio de las cartas, los conchos de café y las figuras que adoptaban las volutas de humo en las chimeneas de sus casas. Como anatematizado por uno de los dichos más repetidos por su abuela, a propósito de lo bebedor que había sido su padre —«El tabaco, el vino y la mujer, echan al hombre a perder»—, Idilio Montano no fuma ni bebe, y nunca antes se había enamorado. De modo que su reciente amor por Liria María, nacido de manera fulminante, lo anda trayendo sumido en tal estado de gracia, que la marcha bien puede darle tres veces la vuelta al mundo que él la hará sin agobios y sin beber una sola gota de agua. Sólo le basta la sonrisa lacónica de Liria María para sobrevivir a todo percance, natural, humano o divino.

Cerca de las cinco de la tarde, un grupo de niños descansando sobre un promontorio gritan que viene un tren por el lado de la costa. Humeando y haciendo sonar el silbato, vimos acercarse entonces el jadeante tren que subía de Iquique al pueblo de Zapiga. Como si fueran viendo un espejismo de varios kilómetros de largo, los pasajeros abrían las ventanillas de los coches asombrados ante la visión que ofrecíamos a sus ojos. Con el cuerpo desguallangado, caminando ya no en cerrada columna como al principio, sino en raquíticas hileras deshilachadas, nosotros les hacíamos señas de adiós levantando apenas los carteles y tratando de agitar las ajadas banderas polvorientas. Más tarde nos enteramos de que algunos compañeros huelguistas, de los que venían tranqueando en la retaguardia, desesperados, echándose en medio de la línea férrea, obligaron al tren a detenerse, y que el maquinista, un gordo bonachón de voz tan ronca como el silbato de su tren, les llenó las botellas y las cantimploras con agua de la locomotora.

A la hora del ángelus, ungidos por los resplandores de un grandioso crepúsculo rojo, sentimos de pronto en nuestros corazones como si fuésemos caminando directamente hacia un nuevo mundo, hacia una nueva patria, hacia el país mágico de la justicia y la redención social. Cansados como estábamos, pero arrebatados de emoción, la pampa nos pareció entonces lo más hermoso que pudiera existir en el mundo. Como la mayoría de los marchantes éramos gente venida del sur —los más viejos se habían quedado luego de combatir en la campaña del 79, y los demás habían llegado hacinados en la cubierta de los buques de carga—, al principio el paisaje nos golpeó tan cruelmente el alma, que nos habíamos sentido como trasplantados a las sequedades sulfúricas de un planeta ajeno. Sin embargo, poco a poco habíamos ido aprendiendo a querer estos páramos miserables, a mirar y admirar su áspera belleza de mundo a medio cocer. Habíamos ido descubriendo su alma oculta, como el tornasolado color mineral de los cerros, por ejemplo; o la diafanidad prodigiosa de sus cielos nocturnos, siempre ahítos de estrellas y luminosidades misteriosas. O como ese crepúsculo teñido de arreboles que ahora mismo teníamos frente a nosotros y que era como si el sol hubiese estallado en una explosión cósmica justo al llegar a la raya del horizonte. Colosal crepúsculo que a los hombres más previsores de la marcha ya nos estaba haciendo preparar las antorchas para iluminar la dura noche pampina que se venía por el oriente.

Viendo que alguna gente a su lado ha comenzado a preparar chonchones, Gregoria Becerra comenta con sus amigos que ya está por oscurecer y que hace rato no ve a su hijo Juan de Dios. Llama entonces a Liria María, que camina un poco más atrás junto a Idilio Montano, y le pregunta por su hermano. Ella tampoco lo ha visto. Gregoria Becerra, que hace rato devolvió el sombrero a José Pintor y ahora lleva uno de sus pañuelos de seda en la cabeza, con gesto severo dice a su hija que ya es hora de que le devuelva el sombrero al joven. Luego se encarama sobre un montículo de tierra y, desde allí, iluminada por los rescoldos de un sol agonizante, mira hacia donde la columna se pierde de vista.

—¡Dónde diantres se habrá metido este pergenio! —dice preocupada.

