Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
En el momento en que el hombrón de los mostachos gigantes toma aire para seguir hablando de cosas que ellos «debían saber», y el poeta ciego, con sus cuencas vacías bañadas en lágrimas, declama con voz doliente
«Soy el obrero pampino / por el burgués explotado; / soy el paria abandonado / que lucha por su destino; / soy el que labró el camino / de su propio deshonor / regando con su sudor / estas pampas desoladas; / soy la flor negra y callada / que crece con su dolor...»,
un joven de San Lorenzo, bien vestido y recién peinado, se acerca y saluda efusivamente a Domingo Domínguez.
—Este es Lucas Gómez —le dice el barretero a Olegario Santana, presentándoselo con gran pompa.
Y en tono socarrón, agrega:
—Él también es artista de la Filarmónica.
El joven, tras extenderle la mano a Olegario Santana, les dice que lo de la subida del Intendente al pueblo no ha sido más que una patraña, y que la gente anda pregonando enfervorizada que lo mejor era bajar a Iquique; que de ahora en adelante no había que aguantar que nadie se viniera a reír de los pampinos.
Después les pregunta si tienen donde dormir, porque si no, los invita a quedarse en el local de la escuela, donde vive su madre.
—Ella es la preceptora del pueblo —dice.
Los hombres le agradecen el gesto, pero que no se moleste por ellos; la noche no está muy helada y han decidido dormir en alguno de los carros de carga. Después, cuando el joven se retira, Domingo Domínguez le aclara a Olegario Santana que en verdad el nombre del muchacho no es Lucas Gómez.
—Se llama Elias Lafertte —dice. Y le explica que él lo llama así desde que lo vio hacer el papel principal en la obra cómica
Don Lucas Gómez
que el Cuadro Artístico de San Lorenzo había estrenado sólo unos días atrás.
—Pero como usted, compadre Olegario —le espeta semiserio el barretero—, no frecuenta mucho los salones de la Filarmónica, no tiene idea de lo que ocurre en el mundo del arte.
Mientras tanto, en su recorrido por el pueblo buscando que en algún despacho les vendieran algo «para apaciguar la lombriz», el carretero y el herramentero se encuentran a bocajarro con una señora que había sido vecina de José Pintor en la oficina San Agustín, antes de que el carretero se quedara viudo. Se saludan efusivamente. Años que no se veían. La señora anda acompañada de sus dos hijos y de una comadre que vive en el pueblo, en cuya casa, explica, están pernoctando por hoy. Sus hijos, un niño y una niña que presenta con mucho orgullo, son Juan de Dios, de doce años, y Liria María, de dieciséis. Los ojos claros y lanceolados de la muchacha, y su piel de una blancura rara en la pampa, fulminan de inmediato a Idilio Montano. Nunca en su vida ha visto una niña más hermosa.
Tras presentarse tartamudeante, con la sangre de su cara encendida, el joven volantinero no halla donde poner sus manos estorbosas ni donde posar la mirada de sus negros ojos de huérfano, encandilados de pasión.
La vecina de José Pintor, que se llama Gregoria Becerra, y que es oriunda de Talca, les pregunta si tienen donde pasar la noche. El carretero se quita el palito de entre los dientes y, cuidando de no escupir ante ella, le dice que piensan hacerlo en la estación de trenes. Entonces, la comadre, una mujer de aire sigiloso y modales afables, que viste una especie de hábito conventual, se presenta cortésmente y los invita a dormir en su casa. Cuando José Pintor se lo agradece en el alma, querida señora, pero que son cuatro los amigos que andan juntos, la mujer responde que no hay mayor problema, que tiene libre una habitación lo bastante grande en donde podrían perfectamente tirar sus cueros.
—Pues no se hable más del asunto —dice Gregoria Becerra, decidida—, vamos a buscar a los otros dos pampinos y ya está.
En la estación ferroviaria, Domingo Domínguez, sonriente y encantador como siempre, acepta la invitación de inmediato. Mientras que Olegario Santana, un tanto cortado, sólo atina a hacer un gesto con la cabeza en señal de asentimiento. Él no está acostumbrado a recibir tanta amabilidad hacia su persona y, además, la voz franca y la prestancia jovial de la señora Gregoria Becerra, lo conturban sobremanera. No sabría explicar por qué, ni de dónde, encuentra que la matrona, de piel blanca y un conformado cuerpo robusto, tiene un aire sumamente familiar.
