Sin embargo, en cuanto él se levantaba y nos quedábamos solos ella y yo, jamás lográbamos mantener una conversación fluida. No se nos ocurría nada de que hablar. En realidad, no teníamos ningún tema de conversación en común. Y nos limitábamos a beber agua o a juguetear con el cenicero que había encima de la mesa sin dirigirnos apenas la palabra, esperando a que él regresara. En cuanto aparecía mi amigo se reanudaba la conversación.
Naoko y yo volvimos a vernos una única vez, tres meses después del funeral de mi amigo. Teníamos un asunto que tratar y quedamos en una cafetería, pero una vez solventamos el problema no supimos qué más decirnos. Saqué varios temas, pero la conversación languideció enseguida. Además, noté en la manera de hablar de Naoko cierta agresividad. Parecía enfadada conmigo, aunque yo desconocía el motivo. Luego nos separamos.
Quizás el motivo del enfado de Naoko fuera el hecho de que la última persona que habló con él fuese yo, y no ella. Ésta no es la mejor manera de expresarlo, pero creo que entiendo cómo se sentía. De haber podido, me hubiera cambiado por ella. Sin embargo, era imposible. Una vez había sucedido, era imposible volver atrás.
Aquella tarde de mayo, él y yo, a la salida de la escuela (más que a la salida, a decir verdad, nos fuimos antes de que acabara) entramos en un billar y jugamos cuatro partidas. Yo gané la primera, él las tres restantes. Y a mí me tocó pagar el importe del juego tal como habíamos quedado.
Se mató aquella misma noche en el garaje de su casa. Conectó una manguera al tubo de escape de su N-360, selló los resquicios de las ventanillas con cinta adhesiva y puso en marcha el motor. No sé cuánto tiempo tardó en morir. Cuando sus padres volvieron del hospital adonde habían ido a visitar a un pariente, él ya estaba muerto. La radio del coche permanecía encendida; había un recibo de la gasolinera prendido en el limpiaparabrisas.
No había motivos aparentes, ni dejó escrita ninguna carta. Fui la última persona que habló con él, y la policía me llamó a declarar. Les expliqué que su actitud no me había hecho sospechar nada, que se había comportado como siempre. Normalmente, una persona que ha decidido suicidarse no gana tres partidas seguidas al billar. La policía no parecía que se hubiese formado una buena opinión ni de él ni de mí. Por lo visto, creían que no era extraño que un chico que se saltaba las clases para ir a jugar al billar se suicidara. Salió publicada una pequeña nota en el periódico y con eso quedó zanjado el asunto. Se deshicieron del N-360 rojo. En el colegio, sobre su pupitre, lucieron durante un tiempo unas flores blancas.
Desde que me gradué en el instituto hasta que me fui a Tokio, no hice nada de lo que tenía que hacer. Intentaba no pensar profundamente en nada. Eso fue lo único que hice. Y decidí olvidar por completo la mesa de billar forrada de fieltro de color verde, el N-360 rojo y las flores blancas de su pupitre. Y todo lo demás: la alta columna de humo alzándose desde lo alto de la chimenea del crematorio, el pisapapeles de forma achaparrada en la sala de interrogatorios de la policía. Todo. Al principio, pensé que iba a lograrlo. Sin embargo, en mi interior permanecía una masa de aire de contornos imprecisos. Con el paso del tiempo, esa masa empezó a definirse. Ahora ya puedo traducirla en palabras. Serían éstas:
«La muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella».
Expresado en palabras, es tan vulgar que resulta desagradable. Un topicazo. Pero yo, en aquel momento, no lo sentía en forma de palabras sino como una masa de aire en mi interior. La muerte estaba presente en el pisapapeles, en las cuatro bolas rojas y blancas alineadas sobre la mesa del billar. Y nosotros vivimos respirándola, llenándonos los pulmones de ese polvo fino.
Hasta entonces había concebido la muerte como una existencia independiente, separada por completo de todo lo demás. «Algún día la muerte nos tomará de la mano. Pero, hasta el día en que nos atrape, nos veremos libres de ella». Yo pensaba así. Me parecía un razonamiento lógico. La vida está en esta orilla; la muerte, en la otra.
A partir de la noche en que murió mi amigo, fui incapaz de concebir la muerte de una manera tan simple. La muerte no se contraponía a la vida. La muerte había estado implícita en mi ser desde un principio. Y ése era un hecho que no pude olvidar. Aquella noche de mayo, cuando la muerte se llevó a mi amigo a los diecisiete años, también se me llevó a mí.
Yo tenía plena conciencia de ello. Y, al mismo tiempo, intentaba no tomármelo demasiado en serio. Era una labor ardua. Porque yo sólo contaba dieciocho años y era demasiado joven para ser capaz de hallar el punto medio de las cosas.
A partir de entonces, Naoko y yo nos citábamos una o dos veces al mes. Si es que a aquello puede llamársele cita. Es que a mí no se me ocurre otra palabra.
