Sauce ciego, mujer dormida (33 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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A decir verdad, yo tenía miedo. Presentía que si íbamos al Polo Sur nos ocurriría algo irreparable. Tuve un sueño horrible, recurrente. Estoy paseando y me caigo dentro de un profundo agujero que se abre en el suelo, y allí dentro me voy congelando sola, sin que nadie me encuentre. Encerrada en el hielo, clavo la vista en el cielo. Estoy consciente. Pero no puedo mover ni un dedo. Es una sensación terriblemente extraña. Me doy cuenta de que, minuto a minuto, me voy convirtiendo en pasado. No hay futuro en mí. Sólo un pasado que se va acumulando. Y entonces, de repente, todos me están contemplando, ellos están mirando el pasado. La visión de cómo yo voy pasando de largo mirando hacia atrás.

Luego me despierto. A mi lado, el hombre de hielo está profundamente dormido. Duerme sin un suspiro. Como algo muerto y congelado. Pero yo amo al hombre de hielo. Lloro. Mis lágrimas caen sobre su mejilla. Entonces él se despierta y me abraza.

—He tenido una pesadilla espantosa —le digo. Él sacude la cabeza despacio en la oscuridad.

—Es sólo un sueño —me dice—. Los sueños vienen del pasado. No del futuro. Ellos no tienen que controlarte a ti. Eres tú quien debe controlarlos a ellos. ¿De acuerdo?

—Sí —le digo. Pero no estoy convencida.

Mi marido y yo cogimos el avión para el Polo Sur. No logré encontrar ningún pretexto para impedir el viaje. Tanto el piloto como las azafatas de aquel avión que se dirigía al Polo Sur eran terriblemente taciturnos. Quería contemplar la vista por la ventanilla del avión, pero unas gruesas nubes me lo impidieron. Además, las ventanillas pronto se cubrieron de una capa de hielo. Mientras, mi marido permaneció en silencio leyendo un libro. Yo no sentía ni un ápice de la excitación y alegría que suele acompañar a un viaje. Simplemente estaba haciendo algo que había decidido hacer.

Cuando bajamos la escalerilla del avión y tocamos tierra, noté cómo un gran temblor sacudía el cuerpo de mi marido. Fue más breve que un parpadeo, la mitad de un instante, y nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera se reflejó en su rostro. Pero a mí no se me pasó por alto. Dentro del cuerpo de mi marido algo se había estremecido con gran violencia, aunque de manera secreta. Clavé la vista en su perfil. Plantado allí, contempló el cielo, se miró las manos y respiró hondo. Luego me miró y sonrió alegremente.

—¿Aquí es adónde querías venir? —me dijo.

—Sí —contesté.

Ya lo suponía hasta cierto punto, pero el Polo Sur resultó ser una tierra todavía más solitaria de lo que imaginaba. Allí no vivía casi nadie. Sólo había un pequeño pueblo anodino. En el pueblo sólo había un pequeño hotel, evidentemente, anodino. El Polo Sur no es un lugar turístico. Ni siquiera se veían pingüinos. Ni tampoco la aurora boreal. A veces me dirigía a la gente con la que me cruzaba por la calle y les preguntaba dónde podía encontrar a los pingüinos. Sin embargo, la gente se limitaba a sacudir la cabeza en silencio. Ellos no entendían mi lengua. Así que dibujé un pingüino en un papel. Con todo, ellos siguieron sacudiendo la cabeza sin decir una palabra. Yo me sentía sola. A la que dabas un paso fuera de la ciudad, ya no veías más que hielo. No había ni árboles, ni flores, ni ríos, ni lagos. Fueras a donde fueses, no encontrabas más que hielo. Una vasta superficie de hielo que se extendía hasta donde te alcanzaba la vista.

Pero mi marido, con su aliento blanco, las manos cubiertas de escarcha y aquellos ojos como carámbanos clavados en la distancia, iba todo el día de aquí para allá, incansable, lleno a rebosar de energía. Enseguida aprendió la lengua de aquella tierra y empezó a hablar con la gente de la ciudad con un tono de resonancia duro como el hielo. Hablaban durante horas, con la seriedad pintada en el rostro. Pero yo no podía entender de qué diablos hablaban tan apasionadamente. Mi marido estaba fascinado por aquella tierra. Tenía algo que lo embelesaba. Al principio, eso me irritó. Sentía que me había dejado atrás. Me sentía traicionada, ignorada.

