Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
Al anochecer, luego de jugar un rato a la payaya con su hija, Gregoria Becerra les pide a sus amigos que la acompañen a dar una vueltecita por las calles cercanas al edificio de la escuela. Necesita con urgencia respirar un poco de aire puro. La promiscuidad y el hedor de los cuerpos sin bañarse ha hecho de la atmósfera algo espeso y atosigante, casi irrespirable. «El olor a cuerno quemado es agua de rosas comparado con esta pestilencia», dice compungida Gregoria Becerra.
—Eso es lo que llaman «olor a humanidad», mi señora —dice en tono filosófico Domingo Domínguez.
—Y la cosa va para peor —alega Olegario Santana, sin mirar a nadie en particular—. En uno o dos días más vamos a tener prácticamente a toda la pampa metida en la escuela. Por lo que se sabe, pampinos de todos los cantones de Tarapacá se están echando a caminar por el desierto para venir a acompañarnos.
A esas horas la ciudad de Iquique, iluminada por una luna grande, galvanizada, elevándose redonda sobre los cerros, presenta un extraño aspecto asonambulado. Es una fresca noche de diciembre y patrullas de soldados a caballo recorren las calles céntricas, casi completamente vacías. Por disposición de las autoridades edilicias se ha prohibido estrictamente la venta de bebidas alcohólicas en los lugares públicos, y los negocios del rubro están obligados a cerrar sus puertas a las ocho de la noche en punto. Hasta el mismo Teatro Nacional, por cuyo frente pasan los amigos caminando lentamente, se encuentra cerrado. Sus funciones también han sido suspendidas a causa de la huelga. Por lo mismo, a esas horas sólo se ve transitar a pequeños grupos de huelguistas que, después de visitar a un familiar o a algún amigo residente en el puerto, se recogen a la escuela Santa María, a la carpa del circo o a los galpones y bodegas aledaños al recinto escolar, cedidos solidariamente por sus dueños en una clara muestra de apoyo a la causa.
De vuelta en la escuela, mientras Gregoria Becerra y sus hijos se recogen a dormir, a Domingo Domínguez se le ocurre invitar a unas copitas de aguardiente. «Nada más para mantener encendida la llama del espíritu proletario», dice sonrisueño. Que por la tarde, agrega bajando la voz teatralmente, y mirando de reojo a la gente enrededor, se ha agenciado un dato sobre un boliche de putas que está funcionando a puertas cerradas por ahí cerca.
—Y lo mejor de todo, compadritos —se soba las manos de puro gusto el barretero—, es que el cabrón o cabrona que lo regenta, parece que tiene santos en la corte, o sea comercio con los gringos oficineros, porque no se hace ningún problema en recibir fichas. Y de la oficina que sea.
—¡Y fichas es lo que más nos sobra, pues hombre! —acota entusiasmado José Pintor.
—Y no sacamos nada con acumucharlas —se mesa los mostachos, serio, Olegario Santana—. Porque cualquier día de estos, así como van las cosas, no nos van a servir ni para jugar a las chapitas.
—¿Por qué siempre tan pesimista, usted, compadre Olegario? —le palmotea el hombro fraternalmente Domingo Domínguez.
—No hay que tener olfato de jote para oler en el aire que esto no va a terminar bien —dice oscuro el calichero.
—Si no nos hacen caso incendiamos la ciudad y punto —dice semiserio José Pintor—. ¿Acaso no es eso lo que se anda diciendo por ahí que vamos a hacer?
—¡Eso no hay que repetirlo ni en broma! —salta como un gato Idilio Montano.
—¡Bueno, vamos o no vamos a emparafinar la llamita proletaria! —corta de un tajo el barretero—. Yo estoy dispuesto a empeñar mi anillo si hace falta.
A Idilio Montano la imagen de Liria María corriendo descalza por la playa, resplandeciente bajo los rayos del sol y tomada fuertemente de su mano, aún le burbujea en el alma. Y pensando que ese recuerdo tan lindo no puede ensuciarlo de buenas a primeras departiendo con esas mujeres de las que hablan sus amigos, trata de inventar una excusa para no acompañarlos. Pero es rápidamente rebatido y convencido por José Pintor. El carretero se saca el palito de entre los dientes y apuntándolo con él, lo conmina con rudeza a que ya es hora de que se vaya haciendo hombre el jovencito faldero; que con esos remilgos tan delicados no parece trabajador pampino.
—Más parece aspirante a cura, usted, pues, amiguito —frunce el ceño José Pintor.
Al llegar al clandestino, éste le parece más bien misérrimo a Domingo Domínguez. «En tiempos de guerra los había mejores», dice circunspecto, tras echar una ojeada al salón estrecho, a la iluminación anémica y a los dos espejos que adornan las paredes laterales, cuyas lunas descascaradas reflejaban algunos sillones de ajado terciopelo rojo. En el ángulo del rincón más umbroso del aposento, rigurosamente vestido de negro, el pianista se aprecia tan magro y tieso de cuerpo (sólo sus huesudos dedos se le mueven sobre el teclado), que da la impresión de un cadáver maquillado y compuesto para ser metido de inmediato en el ataúd que asemeja su piano vertical.