Cuando camino a la casa, Idilio Montano, que se había quedado rezagado conversando con los hijos de la vecina, se reúne con ellos para presentárselos, Olegario Santana comprende de súbito ese aire familiar e inquietante que le encontraba a la madre. Pasmado, con el pucho cayéndosele de la boca, se queda mirando a la joven fijamente. Cuando al fin logra articular palabra, le dice a la niña algo que sólo el barretero comprende:
—¿Por acaso, usted, no se llama Yolanda, señorita?
Ella, sonriendo nerviosa, dice que no, que se llama Liria María.
El resto del camino, Olegario Santana lo hace sin articular una sola sílaba ni atender un ápice a la conversación de los demás. Ceñudo y ensimismado, se dedica todo el trayecto a mirar de soslayo a la joven. Al llegar a la puerta de la casa, antes de entrar, en un momento en que la demás gente se descuida, el calichero se acerca a Idilio Montano y le susurra al oído:
—Es igualita a Yolanda
—¿Qué Yolanda? —pregunta Idilio Montano.
—La mujer de los cigarrillos —dice emocionado Olegario Santana. Y extrae su cajetilla de un bolsillo del paletó y se la muestra al joven. Que se fije bien, le dice, si son calcadas. Sólo que a la niña le falta el pucho en la boca y, claro, esa expresión un tanto descocada de la mujer de la cajetilla.
Idilio Montano lo mira extrañado, pero no dice nada.
La casa a donde llegan es un barracón de adobes, de techos altos y paredes gruesas, enteramente pintado a la cal y sin ninguna ventana a la calle. Antes de que ella y su marido la compraran, dice la comadre de Gregoria Becerra, era la bodega de un chino comerciante en frutas que se fue a vivir a Iquique. En la vasta nave de la vivienda, además de una larga mesa de madera, muy semejante a la que aparece en los cuadros de la Última Cena, se aprecia una verdadera colección de imágenes de santos: unos moldeados en yeso, otros tallados en madera, y todos adornados de cirios y flores de papel. Al entrar al recinto, Domingo Domínguez mira con sorna a José Pintor. De todos es sabido en las calicheras de San Lorenzo la ecuménica tirria que éste siente por los frailes, los curas y todo lo que tenga que ver con la Santa Iglesia Católica; incluyendo, por supuesto, a los santos, fueran éstos pintados, modelados, tallados o paridos de madre.
En tanto la dueña de casa enciende el fogón para «un tecito de yerbaluisa», cuenta, en un suave acento de religiosa, que ella y su marido, el que ahora mismo anda en trámites en Iquique, han comprado la casona con la intención de poner una escuela pagada. Pues la única escuelita del pueblo —dice la mujer, juntando las manos como si rezara—, no alcanza ni para la mitad de los niños en edad escolar. Esto sin mencionar las escuelas de las oficinas más cercanas, y en general de todas las de la pampa, en donde sólo el diez por ciento de los niños tiene posibilidad de matrícula.
Luego de encender el fuego, la dueña de casa pide permiso a su comadre para mandar a los niños a comprar pan y cecina. Idilio Montano, que parece embrujado por los ojos de Liria María, se ofrece de inmediato para acompañarlos. Que vayan al despacho de la esquina, les dice la mujer, el chino Lo Pi, más conocido como el chino López, es un viejo casero suyo.
