Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
—Ya estaba bueno, pues, compadre —le encaja el barretero desde la puerta—. Si hasta los jotes estaban oliendo mejor que usted.
De modo que el jueves, luego que el gringo respondiera a nuestro petitorio lo que todos ya esperábamos —que de la gerencia de Iquique no se había autorizado ningún aumento en los salarios—, un numeroso grupo de huelguistas, acaudillados siempre por los hermanos Ruiz, marchamos a pie hacia la oficina Santa Lucía, la más cercana de todas. Portando banderas y carteles escritos con cal y trozos de carbón, íbamos a pedir apoyo para nuestra causa. Una vez allí, pese a que de primera el Administrador se quiso engallar e impedirnos la entrada al campamento —nosotros íbamos demasiado decididos como para echar pie atrás—, luego de conferenciar y discutir fuerte con los operarios, conseguimos que la mayoría abandonara su trabajo, pararan las máquinas y se unieran a la huelga. Después, la procesión se prolongó hacia otras oficinas aledañas, engrosándose cada vez más con la gente que se nos arrejuntaba por el camino. En nuestro arduo recorrido por la pampa logramos apagar los fuegos de seis oficinas: Santa Lucía, La Perla, San Agustín, Esmeralda, Santa Clara y Santa Ana. Entre todas ellas totalizaban más de dos mil obreros comprometidos. Nos sentíamos inflamados de orgullo. De un día para otro, nuestro movimiento de reinvindicación proletaria tomaba una fuerza inesperada, se convertía en uno de esos gigantescos remolinos de arena que diariamente cruzaban las llanuras pampinas. Era por fin la unión de los trabajadores salitreros que esperábamos y soñábamos desde hacía años.
El viernes por la mañana, Domingo Domínguez y José Pintor llegan tempranito a la casa de Olegario Santana. Vienen acompañados de Idilio Montano, un joven herramentero que en septiembre recién pasado, durante las celebraciones de Fiestas Patrias, se había hecho famoso en San Lorenzo por haber resultado campeón en la competencia de volantines. Con un cometa blanco que llevaba la cabeza de un puma en su centro, y el hilo curado con colapí y vidrio molido, Idilio Montano había mandado a las pailas a cuanto contendiente se le puso por delante en las comisiones. El joven, de rostro aindiado y aspecto lánguido, es el único herramentero de las calicheras con el que Olegario Santana cruza algunas palabras cuando llega a reponer las herramientas.
Apertrechados de sus respectivas botellas de agua y algunos cueros de animales para echarse a dormir por la noche, los amigos vienen a buscar al calichero para que los acompañe en la empresa. La orden del día es partir de inmediato hacia el pueblo de Alto de San Antonio, pues se ha corrido la bolina que el Intendente de la Provincia subiría a conversar con los huelguistas para ver la forma de darle solución al pleito. Que gente de todo el cantón está marchando hacia el pueblo. «¡Esto agarra vuelo, hermanito!», le dicen eufóricos los amigos.
Idilio Montano, tratándolo respetuosamente de don, le informa que como es viernes trece, muchos pampinos supersticiosos habían querido suspender las actividades por ese día, pero que el conflicto ha seguido su curso contra todos los malos vientos. Y que incluso se sabe de oficinas de otros cantones que se han plegado a la huelga. Como Olegario Santana no termina de mostrarse muy convencido, Domingo Domínguez, en un tonito displicente y sobajeando su amazacotado anillo de oro, le advierte que San Lorenzo se está quedando vacío de hombres; que un grupo de mujeres, de esas matronas fornidas y de armas tomar, se han concertado para bajarle los pantalones en público a todos esos «monigotes amajamados» que se están haciendo los lesos en el campamento y aún no se deciden a plegarse a la huelga y partir a Alto de San Antonio. «De modo que lo mejor que puede hacer, compadrito lindo, es empilcharse rápidamente y venirse con nosotros». El carretero José Pintor, que siempre anda masticando un palito de fósforo o una astilla de cualquier cosa, se saca la ramita de escoba que lleva ahora en la boca, escupe por el colmillo y le dice que es la purita verdad, pues, Olegario, hombre. Que la oficina San Lorenzo se está quedando desierta; que incluso muchos operarios de los más decididos, están partiendo al pueblo acompañados de sus mujeres, de su carnada de hijos y hasta de sus perros y gatos.
Con su mesura de animal solitario, Olegario Santana al fin se decide y dice que irá sólo por acompañarlos a ellos, pero que él no cree que se logre mucho con todo ese frangollo. Como sus amigos van vestidos de chutes, se pone su traje negro de los domingos, se echa algunas lonjas de charqui al bolsillo, se asegura con una buena provisión de cigarrillos y se cruza su botella de agua al pecho. La caminata hacia Alto de San Antonio es sólo de seis horas a través de la pampa, y se supone que ya mañana estarán de vuelta. Tras pasar por el Escritorio a cambiar un puñado de fichas, los amigos emprenden la marcha hacia el pueblo, siguiendo la dirección de la línea del tren.