Ella estudiaba en una universidad femenina en las afueras de Tokio. Una pequeña y prestigiosa universidad. Su apartamento estaba a quince minutos escasos a pie. Cerca del camino discurría un canal de riego de aguas cristalinas por donde solíamos pasear. Ella apenas tenía amigos. Seguía hablando de forma entrecortada. No teníamos casi nada que decirnos, así que yo tampoco hablaba demasiado. En cuanto nos encontrábamos, nos dedicábamos exclusivamente a andar.
Sin embargo, no puede decirse que la relación entre Naoko y yo no evolucionara. Cuando finalizaron las vacaciones de verano, automáticamente Naoko reemprendió los paseos a mi lado como si fuera lo más natural del mundo. Y seguimos andando el uno al lado del otro. Subíamos cuestas, bajábamos pendientes, cruzábamos puentes y calles. Continuamos andando. Caminábamos sin rumbo, deambulando de aquí allá. Después de un rato entrábamos en una cafetería a tomar un café, y luego reemprendíamos la marcha. Y, como si fuera una sucesión de diapositivas, la estación del año era lo único que cambiaba. Llegó el otoño y el suelo del patio de la residencia se cubrió de hojas de olmo. Al ponerme el primer jersey, me llegó el olor de la nueva estación. Me compré un par de zapatos nuevos de ante.
A finales de otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella se arrimaba a veces a mi brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela de mi abrigo cruzado. Pero no era más que eso. Yo continuaba andando con las manos metidas en los bolsillos, como siempre. Como los dos calzábamos zapatos de suela de goma, nuestros pasos apenas se oían. Sólo un leve crujido cuando pisábamos las hojas secas y arrugadas de los plátanos. No era mi brazo lo que ella buscaba, sino el brazo de
alguien
. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de
alguien
. Al menos, eso me parecía a mí.
Los ojos de Naoko habían ganado en transparencia. Una transparencia que no iba a ninguna parte. A veces, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos. Cada vez que ocurría, a mí me embargaba la tristeza.
Los compañeros de la residencia me tomaban el pelo cada vez que recibía una llamada de Naoko o que salía con ella los domingos por la mañana. En fin, puede que fuera lo más natural que supusieran que me había echado novia. Yo no sabía cómo explicárselo y tampoco encontraba la necesidad de hacerlo, así que dejé que pensaran lo que quisieran. Cuando volvía de una cita, siempre había alguien que me preguntaba algo sobre cómo había ido el sexo. «Pues bien», les contestaba yo siempre.
Así pasé mis dieciocho años. El sol salía y se ponía; izaban la bandera y la arriaban. Y, al llegar el domingo, salía con la novia de mi amigo muerto. No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni de qué vendría a continuación. En las clases de la universidad leía a Claudel, a Racine y a Eisenstein. Todos ellos habían escrito libros muy interesantes, pero nada más. En clase no había hecho ningún amigo. En la residencia, tenía simples conocidos. Como siempre me veían leyendo, los de la residencia pensaban que quería ser escritor, cosa que jamás se me había pasado por la cabeza. Yo no quería ser nada.
Intenté varias veces explicarle mis sentimientos a Naoko. Tenía la sensación de que ella podría entenderme con exactitud. Sin embargo, no fui capaz de expresarme claramente. De la misma forma que ella me había dicho al principio, al buscar las palabras apropiadas, éstas siempre se sumergían en el fondo de las tinieblas donde era imposible alcanzarlas.
Los sábados por la noche me sentaba en el vestíbulo al lado del teléfono, esperando la llamada de Naoko. A veces estaba tres semanas sin llamar, a veces llamaba dos semanas seguidas. Por eso, los sábados por la noche yo esperaba su llamada sentado en una silla. Como los sábados por la noche casi todos salían a divertirse, el vestíbulo estaba generalmente tranquilo. Contemplando las motas de luz que brillaban suspendidas en el aire silencioso, me esforzaba siempre en analizar mis sentimientos. Todo el mundo buscaba algo de alguien. Eso era cierto. Pero lo que vendría a continuación, yo no lo sabía. Al alargar la mano, lo único que encontraba, un poco más allá, era una vaga pared de aire.
En invierno encontré un trabajo de media jornada en una pequeña tienda de discos de Shinjuku. Por Navidad le regalé a Naoko un disco de Henry Mancini que incluía su adorada
Dear Heart
. Se lo envolví yo mismo y le puse una cinta de color rosa. El envoltorio era un papel de regalo navideño con un dibujo de abetos. Naoko me regaló unos guantes de lana que había tricotado para mí. El dedo gordo era un poco pequeño, pero, lo que es calentar, calentaban.
Ella no volvió a su casa durante las vacaciones, así que por Año Nuevo me invitó a comer a su apartamento.
Aquel invierno pasaron bastantes cosas.