Al acostumbrarse a la penumbra del salón, con los primeros que se topan los amigos es con los dos mineros de la Confederación Perú-boliviana. Achispados y locuaces, los hombres los saludan efusivamente y los invitan a compartir la mesa.
—¡Al parecer «el palito busca agua» les funciona de maravillas a ustedes dos! —dice riendo Domingo Domínguez, haciendo mención al palo de avellano, conocido como «el palo brujo», con el que hasta hacía poco tiempo embaucadores profesionales, haciéndose llamar
rabdomantes
, habían pretendido hallar corrientes de aguas subterráneas en el desierto.
—¡Qué le dijo la sartén a la olla, pues, paisanitos! —ríen a su vez los mineros altiplánicos, mostrando socarronamente sus dientes verdosos de rumiar bolos de coca.
Los confederados se hallan en compañía de dos prostitutas viejas y de un manflorita chillón al que todos llaman Niño Doralizo. Éste, que hace de mocito de la casa, habla todo en una divertida jerga de malandrines: al dinero lo llama
estrella,
al reloj,
grillete
y a las sillas que ofrece delicadamente a los recién llegados,
cientopies
. Después de sentarse y pedir cinco botellas de aguardiente —«No se trata de ser escatimoso, pues, compadritos», dice Domingo Domínguez—, la cabrona, una peruana que encaramada en sus tacones no sobrepasa el metro veinte de estatura, les manda tres mujeres más a la mesa. Ni más jóvenes ni más bellas, sólo un poco más entraditas en carnes, las prostitutas son igual de carantoñeras que las otras. Luego de presentarse dando sus nombres de batalla y de enterarse de que estos hombronazos tan simpáticos son pampinos, las matronas quieren saber cómo es la vida en esas pampas tan peladas, tan calurosas y tan aburridoras que deben de ser, pues, virgencita santa. Y de la sacrificada vida de la gente en esos desiertos dejados de la mano de Dios, la conversación deviene después, naturalmente, en los ires y venires de la huelga. Y todo el mundo en el salón se enfrasca entonces en un ardiente debate en voz alta. Alguien desde la mesa de la derecha dice que ha oído el rumor que el Intendente de planta volvía de la Capital, y que con él en Iquique era seguro que se arreglaban las cosas. Un parroquiano sentado cerca del piano, con una arrastrada voz aguardentosa, mete su cuchara para rebatir hoscamente al que acaba de hablar. Que si acaso los pampinos huachucheros no saben —eructa bilioso el hombre— de la fastuosa fiesta de despedida que los industriales del salitre le habían brindado al señor Intendente con motivo de su partida a la capital. Una de las prostitutas que acompaña a los amigos, zafándose del abrazo meloso de Domingo Domínguez, corrobora prestamente lo de la fiesta de despedida, diciendo que nunca antes se habían visto más iluminados y más alegres los salones del Club Inglés. Moviendo las manos con gran aparato, la mujer dice que la música duró toda la noche y que el torrente de
champagne
francés, por diosito santo que es cierto, caballeros, llegó burbujeando hasta las mismas arenas de la playa. Por lo tanto —se entromete la prostituta más vieja y fea de la mesa, que parece ser la decana del burdel y a la que todos llaman Torcuata— los pampinos no tienen que ser tan pendejos como para creer que ese vejete aristócrata se iba a quemar las manos por una cáfila de muertos de hambre como ellos. Y acariciándose los pelos de una negra verruga en el mentón, la puta termina rezongando como para sí que ella sabe muy bien que la cosa va a terminar mal para los hombres en huelga, que un pajarito aguachado que tiene por ahí se lo contó. Las demás mujeres la hacen callar diciéndole que cierre la java y, tras de hacer un brindis por el éxito de la huelga, dicen que a la Torcuata no hay que hacerle mucho caso cuando está borracha, y que además ya es hora de cambiar el naipe, que aquí se viene a gozar la vida y no a discutir pelotudeces de trabajo. Entonces, para cambiar de tema, a los amigos de la Confederación Perú-boliviana no se les ocurre nada mejor que proponer una competencia: quién aguanta más aguardiente en el cuerpo. Acto seguido, el peruano se para y se empina una botella llena, de la que alcanza a beberse tres cuartas partes antes de caer como un saco de salitre al piso.
—Éste no sabe respirar bajo el agua —dice gagueando Domingo Domínguez.
—Hay algunos que se creen cóndores y apenas alcanzan para tiuques —remata despectivo José Pintor.
