Sauce ciego, mujer dormida (23 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Había regresado al lugar donde estaba originalmente, dondequiera que éste se encontrara, y yo había vuelto a mi yo original. Pero ¿qué diablos era mi yo original? En aquellos momentos me veía incapaz de asegurarlo. Me sentía como si el yo que estaba allí fuese otro yo muy parecido al yo original. ¿Qué tenía que hacer yo a partir de ahora? No lo sabía. Estaba tan completa y desesperadamente solo como un poste indicador plantado en mitad del desierto al que se le hubiesen borrado las letras. Me resultaba imposible comprobar la dirección. Rebusqué en los bolsillos, introduje toda la calderilla que llevaba en la ranura de una cabina telefónica y marqué el número del apartamento de mi compañera. El timbre sonó siete veces. Al octavo timbrazo, se puso.

—Estaba durmiendo —me dijo atontada.

—¿A las seis de la tarde? —pregunté sorprendido.

—Es que he estado trabajando toda la noche hace dos horas.

—Siento haberte despertado —me disculpé—. Quizá te suene raro, pero, a decir verdad, sólo quería asegurarme de que estuvieses viva.

Pude sentir cómo ella sonreía plácidamente al otro lado del teléfono.

—Gracias por preocuparte por mí —dijo—. Pero tranquilo. Estoy viva. Y para poder continuar viviendo me mato trabajando y, ahora, estoy que me caigo de sueño. ¿Vale? ¿Te has quedado tranquilo?

—Sí —respondí.

—Oye —me dijo ella en tono confidencial—. Vivir es muy duro, ¿no te parece?

—Y que lo digas —admití.

Tenía razón. Vivir es muy duro.

—¿Te apetece que vayamos ahora a comer algo? —le pregunté.

—Lo siento, pero ahora no me apetece comer. Lo único que quiero es dormir a pierna suelta sin pensar en nada.

—Tampoco yo tengo hambre —dije—. Sólo quería hablar contigo. Es que hay varias cosas que quiero decirte.

Se produjo un corto silencio al otro lado del auricular. Ella se mordía los labios y tenía el dedo meñique posado en el extremo de la ceja. Podía sentirlo.

—Luego, ¿vale? —dijo remarcando cada palabra—. Ahora déjame dormir. Sólo un rato. Y cuando me levante, seguro que todo irá bien. Cuando me despierte te llamo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dije—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Ella dudó unos instantes.

—¿Es urgente lo que tienes que decirme?

—No —respondí—. No corre ninguna prisa. Puedo esperar.

Sí, porque me sobra el tiempo. Diez mil años, veinte mil años. Puedo esperar tanto tiempo como sea necesario.

Tras repetir «Buenas noches», ella cortó la comunicación. Contemplé unos instantes el auricular amarillo que tenía en la mano y colgué. En aquel preciso instante me asaltó un hambre espantosa. Sentía un vacío en el estómago que casi me hacía enloquecer. Quería comer algo. Lo que fuera. Mientras pudiera meterme algo en la boca, no me importaba qué. Para conseguir algo de comer me habría arrastrado por el suelo, le habría lamido los dedos a quien fuera. Sí, de acuerdo. Os lameré los dedos y, luego, dormiré tan profundamente como un tronco expuesto a la lluvia. Y, sea quien sea quien me dé puntapiés, yo no abriré los ojos. Me sumiré en un profundo sueño de diez mil años.

Me recosté en la cabina, ahuyenté cualquier pensamiento de mi mente, cerré los ojos. Los pasos de diez mil personas me bañaban como una ola. La gente continuaba andando hasta el infinito. Marcando un paso tras otro. «Tac, tac, tac». «¿Adónde habrá vuelto la tía pobre?», me pregunté. «¿Y adónde he vuelto yo?».

Suponiendo, pienso yo, suponiendo que dentro de diez mil años surgiera una sociedad compuesta exclusivamente por tías pobres, ¿me abrirían las puertas a mí? En aquel lugar debería haber un gobierno y un ayuntamiento para tías pobres elegidos por tías pobres, circularían trenes para tías pobres conducidos por tías pobres, existirían novelas para tías pobres escritas por tías pobres.

No, ellas no necesitan eso para nada. Ni el gobierno, ni los trenes, ni las novelas.

Ellas preferirían, más bien, hacer una especie de enormes botellas de vinagre en las que poder meterse y llevar una vida silenciosa y apacible. Desde el aire veríamos decenas, centenas de miles de esas botellas alineadas sobre la superficie de la tierra hasta donde alcanzara la vista. Seguro que sería un paisaje tan hermoso que te dejaría sin aliento.

Sí, y suponiendo que en ese mundo hubiera un pequeño espacio para la poesía, yo querría escribir un poema. Y tendría el honor de ser el primer insigne poeta del mundo de las tías pobres.

«No está mal», pensé.

Yo cantaría a los rayos de sol que se reflejan en el verde cristal de las botellas, cantaría al mar de hierba que se extiende bajo mis pies brillando con el rocío matutino.