Como hace un rato a Olegario Santana le ha parecido verlo caminando con un grupo de niños por el otro lado de la línea férrea, se ofrece para ir a buscarlo. Apartado de la columna, lo encuentra junto a una bandada de niños de su edad orinando de cara al crepúsculo en una viril competencia de quién llega más lejos. Olegario Santana se queda observándolo un rato. A él le hubiera gustado, cuando niño, haber sido tan despierto y chúcaro como Juan de Dios, haber tenido una hermana como la niña Liria y una madre como doña Gregoria. Pero él se había criado solo en un caserío al pie de la cordillera y jamás conoció ni a su padre ni a su madre.

—Mear de cara al sol produce orzuelos —dice Olegario Santana en voz alta, mientras se pone a orinar un poco más retirado—. Por lo menos eso decían las viejas allá en el campo.

—Y parece que usted se lo cree de verdad —le contesta divertido Juan de Dios al verlo orinar de perfil al poniente.

—Soy cauteloso —murmura Olegario Santana como para sí.

El niño tiene el rostro curtido por el sol del desierto y, lo mismo que a todos los chiquillos pampinos, se nota que le estorban los zapatos, que está acostumbrado a andar descalzo, que sus talones tienen tegumentos de perro. A Olegario Santana le recuerda su propia infancia. Él también había crecido a pata pelada y a campo raso, pastoreando cabras por el cerro. Los pocos niños que conoció entonces eran tan ariscos como él, y el único pasatiempo que tenían en esos valles perdidos de la cordillera era matar pájaros, ahuyentar al puma que a veces bajaba a diezmar las ovejas y, de vez en cuando, a la hora de la siesta, más por maldad de niños que por afán de lascivia, fornicarse a algún animal de los mansos. Aunque muy pronto habían descubierto, sin mucho asombro por cierto, que esto último no lo hacían solamente ellos. Lo supieron una tarde, luego de un sarandeado temblor de tierra, cuando encontraron al pastor Primitivo Rojas aplastado por una gran piedra a cuya sombra, al parecer, descansaba al momento del temblor. Debajo de la roca se le asomaban los puros pies planos. Y cuando entre todos, hombres, mujeres y niños del lugar, haciendo palanca con palos lograron levantar la piedra, vieron con sorpresa que Primitivo Rojas, hombre casado y padre de una chorrera de hijos, que se las daba de beato y se llevaba todo el tiempo hablando de una supuesta aparición de la Virgen de Andacollo, tenía los pantalones apeñuscados a los tobillos y, agarrada con ambas manos, una gallina castellana ensartada en la entrepierna.

Cuando Olegario Santana y Juan de Dios acababan de incorporarse al grupo de amigos, aparece un derripiador de la oficina La Perla reclamando de manera furibunda en contra del niño. El hombre, un pasicorto de boca torcida, que huele fuertemente a alcohol, alega enardecido que ese barrabás del demonio, junto a una banda de mataperros como él, han golpeado a su hijo y le han quitado la chomba de lana para destejérsela y usar las hebras para elevar sus cambuchas. Y completamente fuera de sí, se abalanza encima de Juan de Dios para golpearlo. Como ni José Pintor ni Domingo Domínguez logran calmar al derripiador —al que tienen atajado a duras penas—, Olegario Santana se le planta por delante y dice roncamente que suelten nomás al macaco, que él se hace cargo. Todos entonces ven como al hombrecito le cambia la expresión del rostro y se tranquiliza enseguida. Ha bastado que el «Jote Olegario» se abriera un poco el paletó negro, y el otro viera brillar el corvo de acero asomándose en la faja, para que se le encogiera el ombligo y luego comenzara a retirarse rezongando barbaridades y dándole de puntapiés a su propio hijo.

—¡Por eso que este diablazo no se quita el paletó ni para ir a hacer detrás de los morritos! —dice festivo Domingo Domínguez.

Gregoria Becerra, que ha mantenido abrazado a su hijo todo el tiempo, dispuesta a enfrentarse ella misma con el hombre de haber sido necesario, mira a Olegario Santana con agradecimiento. Luego pregunta al niño si en sus andorreos por la columna ha visto a José Brigg, que este asunto hay que denunciarlo enseguida a los dirigentes. Que no es bueno que se ande consumiendo licor en la marcha. Pero ni el muchacho ni ninguno de los amigos lo ha visto durante toda la jornada. «Debe ir caminando a la cabeza», dice Gregoria Becerra.