Y mientras sus hijos vuelven, Gregoria Becerra, que se ha enterado de la viudez de su vecino, le cuenta que ella ya no vive en la oficina San Agustín en donde se conocieron, sino en la Santa Ana. Y que también se ha quedado viuda. Y que para terminar de criar a sus hijos se ha puesto a trabajar de libretera. Con acento dolido le cuenta de la trágica muerte de su esposo, molido horriblemente entre los fierros del triturador de caliche —«el
chancho
como le llaman»—, y de su drama tremendo cuando la Compañía, como tenía por costumbre hacerlo, no le pagó una sola chaucha de indemnización. Todo lo que hizo el Administrador fue ofrecerle un puesto de trabajo a ella. Pero después la estuvo rondando todo el tiempo tratando de cobrarle su obra de caridad con favores carnales. Y, lo peor de todo, brama indignada Gregoria Becerra, es que ahora último a ese hijo de mala madre le ha dado por andarle tallando el naipe a su hija. Y eso por ningún motivo lo iba a aceptar. Y que por esas y muchas otras injusticias de que son víctimas los pampinos, tanto hombres como mujeres, ella no ha dudado un santiamén en unirse a los trabajadores en huelga.
Al llegar de vuelta, Idilio Montano y Liria María, seguidos como una sombra por Juan de Dios, traen dos noticias de la calle. La primera, y que no tienen necesidad de proclamarla, pues se lee en el brillo de sus ojos, es que ellos se han enamorado como dos palomitos nuevos. La otra noticia es que, como el señor Intendente no se había dignado a subir al pueblo, la gente de la pampa ya ha decidido marchar a pie hasta Iquique. Que partirán en una gran columna a la hora del amanecer. Esto lo han sabido nada menos que por boca del mismito don José Brigg, dice orgulloso Juan de Dios, con quien se han encontrado en la calle. Gregoria Becerra les cuenta entonces a los presentes que su hijo es amigo personal del obrero anarquista, pues en Santa Ana el niño se gana unos centavos llevándoles la vianda al trabajo a algunos operarios, y que uno de ellos es don José Brigg, que trabaja de mecánico en la maestranza de la oficina.
Cuando, después del té, los amigos comienzan a discutir sobre la conveniencia de bajar o no a Iquique, pues los cuatro andan con poca plata y con lo puro puesto, Gregoria Becerra, como un guante de desafío lanzado sobre la mesa, dice impetuosamente que ella y sus hijos marcharán de todas maneras al puerto, tal y como andan. Y enseguida los arenga a que ellos, como pampinos antiguos que son, tienen más que nadie el deber de permanecer unidos junto a los operarios en huelga, muchos de ellos gente recién llegada del sur. Que para lograr algo con el conflicto hay que bregar como un solo hombre; que esa es la única manera de enfrentarse a los barones del salitre. Ella, personalmente, ya está harta de ver y sufrir los abusos que se cometen a diario en las oficinas. Como, por ejemplo, que aparte de que no les paguen un céntimo de indemnización a las viudas de los operarios muertos en accidentes de trabajo, les descuenten un peso del sueldo por el derecho a un médico que llegan a ver tarde, mal y nunca en el dispensario de la oficina, pues apenas existen cuatro médicos para las casi sesenta mil almas que viven y trabajan en la pampa de Tarapacá.
—Los gringos están acostumbrados a pasarnos por debajo de la cola del pavo cuantas veces les da la gana —termina diciendo Gregoria Becerra—. Y yo creo que va siendo hora de cantarle las cuarentas.
José Pintor trata de disuadirla diciéndole que lo piense bien, la vecinita linda, que son más de ochenta kilómetros los que hay que caminar a través de la pampa, con poca agua y bajo un sol sangriento.
—Aunque lleguemos a la rastra y medio muertos de sed, yo y mis hijos bajaremos a Iquique —dice Gregoria Becerra.
Olegario Santana, que se siente cada vez más admirado del temple de aquella matrona, farfulla como para sí, desde el ángulo más lejano de la mesa, que no es lo mismo llamar al diablo que verlo venir.
—Así le veamos la cara al Malo, nosotros vamos a marchar de todas maneras —remata decidida la mujer.
Al final de la noche, ganados por la tenacidad irresistible de Gregoria Becerra, todos se han puesto de acuerdo en integrarse a la columna y marchar hacia Iquique. La dueña de casa, que no tiene nada que ver con la huelga, les desea toda la buenaventura del mundo. Y Liria María, que, según su madre, comúnmente es una muchacha retraída y silenciosa, exclama entusiasmada que ojalá se quedaran en el puerto por lo menos hasta el martes, pues en el periódico
El Tarapacá
había leído que ese día era el estreno en Iquique de un circo llamado Zobarán. Según decía el diario, junto a varios artistas contratados en el sur del país, presentarían a unos monitos sabios y a siete perros boxeadores, además de otros tantos animales amaestrados.
