—Oye, siento molestarte, pero ¿podrías decirme dónde puedo encontrarlo? —me dijo.
Yo contemplé el auricular y seguí el cable con la mirada. Estaba bien conectado al teléfono.
Le di una respuesta vaga. En su voz había advertido una resonancia funesta y prefería no verme involucrado en el asunto.
—Nadie me lo quiere decir —replicó ella con frialdad—. Todo el mundo simula que no lo sabe. Pero es muy importante. Por favor, dímelo. No te ocasionaré ningún problema. Dime. ¿Dónde está?
—No lo sé, de verdad. Hace mucho que no lo veo —contesté.
Me había salido una voz que no parecía la mía. Era cierto que hacía mucho tiempo que no lo veía. Pero conocía su dirección y su número de teléfono. Y yo, cuando mentía, ponía una voz muy extraña.
Ella enmudeció.
El auricular me pareció de pronto tan frío como una vara de hielo.
Todo a mi alrededor se había convertido en una vara de hielo. Igual que en una escena de ciencia ficción de J.G. Ballard.
—No lo sé, de verdad —repetí—. Hace tiempo que desapareció sin decir nada.
Al otro lado del teléfono ella se rió.
—Bromeas, ¿no? No es tan listo como para hacer algo así. Eso lo sé hasta yo. Es incapaz de vivir sin gritarle a alguien.
Realmente, tenía razón. El tipo no era tan listo. Pero yo no podía decirle dónde se encontraba. Si llegaba a saber que yo se lo había dicho, el siguiente en llamar sería él. Y yo no tenía ningunas ganas de meterme en berenjenales. Yo, en cierto momento, hice un hoyo en el jardín trasero y lo enterré todo allí. No quería que ahora vinieran los demás a abrirme de nuevo el hoyo.
—Lo siento —me disculpé.
—Oye, yo a ti te caigo mal, ¿verdad? —me espetó de repente.
No supe qué responderle. Yo no sentía por ella ninguna antipatía en especial. En primer lugar, porque no tenía una impresión determinada de ella. Y no puedes tener una mala impresión de una persona que no te produce impresión alguna.
—Lo siento —repetí—. Es que ahora tengo los espaguetis al fuego.
—¿Ah, sí?
—Estoy haciendo espaguetis —mentí. No sé cómo se me ocurrió soltarle eso. Pero esa mentira me pareció muy convincente. Tanto que ni siquiera me dio la sensación de que estuviera mintiendo.
Metí un agua imaginaria dentro de la olla, encendí un fuego imaginario con unas cerillas imaginarias.
—¿Y entonces qué? —dijo ella.
Metí una pizca de sal imaginaria en el agua hirviendo, eché con cuidado un puñado de espaguetis imaginarios dentro y programé a veinte minutos el cronómetro de cocina imaginario.
—Ahora no puedo hablar contigo. Se me pegarían los espaguetis.
Ella se calló.
—Lo siento, pero es que hervir espaguetis es una operación muy delicada.
Ella calló. En mi mano, el auricular empezó a descender la pendiente la del bajo cero.
Precipitadamente, añadí:
—¿Podrías llamarme más tarde?
—¿Porque tienes los espaguetis al fuego?
—Sí, exacto.
—Esos espaguetis, ¿los haces para alguien o son para comértelos tú solo?
—Para comérmelos yo solo —respondí.
Ella contuvo el aliento. Luego aspiró despacio una bocanada de aire…
—Seguro que tú no lo sabes, pero me encuentro en un apuro muy serio. Y no sé qué hacer.
—Siento no poder ayudarte —dije.
—También es una cuestión de dinero.
—¿Ah, sí?
—Quiero que me devuelva un dinero —dijo—. Le presté dinero. No tenía que haberlo hecho. Pero no pude evitarlo.
Permanecí unos instantes en silencio, pensando en los espaguetis.
—Lo siento —repetí.
—Pero tienes los espaguetis al fuego.
—Sí.
Ella se rió sin fuerzas.