Pero, esto, en definitiva, no sucederá hasta el año 11.980 d.C. Y diez mil años son demasiados años como para esperar. Tendría que pasar muchos inviernos hasta entonces.

Náusea, 1979

Pudo darme la fecha exacta en que le empezaron las náuseas gracias a que era una de las contadísimas personas que poseen la rara capacidad de llevar un diario, sin olvidar un solo día, a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. Los vómitos se iniciaron el cuatro de junio —un día de sol— y terminaron el catorce de julio —nublado— del mismo año. Él era un joven ilustrador con el que colaboré en una ocasión en un trabajo para una revista.

Al igual que yo, coleccionaba discos antiguos. Además tenía la afición de acostarse con las novias y las esposas de sus amigos. Debía de ser dos o tres años menor que yo. A lo largo de su vida se había acostado con muchas. Cuando lo invitaban a casa, y mientras ellos se acercaban a la bodega del barrio a comprar cerveza o se tomaban una ducha, él hacía el amor con sus mujeres. Solía hablarme de ello.

—Pues un polvo rápido tampoco está tan mal, ¿sabes? —me contó una vez—. Sin quitarte apenas la ropa, así, deprisa y corriendo. Hay tendencia a alargarlo cada vez más, con preámbulos y otras historias. Así que no está mal variar de vez en cuando. Es muy divertido enfocarlo desde otra perspectiva, no creas.

Él no practicaba sólo el sexo acrobático, por supuesto. También disfrutaba con el sexo normal, ejecutado despacio, con calma. Pero lo que le gustaba era hacerlo con las novias y esposas de sus amigos.

—Yo no creo que me esté portando mal, que les esté poniendo los cuernos a mis amigos ni nada por el estilo. Al acostarme con ellas, tengo una sensación de enorme intimidad. Como de estar en familia. Total, no es más que sexo. Y, si no se llega a saber, no le haces daño a nadie.

—¿Nunca te han descubierto hasta ahora?

—No, claro que no —me dijo con extrañeza—. Estas cosas, si no tienes el deseo subliminal de que te pillen, no llegan a saberse nunca. Debes andarte con cuidado, claro. Y no empezar con insinuaciones, coqueteos ni nada por el estilo. Es muy importante dejarlo todo muy claro desde el principio. O sea, que aquello es un juego lleno de intimidad, y que tampoco pretendes ir más lejos ni herir a nadie. Obviamente, tiene que decirse con tiento, buscando las palabras adecuadas.

Me costaba creer que aquello pudiera funcionar con tanta facilidad, pero él no era un tipo fanfarrón que se inventara historias, así que debía de ser cierto.

—En realidad, eso es lo que desea la mayoría de las mujeres. La mayor parte de sus maridos o de sus novios son mucho mejores que yo. O son más guapos, o son más inteligentes, o tienen el pene más grande. Pero eso, a ellas, no les importa. Ellas se conforman con que su pareja sea, hasta cierto punto, un tipo formal, cariñoso, alguien con quien puedan entenderse. Lo que buscan es un hombre que se interese por ellas más allá del marco estático de «novia» o de «esposa». Ése es el principio fundamental. Claro que, luego, hay distintas motivaciones secundarias.

—¿Como por ejemplo?

—Por ejemplo, el resentimiento hacia una infidelidad del marido, el aburrimiento, la satisfacción del ego cuando siente que interesa a otros hombres aparte del suyo. Ese tipo de cosas. Eso yo lo capto a la primera ojeada. No se trata de conocimientos o de técnica. Es un talento innato. Algunas personas lo poseen y otras no.

Él no tenía novia fija.

Tal como he dicho, los dos éramos coleccionistas y, a veces, cogíamos nuestros discos, nos juntábamos y hacíamos algún trato. Ambos coleccionábamos discos de jazz de la década de los cincuenta y primera mitad de los sesenta, pero, como estábamos especializados en áreas ligeramente distintas, siempre surgía alguna posibilidad de trato. Yo me centraba en las bandas de jazz blancas de la Costa Oeste y él coleccionaba discos de la última época de músicos como Coleman Hawkins o Lionel Hampton. Así que, si él tenía
Victor
, de Pete Jolly Trio, y yo
Mainstream Jazz
, de Vic Dickenson, no era difícil que se produjera algún intercambio provechoso para ambos. Nos pasábamos un día entero tomando cervezas y estudiando la calidad de los discos o de las interpretaciones y, muchas veces, cerrábamos el trato.

Fue después de uno de esos encuentros cuando me habló de sus náuseas. Estábamos en su apartamento, bebiendo whisky y escuchando discos. De hablar de música pasamos a hablar de whisky y esto nos llevó a las borracheras.

—Hace tiempo, en una ocasión me pasé vomitando unas seis semanas. Todos los días, sin saltarme ni uno. Y no es que hubiera bebido demasiado. Tampoco estaba enfermo. Vomitaba sin más, sin ninguna causa específica. Durante cuarenta días. ¡Cuarenta días eternos! No es para tomárselo a broma.