—¿Qué otros animales? —pregunta su hermano.
—No lo sé, eso no más decía el periódico.
—A lo mejor son elefantes traídos directamente de la India y leones cazados en la mismísima selva africana —dice sonriendo Domingo Domínguez.
—Aunque así no fuera, señor —dice Liria María ruborizada—, lo lindo es que por primera vez mi hermano y yo podremos ver un circo.
El sábado 14 de diciembre, a las cuatro de la madrugada, la misma hora brutal en que los pampinos nos levantábamos al trabajo, la muchedumbre de huelguistas, como una gran bestia desperezándose, comenzó a ponerse lentamente en movimiento. Pese a lo sacrificado de la hora, muchas casas a lo largo de las calles abrieron sus puertas y ventanas para despedirnos y desearnos suerte en la jornada y darnos algunas cositas para el camino y perdonen lo poco, hermanitos.
Ya fuera del pueblo, en plena pampa rasa, siguiendo siempre la ruta de la línea del tren, iluminados por antorchas y chonchones de carburo, apuramos el paso animosos y llenos de esperanza por nuestro cometido. En realidad, nos parecía increíble la gran epopeya que estábamos viviendo. Y es que, de pronto, nos dábamos cuenta de que ya no éramos sólo un puñado de obreros de la oficina San Lorenzo mendigando un aumento de salario al gringo de la cachimba, sino que de la noche a la mañana, conformando una gran masa de gente soñadora, nos habíamos convertido en una especie de ejército salitrero libertador, en una épica y desharrapada caravana de hombres, mujeres y niños que atravesaban uno de los parajes más inclementes del mundo para exigir por sus justos derechos laborales. Y aunque la mayoría nos lanzamos a la aventura tal y cual nos sorprendió el soplo del coraje —con el puro corazón por brújula y la esperanza como ración de combate—, cada uno sentía dentro del pecho el borboteo de una indescriptible sensación de libertad y audacia. Con los carteles en ristre, las banderas al viento y cantando a voz en cuello un canto que era como el ruido del mundo, las primeras luces del amanecer nos sorprendieron marchando a todo tranco por la arenas endurecidas de salitre. Ufanos de esta gesta proletaria, nuestro paso era el paso ronco de los astros en su tránsito por el universo. «Como el trueno de una nueva aurora levantándose libre en las comarcas de la pampa», según recitaría después, llorando de pura humanidad, don Rosario Calderón, el poeta ciego. Tan llenos de animación marchábamos entre la muchedumbre, tan henchidos de júbilo, tan plenos, que parecía que hubiésemos traído con nosotros los kioscos de música de cada una de las placitas de piedra de las oficinas salitreras, que era lo más alegre que teníamos. Y cuando el primer sol de la mañana, alzándose detrás de los cerros, nos condecoró de oro la frente, nos sentimos grandes y hermosos avanzando bajo su tutela y en su misma dirección oeste. Tensado al máximo el arco del pecho, ágiles los pasos en la arena, era como si el cansancio y la fatiga nos volvieran sublimemente inmortales. Alguien nos comparó entonces con el pueblo elegido echado a peregrinar por el desierto en pos de la tierra prometida. Pero nosotros teníamos clarificado de mucho tiempo que el maná no nos iba a llover del cielo, que había que ir a buscarlo, a cobrarlo, a exigirlo a grito limpio. Y por eso marchábamos desafiando la aridez planetaria de la pampa, para reclamar la porción justa de pan que nos correspondía por cada gota de sudor y de sangre derramada en nuestro trabajo. Y pese a que ninguno de nosotros era consciente del hecho, estaba claro que esa mañana la Historia reculaba sorprendida ante nuestra expedición reivindicatoria, ante la grandiosidad de nuestro canto que, pese a estar compuesto de festivas letras de cantinas, el eco de la pampa y lo trascendental del momento transformaba en gloriosos himnos de libertad y justicia universal.