A la salida del campamento se unen a un grupo de huelguistas que marchan portando carteles y haciendo flamear banderas chilenas, peruanas, bolivianas y argentinas. Provocando una bullanga de los mil demonios con pitos, cornetas, tambores y tarros de manteca, la columna marcha guiada por operarios que gritan sus consignas y demandas a través de grandes bocinas de lata confeccionadas por ellos mismos. Ya en pleno descampado, se encuentran con otras caravanas de huelguistas provenientes de distintas oficinas y cantones. En algunas los marchantes van cantando para darse ánimos, y, en otras, las que vienen de oficinas más lejanas y que han pasado la noche entera caminando a pampa traviesa, hombres y mujeres marchan en silencio, con sus hijos más pequeños aupados sobre los hombros. Los carteles que enarbolan en cada una de las columnas coinciden plenamente en las reclamaciones. Están los que piden el cambio a 18 peniques, los que exigen la abolición de las fichas, los que reclaman contra los pulperos, los que demandan libertad de comercio en las oficinas, protección en los cachuchos, más médicos por cantones y escuelas para los hijos.
Olegario Santana, que no ha abierto la boca desde que salieron de San Lorenzo, y que pese al calor de la pampa es el único que no se ha quitado el paletó negro, se fija de pronto en el cartel de cartón que alguien le ha pasado al joven herramentero. «Exigimos serenos nacionales», dice el letrero, haciendo mención al hecho de que la mayor parte de los serenos de campamento son extranjeros, gringos venidos a menos que tratan como a perros a los operarios patrios. Todos en la pampa, más de alguna vez, habían sufrido en carne propia los atropellos de esos verdugos de corazón negro, cuyo deporte favorito consistía en mandar al cepo al obrero que se pasaba de copas, quitarle a las mujeres los objetos que no hubiesen sido comprados en las pulperías («contrabando» les llamaban a esos artículos los zanguangos del carajo) y azotar sin asco a los mercachifles que se atrevían a saltar los muros de los campamentos para vender sus mercancías puerta a puerta en las casas de los obreros. Olegario Santana, que también ha pasado las suyas con un sereno de Agua Santa —un día tuvo la mala ocurrencia de reclamar por una carretada de caliche que le había sido rechazada por baja ley y que luego fue beneficiada sin pagársela—, se acerca a Idilio Montano y le dice que se vaya con cuidado con lo que pide su cartelito, que quién le asegura a él que con serenos nacionales el tiro no les podría salir por la culata.
—No hay peor verdugo para un pililo que otro pililo uniformado —le dice sentencioso.
—Algo así como «cría jotes para que se yanten tu carroña» —tercia, guasón, Domingo Domínguez. Y apuntando hacia una bandada de jotes que planean impasibles en las alturas, dice que segurito que entre ellos deben estar los pajaritos de Olegario Santana.
José Pintor, que hace rato viene conversando y renegando de Dios y de los religiosos con un asoleado de la oficina Santa Clara, se acerca justo en el momento del comentario de Domingo Domínguez.
—Nunca he sabido bien si los jotes se parecen a los curas, o los curas a los jotes —dice en tono hosco, sacándose el palito de la boca y escupiendo espumilla.
Idilio Montano, que todo lo compara con volantines y cometas, dice amistosamente que los jotes de don Olegario vienen a ser algo así como sus volantines sin hilo.
—¿No le parece, don?
El calichero, haciéndose visera con las manos, se pone a mirar la derechera infinita de la línea férrea y no dice nada. Lo que hace en cambio es sacar uno de sus Yolandas arrugados, estirarlo un poco y encenderlo displicentemente. Todavía quedan unas cuantas horas de caminata y por el momento él ya ha hablado demasiado.