—Adiós. Y recuerdos a tus espaguetis. Espero que estén buenos.
—Adiós —dije yo también.
Al colgar, la isla de luz del suelo se había desplazado unos centímetros. Volví a tenderme dentro y alcé los ojos hacia el techo.
A mí me parece que es triste pensar eternamente en un puñado de espaguetis que no se van a hervir nunca.
Ahora me arrepiento un poco de no haberle dicho a aquella chica lo que quería saber. Total, el tipo no era nada del otro mundo. Un tipo superficial, sin ningún contenido, que se creía un artista. Un sujeto con mucha labia del que casi nadie se fiaba. Y quizás ella necesitaba el dinero. Además, el dinero que te han prestado, sea como sea, tienes que devolverlo.
¿Qué habrá sido de ella? A veces pienso en ello. Por lo general, mientras como espaguetis. ¿Desapareció, realmente, después de colgar, absorbida por las sombras de las cuatro y media de la tarde? ¿Tuve yo, en ese caso, parte de la culpa? Pero quiero que me comprendas. En aquella época, yo no quería mantener ninguna relación con nadie. Justamente por eso iba haciendo yo solo espaguetis un día tras otro. En aquella enorme olla donde habría cabido un perro pastor alemán.
Durum semolina
.
Un trigo dorado que crece en los campos de Italia.
Los italianos se habrían quedado estupefactos si hubieran sabido que lo que exportaban en 1971 no era más que soledad.
El nombre real de Tony Takitani era, verdaderamente, Tony Takitani.
Debido a su nombre (en el registro civil figuraba, por supuesto, Tony Takitani) y a que tenía las facciones muy pronunciadas y el pelo rizado, cuando era pequeño solían tomarlo por un niño mestizo. Porque, en plena posguerra, había montones de niños por cuyas venas corría la sangre de los soldados americanos. Sin embargo, lo cierto era que tanto su padre como su madre eran japoneses de pura cepa. Su padre se llamaba Shôzaburô Takitani y era un trombón de jazz que había disfrutado de cierta fama en la preguerra. Pero cuatro años antes de que estallara la guerra del Pacífico se metió en un lío de faldas, tuvo que dejar Tokio y, puestos a marcharse, se fue a la China llevándose sólo su instrumento. En aquella época, zarpando de Nagasaki, se tardaba un día en llegar a Shangai. No tenía nada, ni en Tokio ni en Japón, que le importara dejar atrás. Se marchó sin pesar alguno. Además, los encantos artísticos que ofrecía el Shangai de aquella época parecían irle, a un hombre de sus características, como anillo al dedo. Desde el instante en que avistó, de pie en la cubierta del barco que remontaba el río Yangtzé, las hermosas calles de Shangai iluminadas por el sol de la mañana, se sintió fascinado por la ciudad. Aquella luz parecía traerle promesas de un futuro brillante y feliz. Tenía entonces veintiún años.
De este modo, Shôzaburô Takitani se pasó los agitados tiempos de contienda, desde la guerra chino-japonesa al ataque de Pearl Harbor y al lanzamiento de las bombas atómicas, tocando despreocupadamente el trombón en los clubes nocturnos de Shangai. La guerra se desarrollaba en un lugar que nada tenía que ver con él. En definitiva, que se puede afirmar que Shôzaburô Takitani no tenía ni un ápice de voluntad o reflexión frente a la historia. Tocar el trombón, comer tres veces al día y disponer de algunas mujeres a su alrededor era todo cuanto deseaba. Era un hombre modesto, pero también arrogante. Fundamentalmente era un gran egoísta, pero solía ser muy amable y simpático con quienes le rodeaban. Por lo tanto, gustaba a la mayoría de la gente. Era joven, guapo y, encima, tocaba muy bien el trombón, así que, fuera a donde fuese, destacaba como un cuervo en un día de nieve. Se había acostado con tantas mujeres que había perdido la cuenta. Desde japonesas a chinas, pasando por rusas blancas, desde prostitutas a mujeres casadas, desde mujeres hermosas a otras que no lo eran tanto, él se acostaba con cuantas mujeres tuviera al alcance de la mano. Y, pronto, Shôzaburô Takitani se convirtió en un sujeto emblemático del Shangai de la época gracias a la dulzura de su trombón y a la actividad de su enorme pene.