Después, el carretero se pone a discutir con los de la mesa de la izquierda sobre el tema de Dios. «Dios ama a los pobres, pero ayuda a los ricos», asevera socarrón. «Por eso yo soy ateo». El confederado representante de Bolivia le rebate riendo groseramente: «Si todos en el mundo fueran ateos, paisanito, los trabajadores nos joderíamos de lo lindo, pues no tendríamos días feriados». Y de Dios, el tema rebota invariablemente en los curas. Ahí mismo José Pintor se manda a recitar una letrilla en contra de esos pollerudos de negro que en este mundo vienen a ser como los milicos de Dios, dice golpeando la mesa con el puño. Sacándose el palito de la boca, y luego de toser y de hacer largos buches de aguardiente, con acento más bien de discursero político, el carretero recita los versos de memoria:
«El cura no sabe arar / ni sabe enyugar un buey I pero, por su propia ley / él cosecha sin sembrar / él, de salir a cuidar /poquito o nada se ocupa / tiene su renta segura I sentadito descansando I sin andarse molestando I nadie gana más que el cura»
. Los aplausos y los vivas resuenan espontáneos junto a un escandaloso golpeteo de botellas y taconazos en el suelo. Sólo el niño Doralizo, que alguna vez había sido monaguillo, se pone serio y se persigna asustado, por tres veces seguidas.
Casi al final de la noche, en una de las mesas del fondo, se arma una camorra entre un borracho y una prostituta de aspecto desamparado. Idilio Montano, que en ese momento viene regresando de mojarse la cara en un tonel del patio, aunque no tiene pito que tocar en la procesión, en un espontáneo gesto de caballerosidad se mete a defender a la mujer. El pendenciero, un fornido estibador de boca torcida, lo voltea de una sola trompada en el rostro. Cuando en el salón se está opinando que eso le pasa al mozuelo por meterse en peloteras ajenas, una de las mujeres que acompañan en la mesa a los amigos comenta compungida que siempre le tienen que tocar los peores tipos a la pobrecita de la Yolanda. Al oír el nombre, Olegario Santana se levanta prestamente y sale también en defensa de la mujer.
—¿Acaso eres el mantenido de esta chincola? —le dice con lengua traposa el boquituerto cuando el calichero le pide que deje tranquila a la dama.
—No, pero se llama Yolanda —responde serenamente Olegario Santana—. Y aunque no se parece en nada a la mujer de los cigarrillos, sólo por llamarse de ese modo me basta y me sobra para defenderla aquí y en la quebrada del ají.
Sin entender un carajo, el estibador replica que de dónde crestas salió este viejo más loco que una cabra. Y arremangándose la camisa hasta más arriba de los codos, dice baboseante:
—¡Yo te voy a apretar el tornillo suelto de un sólo soplamocos, viejo cometierra!
Cuando Olegario Santana abre su paletó negro y pela su corvo y la hoja de acero brilla asesina a la exigua luz del salón, y con gesto fiero tira un par de rápidos cortes al aire, la discusión se termina de inmediato. El hombre deja en paz a la mujer y, rumiando maldiciones, se deja caer en un sofá.
—Usted es todo un matón, amigo Olegario —le dice riendo José Pintor cuando el calichero vuelve a la mesa.
—Igual que mi amigo Domingo dice que no es borracho, sino bebedor; yo no soy matón, soy peleador —responde Olegario Santana mirándolo directamente a los ojos.
Cuando un rato después, ante los grititos histéricos del Niño Doralizo, entre cuatro parroquianos logran echar a la calle al borracho pendenciero, la prostituta castigada —que al decir de Domingo Domínguez lo mejor que tiene es su trastienda redondita— se acerca a la mesa para agradecer el gesto de los pampinos que la han defendido. Con sus ojos, de un raro color amarillo, aún llorosos, la mujer les ronronea que son muy pocos los caballeros de su laya que van quedando en este mundo.
El calichero la interrumpe para preguntarle si Yolanda es su nombre verdadero.
—No —responde la mujer—. Ese es mi nombre de guerra.
Olegario Santana se encoge de hombros.
—Es lo mismo —dice.
Casi al amanecer, cuando en la escuela se están encendiendo los primeros fogones para el café, los amigos cruzan el portón del patio con Idilio Montano a la rastra. Además de ir borracho como tagua y llevar la camisa manchada de sangre de narices, el volantinero no para de llorar sus dolorimientos del alma. «Déjese de gimotear, pues,
mi barbilindo»,
lo jode riendo José Pintor, recordando que así lo había llamado Yolanda al agradecerle el haber tratado de defenderla del mastodonte. «Fue como ver a la fragata Esmeralda tratando de espolonear al Huáscar», había comentado maternalmente la prostituta tras estamparle el lacre de un beso en la frente.
«... De modo que la provincia de Tarapacá, para que lo vayan sabiendo, jovencitos, fue la indemnización de guerra impuesta por Chile al Perú para compensar en parte la sangre derramada en once combates y en otros numerosos encuentros llenos de heroísmo. Y fue a la vez prenda de seguridad para el porvenir y pago de los cuantiosos gastos que tan larga campaña produjo. Pero sucedió que un monopolio de gringos rapiñosos se adueñó de las oficinas salitreras de mayor riqueza, y las ganancias ahora se van en su totalidad al extranjero. El Gobierno chileno sólo recibe el derecho de exportación, que es una porquería si lo comparamos con las utilidades que deja el salitre. Y los trabajadores, para qué les digo nada, apenas recibimos el escuálido jornal de hambre por el que estamos aquí luchando...»