Desde los cuatro puntos de la pampa la muchedumbre de huelguistas iba llegando a Alto de San Antonio en largas caravanas polvorientas. El pueblo bullía de animación. Entre el tumulto de gente hormigueando por las calles, se podían leer letreros con los nombres de oficinas como La Gloria, San Pedro, Palmira, Argentina, San Pablo, Cataluña, Santa Clara, La Perla, Santa Ana, Esmeralda, San Agustín, Santa Lucía, Hanssa, San Lorenzo y de otras que algunos ni siquiera conocíamos. Y así mismito nomás era. Porque entierrados de pies a cabeza los huelguistas llegábamos cantando y gritando no sólo de oficinas del cantón de San Antonio, sino de cada uno de los cantones de la pampa del Tamarugal. Y el torrente de gente no paraba. La huelga había prendido en la pampa como un reguero de pólvora («Y pólvora de la buena, compadritos» dice eufórico Domingo Domínguez caminando entre el gentío). A ojo de pájaro, éramos más de cinco mil los pampinos aglomerados en las calles del pueblo, avivando la huelga. Hombres de distintas razas y nacionalidades, algunos de los cuales no hacía mucho se habían enfrentado en una guerra fratricida, se unían ahora bajo una sola y única bandera: la del proletariado. Y era tanta la efervescencia de la gente, que los medrosos chinos de los despachos y tiendas de abarrotes, y los macucos dueños de las fondas y cantinas del pueblo, habían cerrado con trancas y sólo atendían por la puerta chica. Y mientras esperábamos el arribo del señor Intendente, y los obreros seguían llegando en columnas por los cuatro horizontes del desierto, espontáneos oradores comenzaron a trepar resueltamente al kiosco de música en la plaza, o a encaramarse sobre la plataforma de los carros en la estación del ferrocarril, en donde habíamos levantado campamento, para improvisar encendidos discursos que hablaban de justicia y redención social, discursos que nos inflamaban el espíritu de la necesidad urgente de romper cadenas, quitar vendas y liberarnos de una vez y para siempre del opresor yugo capitalista. Con voz de profetas desatados, estos arengadores vaticinaban elocuentes y rotundos sobre lo brillante que se veía emerger el sol del porvenir en el horizonte del proletariado. Y era lindo para nosotros oír todo aquello y vernos unidos por primera vez en pos de las reivindicaciones tanto tiempo esperadas. Era emocionante hasta las lágrimas ver a los operarios de la pampa unidos como un solo pueblo, como un solo hombre, luchando en contra del mismo y común enemigo: los rapaces oficineros que nos explotaban sin escrúpulo ni moral alguna, y, por supuesto, sin ningún control del Estado.
—¡Esto es histórico, compadrito Olegario! —dice casi gritando Domingo Domínguez entre el bullicio y la polvareda del gentío.
—¡La gringada se debe estar cagando de susto! —exclama a su lado el carretero José Pintor.
Y mientras ambos amigos caminan palmoteando y saludando a medio mundo con gestos grandilocuentes, Olegario Santana, en medio de ellos, los mira sin decir nada.
Pero se pasa el día y la humanidad del señor Intendente no se aparece por ningún lado. Al anochecer, mientras José Pintor e Idilio Montano buscan dónde comprar pan y cecina, Olegario Santana y Domingo Domínguez, tras conseguir a duras penas una botella de aguardiente, se recogen a la estación del ferrocarril en donde quedaron de encontrarse. Allí en el campamento, alrededor de las fogatas hechas con durmientes de la línea férrea, grupos de operarios bolivianos y peruanos se entretienen tocando sus quenas y charangas, y cantando canciones de entonación tan triste como el lamento del viento pampino.
Los amigos se tumban a la vera de un fuego en donde un anciano ciego recita poemas populares en contra de la explotación obrera. Alguien sentado junto a ellos, un hombrón de mostachos desorbitados, campante y parlero como él solo, les comienza a contar que el cieguito de los versos combatientes fue barretero en la oficina Santa Clara, en donde perdió la vista al explotarle un tiro echado.
—Se llama Rosario Calderón —dice el hombre—, igual que el famoso poeta que publica sus obras en
El Pueblo Obrero,
el diario que hasta hace poco se llamaba sólo
El Pueblo
, como ustedes deben saberlo; el que fue incendiado intencionalmente en julio del año pasado, cuando su dueño era Osvaldo López, ese gran hombre de la prensa obrera que, además de luchador social, ha sido artista de circo, actor de teatro, pianista, poeta, columnista y redactor de diarios. El mismo que escribió la novela socialista
Tarapacá
, que, como ustedes deben saberlo, enjuicia al clero y a la oligarquía y se adelanta en el tiempo a este gran sueño de unidad que, ahora mismito estamos viviendo los trabajadores pampinos. Un hombre perseguido por los sectores oligarcas de este país, que ha sufrido asaltos y atentados a su vida y que hace sólo cosa de un año fue procesado jurídicamente por criticar al obispo de la zona, el tal monseñor Cárter que, como ustedes deben saberlo, se oponía tenazmente a la Ley de Enseñanza Obligatoria.
—¿No es el mismo cura que dice que los niños pierden el tiempo miserablemente estudiando? —interviene José Pintor.
—¡Su mismísima Eminencia! —responde presto el hombre.
Y, casi sin respirar, continúa diciendo que como
El Pueblo Obrero
había sido por derecho propio el diario de los trabajadores, era ahí donde los pampinos mandaban las porradas de versos a lo humano y divino. Y que era tal la abundancia de poesía que llegaba a la redacción, que el propio diario, como ustedes deben saberlo, se vio en la necesidad de escribir un editorial en donde se pedía a los mineros que por favor frenaran un poco sus impulsos líricos, pues la imprenta estaba recibiendo demasiados productos de ingenio agreste, en donde, a decir verdad, la mayoría de los versos parecían tirados de las mechas. A cambio se les pedía que enviaran noticias de la pampa y, por supuesto, sus reclamaciones laborales y sus quejas sociales. Siempre y cuando, claro, todas esas querellas fueran debidamente justificadas.