A finales de enero, mi compañero de habitación estuvo dos días en cama a casi cuarenta grados de fiebre. Por esta razón tuve que anular una cita con Naoko. Él estaba retorciéndose de dolor en la cama con aire de ir a morirse de un momento a otro y no era cuestión de dejarlo en aquel estado. No encontré a ninguna alma caritativa dispuesta a cuidarlo durante mi ausencia. Total, que fui a comprar hielo hice unas compresas metiendo el hielo dentro de unas bolsas de plástico, le enjugué el sudor con una toalla fría, le tomé la temperatura cada hora. La fiebre no remitió durante todo el día. Pero a la mañana siguiente, él se levantó de repente como si nada hubiera ocurrido. La temperatura le había bajado a treinta y seis grados y dos décimas.
—¡Qué extraño! —dijo—. Pero si yo nunca había tenido fiebre.
—Pues ahora la has tenido —dije. Y le enseñé las entradas desperdiciadas por culpa de su calentura.
—¡Menos mal que eran invitaciones! —exclamó.
En febrero nevó en varias ocasiones.
A finales de febrero tuve una pelea estúpida con uno de los alumnos mayores que vivía en la misma planta que yo. Se golpeó contra el muro de cemento. Por suerte, no fue grave, pero el director de la residencia me llamó a su despacho y me riñó. A partir de entonces me sentí terriblemente incómodo en la residencia.
Cumplí diecinueve años, pronto empecé el segundo año de universidad. Suspendí algunos créditos. Saqué muchas C y D, alguna que otra B. Ella pasó a segundo sin suspender un solo crédito. Habíamos completado el ciclo de las estaciones.
En junio, ella cumplió veinte años. Yo no acababa de hacerme a la idea. Me daba la impresión de que lo más normal sería que, tanto ella como yo, viviéramos eternamente entre los dieciocho y los diecinueve años. Después de los dieciocho, cumplir diecinueve; después de los diecinueve, cumplir otra vez dieciocho. Eso sí tendría sentido. Pero ella había cumplido veinte años. Y yo también los cumpliría en invierno. Sólo un muerto podía quedarse en los diecisiete años para siempre.
El día de su cumpleaños llovió. Compré un pastel en Shinjuku, cogí el tren y me dirigí a su apartamento. El tren estaba lleno y, además, traqueteaba mucho. De modo que, cuando llegué a su casa por la noche, el pastel parecía el Coliseo romano. Con todo, le puse las veinte velitas y las encendí con una cerilla. Cuando corrimos las cortinas y encendimos la luz, pareció una fiesta de cumpleaños. Ella descorchó una botella de vino. Nos comimos el pastel, tomamos una cena sencilla.
—No sé por qué, me siento estúpida al cumplir veinte años —me dijo.
Después de comer recogimos los platos de la mesa, nos sentamos en el suelo y nos bebimos el resto del vino. Mientras yo me tomaba una copa, ella se bebía dos.
Aquel día, Naoko habló mucho, cosa infrecuente en ella. Me habló de su infancia, de su escuela, de su familia. Cada relato era muy largo. Largo y detallado hasta la exageración. En un momento determinado, la historia A derivaba hacia la historia B, que ya estaba contenida en la historia A; poco después, pasaba de la historia B a la historia C, implícita en la anterior, y así de manera indefinida. Sin que acabara jamás. Yo, al principio, asentía, pero pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado todos, volví a empezar por el primero. Al otro lado de la ventana seguía lloviendo. El tiempo transcurría despacio y ella continuaba hablando sola.
Cuando dieron las once, empecé a sentirme intranquilo. Ella llevaba ya más de cuatro horas hablando sin parar. Además, se acercaba la hora del último tren. No sabía qué hacer. Podía dejar que siguiera hablando cuanto quisiera o esperar el momento adecuado para interrumpirla. Dudé mucho, pero, al final, decidí cortarla. De todos modos, estaba hablando demasiado.
—Bueno, se ha hecho muy tarde y yo tendría que irme —dije—. Nos vemos pronto.
No sé si mis palabras llegaron a sus oídos. Ella enmudeció unos instantes, pero luego reanudó su discurso. Resignado, encendí un cigarrillo. Por lo visto, lo mejor era dejarla hablar tanto como quisiera. Después, ya me las apañaría.
Sin embargo, no siguió hablando por mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta ya se había detenido. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no terminó de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente en alguna parte. Intentó continuar, pero ya no quedaba nada. Algo se había perdido. Con la boca entreabierta, me clavó una mirada perdida. Sus ojos parecían estar cubiertos por un velo opaco. Me dio la sensación de haber cometido una maldad imperdonable.
—No tenía la intención de interrumpirte. Pero ya es tarde y, además…
Apenas había transcurrido un segundo, cuando las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas y empezaron a caer sonoramente sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Alargué la mano y le toqué el hombro. Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo la atraje hacia mí. Continuó llorando en silencio entre mis brazos. Mi camisa quedó empapada de su aliento cálido y de sus lágrimas. Los diez dedos de Naoko recorrían mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le acariciaba su fino cabello con la derecha. Permanecí así mucho rato, esperando a que el llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.