—Si es que no bajó a Iquique bien sentadito en un coche de tren —masculla por lo bajo Olegario Santana.

Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela, aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según decía mi abuela, la brisa del mar es tan vivificante como un caldito de pollo». Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás en la marcha y caminan mirándose a los ojos en un estado de enternecimiento casi lastimoso. Esa languidez aguada que en las miradas de los otros es cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor.

De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita de sangre es capaz de desmayarse como un piñufla cualquiera. Excepto Liria María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta. Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y, temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para entretener a la paciente y darse valor a sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin amor, como decía mi santa abuela».

Cuando un instante después el berrear de la criatura resuena rotundo en el eco de la pampa —«¡Un pampinito de tomo y lomo!» anuncia conmovido Idilio Montano—, al tomar y alzar al recién nacido entre sus manos ensangrentadas, el joven herramentero siente de golpe, con los ojos arrasados en lágrimas, que aunque la marcha se tronche y el movimiento no tenga el éxito esperado, que aunque los gringos pulmoneros del carajo se rían de ellos nuevamente y ganen otra vez como siempre ganaban, él, personalmente, ha logrado algo grandioso: se ha hecho hombre. En estos tres días de huelga ha conocido la férrea solidaridad de los oprimidos, ha encontrado el amor en los ojos de Liria María, y ahora mismo acaba de sentir la indecible sensación de la vida palpitando nueva entre sus manos.

Tres horas después, mientras la columna camina bajo la luna llena, cuyo fulgor onírico vuelve fantasmal la alta noche pampina, Idilio Montano aún parece aturullado por el acontecimiento. Tomados de la mano, Liria María debe tironearlo a cada rato para que no se quede como embobado contemplando un punto invisible en el aire. Y es que, además, le cuenta emocionado él, la madre de la criatura le ha dicho que le pondrá su nombre.

—Imagínese, si es como si fuera mi propio hijo.

A la luz de la luna, Liria María ve fluir un torrente de lágrimas en los ojos de Idilio Montano. Nunca en su vida ha visto llorar a un hombre. En un súbito arranque de ternura, la joven le seca las mejillas con las manos y lo besa suavemente en la boca, sólo rozándole los labios. Cuando vuelven a mirarse, todas las estrellas del cielo pampino parpadean diáfanas en los ojos sorprendidos de ambos. Es el primer beso de amor que ella regala y el primero que él recibe en su vida.

A primeras horas de la madrugada, enteleridos de frío y casi al borde del desfallecimiento, los que conformábamos el grueso de la columna llegamos a las lomas de Alto Hospicio. Allí esperaba un destacamento de soldados con órdenes de no dejarnos bajar al puerto sino hasta que el día aclarara. Los uniformados, una compañía completa de efectivos del Regimiento de Caballería de Iquique, empezaron a revisarnos a todos, uno a uno, a medida que nos íbamos reagrupando. Mientras algunos contemplábamos maravillados el fulgor de la ciudad dormida junto al mar allá abajo, los soldados abrían morrales, extendían cueros, desarmaban retobos y requisaban todos los zarandajos que, según ellos, constituían armas.

Y es que ocurría que en Iquique se había corrido la bulla que una enardecida horda de huelguistas bajaban de la pampa con actitudes hostiles y belicosas. Y durante toda la noche los ingleses dueños de salitreras, los vecinos principales y las damas de copete alto, aterrorizados por el rumor de que íbamos a entrar a saco en la ciudad, no durmieron pensando en las calamidades que ese tropel de rotos asoleados podría perpetrar en contra de sus personas y, muy especialmente, de su sacrosanta propiedad privada. Sólo los comerciantes de menor cuantía y, sobre todo, los dueños de garitos y prostíbulos, que en el puerto eran legión, se sobajeaban las manos de gusto —y hasta subieron el precio del licor los muy cabrones— pensando en el gran comercio que se iba a producir con toda esa masa de pampinos sedientos que bajaban a pie desde los salares del mismísimo infierno.

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