Pero pronto, en aquel mundo silencioso rodeado por una gruesa capa de hielo, fui perdiendo todas las fuerzas. Despacio, poco a poco. Y pronto desapareció incluso mi irritación. Parecía haber perdido en alguna parte la brújula de mis sensaciones. Perdí el sentido de la dirección, perdí la noción del tiempo, me perdí de vista a mí misma. No sé cuándo empezó, ni cuándo acabó. Pero, a la que me di cuenta, estaba encerrada sola dentro de la insensibilidad, en aquel mundo de hielo, en un invierno eterno que había perdido todos los colores. Incluso después de perder la mayoría de sensaciones, yo lo sabía.
Que ese marido mío que estaba en ese momento en el Polo Sur no era mi marido de antes
. No es que fuera diferente. Él seguía siendo tan atento conmigo como siempre, me hablaba con cariño. Y yo sabía muy bien que las palabras que pronunciaba eran sinceras. Pero yo lo sabía, por supuesto. Que era un hombre de hielo distinto al que yo había conocido en el hotel de las pistas de esquí. Pero no tenía a nadie a quien quejarme. Toda la gente del Polo Sur apreciaba a mi marido y no había nadie que entendiera una palabra de lo que yo les decía. Todos exhalaban un aliento blanco, tenían la cara cubierta de escarcha y bromeaban, discutían y cantaban en la sorda lengua del Polo Sur. Encerrada sola en la habitación del hotel, contemplaba aquel cielo gris sin perspectivas de que despejara a meses vista, y aprendía la terriblemente complicada (y que yo no creía poder llegar a saber jamás) gramática de la lengua del Polo Sur.

En el aeródromo ya no había ningún avión. Después de que partiera el avión que nos trajo a nosotros, ya no volvió a aterrizar ninguno más. Y la pista de aterrizaje pronto quedó enterrada bajo el duro hielo. Como mi corazón.

—¡Ha llegado el invierno! —exclamó mi marido—. Es un invierno muy largo. Los aviones ya no vendrán, ni tampoco los barcos. Todo, absolutamente todo, está congelado. Al parecer, no nos quedará más remedio que esperar hasta la primavera —dijo.

Tres meses después de llegar al Polo Sur descubrí que estaba embarazada. Y yo lo sabía. Que el niño que yo pariría sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se congelaría, finos trozos de hielo se mezclarían con mi líquido amniótico. Podía sentir su gelidez dentro de mi vientre. Yo lo sabía. El niño tendría la mirada de carámbano igual que su padre, y sus dedos estarían cubiertos de escarcha. Yo lo sabía. Que nuestra familia ya nunca más saldría del Polo Sur. El eterno pasado, con su peso desmesurado, nos aferraba los pies con fuerza. Y nosotros ya no nos podríamos soltar jamás.

A mí, ahora, apenas me queda corazón. Mi calor ya se ha esfumado en la distancia. Incluso a veces me olvido de que alguna vez lo tuve. Pero aún puedo llorar. Estoy verdaderamente sola. En el lugar más frío y solitario del planeta. Cuando lloro, el hombre de hielo me besa la mejilla. Y mis lágrimas se convierten en hielo. Entonces, él toma en su mano mis lágrimas de hielo y se las pone sobre la lengua. «Oye, te quiero», me dice. Y no miente. Lo sé muy bien. El hombre de hielo me ama. Pero el viento que viene soplando de alguna parte se lleva atrás, muy atrás, hacia el pasado, sus palabras convertidas en blanco hielo. Yo lloro. Continúo derramando grandes lagrimones de hielo. En una casa de hielo del Polo Sur congelada en la distancia.