Otra cualidad que lo adornaba (aunque él no fuese especialmente consciente de ello) era la de saber trabar amistades «útiles». Estaba en excelentes términos con militares de alta graduación del ejército de tierra japonés, con ricachones chinos, aparte de con unos tipejos forrados de dinero que habían obtenido enormes beneficios económicos de la guerra por medios poco claros. La gran mayoría era el tipo de sujetos que esconden una pistola bajo la chaqueta y que, al salir de un edificio, lo primero que hacen es echar una ojeada calle arriba y calle abajo, pero Shôzaburô Takitani, curiosamente, se llevaba bien con ellos. Y ellos lo protegían con mimo. Si tenía algún problema, ellos le proporcionaban los medios para solucionarlo. En aquella época, la vida le sonreía a Shôzaburô Takitani.
Sin embargo, los talentos notables como el suyo también tienen, a veces, efectos adversos. Al acabar la guerra, el ejército chino puso el ojo en sus juergas con tipos poco recomendables y él fue a dar con los huesos en la cárcel durante una larga temporada. La mayoría de los encarcelados eran ejecutados sin ser juzgados siquiera. Un buen día, sin previo aviso, los arrastraban hasta el patio de la cárcel y con una pistola automática les volaban la cabeza de un disparo. Las ejecuciones siempre tenían lugar a las dos de la tarde. Y el sonido duro y comprimido de los disparos de las automáticas resonaba por el patio de la cárcel.
Ésa fue la mayor crisis en la vida de Shôzaburô Takitani. La distancia entre la vida y la muerte era, literalmente, del grosor de un pelo. Él era consciente de que podía encontrar la muerte en aquel lugar. Morir, en sí mismo, no le daba miedo. Total, te pegaban un tiro y listos. El dolor no debía durar más que un instante. «Hasta ahora he vivido como me ha dado la gana y me he acostado con un montón de mujeres», se decía. «He comido muy buena comida, he tenido mucha suerte en esta vida. No dejo atrás nada que valga la pena. Aunque me maten, así por las buenas, no tengo ningún derecho a quejarme. ¡En fin! Así están las cosas. Pedir más sería abusar. En esta guerra han muerto millones de japoneses. Y montones de personas han tenido una muerte infinitamente peor que la mía». Resignado a su suerte, se pasaba el día tumbado en el calabozo, silbando. Día tras día contemplaba cómo pasaban las nubes al otro lado del ventanuco enrejado de su celda y se representaba los rostros y los cuerpos de todas las mujeres con las que se había acostado sobre las paredes rezumantes de humedad. Sin embargo, después de todo, Shôzaburô Takitani fue uno de los dos únicos japoneses que lograron salir de aquella prisión con vida y volver a Japón. El otro era un militar de alta graduación que casi había enloquecido. De pie en la cubierta del barco que lo repatriaba, mientras miraba cómo la ciudad de Shangai se iba empequeñeciendo en la distancia, justo al contrario de lo que había sucedido a su llegada, pensó: «¡La vida no hay quien la entienda!».
Shôzaburô Takitani volvió a Japón demacrado y sólo con lo puesto, en la primavera del año 21 de
Shôwa
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. A su llegada a Tokio se encontró con que su casa había ardido y que sus padres habían muerto en los grandes bombardeos aéreos de marzo del año anterior. Su único hermano había desaparecido en el frente de Birmania. O sea, que Shôzaburô Takitani estaba solo en el mundo. Este hecho, sin embargo, no lo afligió demasiado ni tampoco representó un golpe terrible para él. Por supuesto que experimentó cierta sensación de pérdida. «Pero esto, en la vida, te pasa antes o después», se dijo. «Tomes el camino que tomes, un día u otro acabarás solo». Él tenía entonces treinta años. Y ya no era una edad en la que pudiera reprocharle a nadie haberse quedado solo. Le daba la sensación de haber envejecido algunos años de golpe. Sólo eso. Fue el único sentimiento que brotó de su pecho.