Cangrejo

Los dos descubrieron aquel pequeño restaurante por azar. Al atardecer del día que llegaron a la playa de Singapur se les ocurrió, sin más, meterse en un callejón donde acabaron topando casualmente con el local. Era una construcción de una sola planta, rodeada por una tapia de ladrillo alta hasta la cintura. En el jardín, donde crecían unas palmeras bajas, sólo había cinco mesas de madera. El edificio principal, hecho de argamasa, estaba pintado de un vivo color rosado. Sobre las mesas se abrían unas sombrillas de lona de tonos desteñidos. Como todavía era temprano, apenas había clientes. Sólo dos ancianos con el pelo corto, chinos al parecer, sentados el uno frente al otro a una de las mesas, bebiendo cerveza y picando de una variedad de platos en silencio. No decían una palabra. A sus pies, un perrazo negro con los ojos entrecerrados permanecía tumbado en el suelo con aire somnoliento. Por la ventana de la cocina se alzaba vapor de agua blanco, cuya forma recordaba la cola de algún espíritu, y se esparcía un delicioso olor a hervido. También se oían las animadas voces de los cocineros y el alegre entrechocar de los cacharros de cocina. El sol poniente hacía resaltar el verde de las hojas de las palmeras mecidas por la brisa.

La mujer se detuvo y permaneció unos instantes observando aquella escena.

—¿Y si cenáramos aquí? —dijo ella.

El joven leyó el nombre del restaurante junto a la puerta de entrada y buscó el menú. Pero fuera no había ninguno. Ladeó la cabeza.

—¡Uf! No sé. Eso de comer en un lugar desconocido, en el extranjero….

—Yo, con los restaurantes, tengo mucho ojo. Los sitios buenos los huelo enseguida. No fallo nunca. Créeme. Aquí se come bien. Estoy segura cien por cien. ¿Qué? ¿Entramos?

El hombre cerró los ojos y aspiró una gran bocanada de aire. No sabía de qué comida se trataba, pero realmente olía muy bien. Además, la apariencia del restaurante tenía algo que atraía.

—¿Crees que estará limpio?

La mujer le tiró del brazo.

—Estás cargado de manías. Tranquilo. Por una vez que hacemos un viaje largo, bien podemos ir un poco a la aventura, ¿no te parece? Eso de no salir del restaurante del hotel, la verdad, es un aburrimiento. ¡Va! Entremos.

Una vez dentro descubrieron que era un restaurante especializado en platos de cangrejo. La carta estaba escrita en inglés y en chino. La gran mayoría de los clientes era gente del lugar y el precio era módico. Según la explicación adjunta al menú, en Singapur había infinidad de clases de cangrejos y se cocinaban más de cien variedades. Ambos tomaron cerveza del país, pidieron algunos de los tipos de cangrejo que más o menos pudieron identificar y se los comieron entre los dos. Las raciones eran generosas; los ingredientes, frescos y la condimentación, ligera.

—¡Qué bueno! —exclamó el hombre admirado.

—¿Qué te decía yo? Tengo un talento especial para descubrir buenos restaurantes.

—Pues sí, la verdad —reconoció el joven.

—Y este talento es más útil de lo que parece —dijo ella—. Comer es más importante de lo que la gente piensa. En la vida hay siempre un momento en el que debes comer algo bueno. Y, en esas ocasiones, el hecho de que entres en un buen restaurante o en uno malo, puede hacer cambiar tu vida por completo. En resumen, que te caigas de este o del otro lado de la tapia.

—Comprendo —dijo él—. La vida no es una broma.

—Exacto —dijo ella. Y luego levantó el dedo índice con aire burlón—. La vida no es una broma. Menos de lo que tú te imaginas.

El joven asintió.

—Y nosotros hemos caído dentro de la tapia.

—Exacto.

—Pues, muy bien —dijo el hombre como si hablara consigo mismo—. ¿Te gusta el cangrejo?

—¡Huy, sí! Siempre me ha encantado el cangrejo. ¿Y a ti?

—A mí también. Podría comer cangrejo todos los días.

—Pues ya tenemos algo más en común —dijo ella. Y sonrió.

El hombre también sonrió. Los dos alzaron el vaso de cerveza y brindaron de nuevo.

—Volvamos mañana —propuso ella—. Restaurantes tan baratos y que sirvan platos de cangrejo tan buenos como éstos, se pueden contar con los dedos de una mano.

Los tres días siguientes acudieron al restaurante. Por la mañana iban a la playa, nadaban hasta hartarse y tomaban el sol, y por la tarde paseaban por la ciudad e iban a tiendas de artesanía a comprar
souvenirs
. Al anochecer, casi siempre a la misma hora, se dirigían al restaurante del callejón, probaban distintas variedades de cangrejo y luego volvían al hotel, hacían el amor con tiempo sobre la cama y dormían sin soñar. Unos días dignos del paraíso. Ella tenía veintiséis años y enseñaba inglés en un instituto privado femenino. Él tenía veintiocho y trabajaba en un gran banco, en el departamento de investigación financiera de empresas. Había sido casi un milagro que los dos hubieran podido tomarse vacaciones al mismo tiempo, y en aquel momento disfrutaban intensamente de aquellos días de libertad en los que podían estar solos sin estorbos. Ambos se esforzaban en no sacar temas de conversación que significaran malgastar aquel precioso tiempo.

El cuarto día (el último de sus vacaciones), para cenar, los dos comieron cangrejo. Mientras extraían la carne de las patas del cangrejo con un delgado utensilio metálico, los dos hablaron de lo irreal y lejana que les parecía su frenética vida cotidiana en Tokio estando en aquel lugar, donde se pasaban los días nadando y comiendo deliciosos platos de cangrejo. Hablaron principalmente del presente. Durante la comida, el silencio cayó sobre ellos en varias ocasiones y, en cada una de ellas, ambos se sumieron en sus propias reflexiones. Pero no era un silencio incómodo. Porque entre ellos mediaban una cerveza muy fría y unos platos calientes de cangrejo.

Al salir del restaurante volvieron al hotel y, como de costumbre, hicieron el amor sobre la cama. De manera tranquila, pero satisfactoria. Luego, los dos se ducharon y, acto seguido, se quedaron dormidos.

Sin embargo, poco después, el joven se despertó. Se encontraba muy mal. Sentía el estómago como si se hubiera tragado una pequeña y pesada nube. Corrió al lavabo, se puso en cuclillas, metió la cabeza dentro del inodoro y arrojó con fuerza todo lo que tenía dentro del estómago. Y dentro del estómago tenía montones de carne blanca de cangrejo. Ni siquiera le había dado tiempo de encender la luz, pero pudo vislumbrarlo gracias a la enorme luna llena que flotaba en el cielo. Respiró hondo, cerró los ojos y, sin cambiar de posición, dejó transcurrir el tiempo. Tenía la cabeza embotada y era incapaz de hilvanar las ideas. Simplemente esperaba. Luego le vino otra arcada, como una nueva ola que va a romperse a la orilla, y volvió a vomitar con fuerza todo lo que aún le quedaba en el estómago.

Al abrir los ojos vio que, sobre el agua del váter, flotaban sus vómitos convertidos en una amalgama blanca. El volumen era considerable. «¿Tanto cangrejo he comido?», pensó medio asombrado. «¡Uf! Si todos los días he comido esta cantidad, no me extraña que haya acabado vomitando. ¡Qué bárbaro! En estos cuatro días he comido cangrejo para dos o tres años».

Sin embargo, al fijar la mirada, le pareció que aquella masa que flotaba por encima del agua se movía un poco. Al principio pensó que se trataba de una alucinación. La pálida luz de la luna crea estas ilusiones. De vez en cuando, alguna nube ocultaba la luna a su paso y, por un instante, la oscuridad se hacía más densa. El joven cerró los ojos, respiró hondo despacio y volvió a abrirlos. Pero no cabía duda. Aquella carne se estaba moviendo. No era una ilusión. Como si se crispara, la superficie de la carne temblaba nerviosamente. El joven se levantó y encendió con decisión la luz del baño. Y, al acercar la vista, descubrió que aquel temblor no era más que una multitud de gusanos blancos. Incontables, gusanos diminutos del mismo color blancuzco que la carne estaban adheridos a la superficie de ésta.

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