Sí. Shôzaburô Takitani había logrado, de una manera u otra, sobrevivir, y ya que lo había conseguido, ahora tendría que estrujarse los sesos para seguir sobreviviendo.
No sabía hacer otra cosa, así que llamó a sus antiguos conocidos, formó una pequeña banda de jazz y empezó a recorrer las bases del ejército norteamericano. Allí hizo uso de su innato don de gentes y trabó amistad con un comandante amante del jazz. El comandante era un americano de origen italiano, de Nueva Jersey, bastante buen clarinete. Como el comandante trabajaba en el departamento de abastecimiento, podía traerle de América todos los discos que necesitara. En sus ratos libres solían interpretar jazz juntos. Shôzaburô Takitani frecuentaba también el cuartel del comandante y, mientras bebían cerveza, escuchaban discos de alegre jazz de Bobby Hackett, Jack Teagarden o Benny Goodman, y se esforzaban en copiar sus frases. El comandante le proporcionaba, en las cantidades que él quería, leche, chocolate y otros alimentos muy difíciles de conseguir en aquella época. «¡Pues no son tan malos tiempos!», pensaba Shôzaburô Takitani.
Se casó el año 22 de
Shôwa
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. La novia era una pariente lejana por parte de madre. Un día se la encontró por la calle, fueron a tomar un té, intercambiaron noticias de la familia y hablaron de los viejos tiempos. Después volvieron a verse y, pronto, no se sabe por qué —lo más plausible es que fuera porque ella se hubiese quedado embarazada— decidieron irse a vivir juntos.
Esto es, al menos, lo que Tony Takitani había oído de boca de su padre. No sabía cuánto había querido Shôzaburô Takitani a su esposa. «Era una mujer muy bonita y callada, pero de constitución débil», le había dicho su padre.
Al año de la boda nació un niño. La madre murió tres días después del parto. Murió en un abrir y cerrar de ojos y fue incinerada en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo una muerte muy tranquila. Sin ningún conflicto, sin sufrir apenas, murió consumiéndose lentamente. Como si alguien, a sus espaldas, hubiera apagado la luz.
Shôzaburô Takitani no sabía cómo debía sentirse frente a aquella muerte. Se sentía perdido ante ese tipo de emociones. Era incapaz de comprender con exactitud qué significaba la muerte. Y no podía deducir ni juzgar qué consecuencias le reportaría a él en concreto aquella pérdida. Lo único que podía hacer era asimilarlo como un hecho consumado. En consecuencia, tenía la sensación de que llevaba una especie de disco plano metido en el pecho. Pero no tenía ni idea de qué tipo de objeto se trataba ni de por qué se hallaba allí. Sólo sabía que llevaba aquello metido dentro y que le impedía pensar en otra cosa. Por esta razón, Shôzaburô Takitani se pasó la semana posterior a la muerte de su esposa casi sin pensar en nada. Ni siquiera se acordó de su hijo, al que había dejado en el hospital.
El comandante permaneció a su lado e intentó consolarlo. Todos los días bebían juntos en el bar de la base. El comandante lo aleccionaba. Le decía que tenía que ser fuerte. Porque lo más importante, en aquel momento, era criar a su hijo como era debido. Shôzaburô Takitani no comprendía de qué diablos le estaba hablando, pero asentía en silencio. El afecto que se desprendía de aquellas palabras podía captarlo incluso él. Luego el comandante le dijo, como si se le ocurriera de repente, que si estaba de acuerdo, él podía ser el padrino de su hijo. Sí, porque, pensándolo bien, Shôzaburô Takitani todavía no había dado ningún nombre a su hijo.