Vomitó por primera vez el 4 de junio, pero aquel día no se encontraba en situación de protestar. Ya que la noche anterior su estómago había trasegado una buena cantidad de whisky y de cerveza. También se había acostado con la mujer de un amigo suyo, como de costumbre. Eso fue la noche del 3 de junio de 1979.

De modo que el hecho de que a las ocho de la mañana del 4 de junio arrojara todo cuanto tenía en el estómago en la taza del váter fue, según la sabiduría popular, lo más natural del mundo. Cierto que no había vuelto a vomitar a causa de la bebida desde que salió de la universidad, pero, con todo, no era ningún suceso extraordinario. Tiró de la cadena, envió la vomitona a la alcantarilla, se sentó ante la mesa y empezó a trabajar. No se encontraba mal. Es más, aquel día se sintió especialmente fresco y productivo. Trabajó a buen ritmo y, a mediodía, comprobó que tenía apetito.

Para almorzar se hizo un sándwich de jamón y pepino y se lo tomó junto con una lata de cerveza. Media hora más tarde, sintió por segunda vez náuseas y vomitó el sándwich entero en la taza del váter. El pan y el jamón desmenuzados quedaron flotando en la superficie del agua. A pesar de ello no sentía molestia alguna. No se encontraba mal. Sólo sentía náuseas. De pronto tuvo la sensación de que algo le obstruía la garganta y, sólo para probar, se había puesto en cuclillas ante el inodoro: acto seguido, todo lo que contenía su estómago se le había ido escurriendo fuera de la misma forma que un mago va sacando palomas, conejos o banderitas del sombrero. No fue más que eso.

—Yo había vomitado mucho en la época de la universidad, cuando bebía hasta reventar. También me había mareado a veces yendo en coche. Pero aquellas náuseas eran completamente distintas. Ni siquiera notaba esa contracción de estómago tan típica del vómito. El estómago empujaba hacia arriba la comida como si aquello no tuviera nada que ver con él. No tenía ningún nudo en el estómago. No me sentía mal, los vómitos apenas olían. Todo aquello era muy extraño. Y no me había pasado una vez sino dos. Preocupado, decidí dejar el alcohol por un tiempo.

A pesar de ello, la tercera vomitona se produjo, puntualmente, a la mañana siguiente. Devolvió casi toda la anguila de la cena junto con el
muffin
inglés con mermelada amarga que había tomado para desayunar.

Después, mientras estaba en el baño lavándose los dientes, sonó el teléfono. Cuando descolgó, un hombre pronunció su nombre y luego colgó bruscamente. Sólo eso.

—¿No sería un novio o marido furioso? —pregunté.

—En absoluto —dijo—. A ésos les conozco a todos la voz. Y la del hombre del teléfono te aseguro que no la había oído nunca. Me producía una sensación muy desagradable. Total, que el tipo ese llamó todos los días. Del día cinco de junio al catorce de julio. ¿Qué te parece? Es justo el periodo en que yo tuve náuseas diarias, ¿te das cuenta?

—¿Pero qué relación podían tener los vómitos con esas llamadas desagradables? Yo no le veo ninguna.

—Ni yo tampoco —respondió él—. Justo por eso todavía ahora estoy confuso. En fin, sea como sea, las llamadas eran siempre iguales. Sonaba el teléfono, el hombre pronunciaba mi nombre y, después, colgaba bruscamente. Llamaba una vez al día. A horas distintas. A veces por la mañana, a veces por la tarde. Incluso había llamado alguna vez a altas horas de la noche. La verdad es que yo podía haber dejado que sonara el teléfono y no haberme puesto, pero me daba miedo que fuera una llamada de trabajo, o también podía telefonear alguna chica…

—Ya, claro —dije.

—De forma paralela, continuaban las náuseas, sin fallar un solo día. Lo vomitaba casi todo. Al arrojar lo que tenía en el estómago me entraba un hambre canina, comía algo y, luego, volvía a devolver. Era un círculo vicioso. Menos mal que, de media, digería bien una de cada tres comidas. Gracias a eso seguí viviendo, mal que bien. Si hubiera vomitado todas las comidas, habrían tenido que alimentarme con instilación, supongo.

—¿Y no fuiste al médico?

—¿Al médico? Pues claro que fui al hospital del barrio. Es un hospital que está bastante bien, tiene de todo. Me hicieron radiografías, análisis de orina. Ante todo, comprobaron que no se tratase de cáncer. Pero no me encontraron nada malo en ninguna parte. Estaba sano como una manzana. Al final llegaron a la conclusión de que se trataba o bien de una fatiga estomacal crónica o bien de estrés nervioso, y me recetaron un medicamento para el estómago. Me dijeron que me levantara y acostara temprano, que me abstuviera de beber, que intentara no preocuparme por cosas sin importancia. ¡Vaya tonterías! La fatiga estomacal crónica la conocía hasta yo. Muy imbécil tiene que ser quien la sufra y no se dé cuenta. La fatiga crónica provoca pesadez en el estómago, ardores, falta de apetito. En el caso de que haya vómitos, éstos aparecen siempre después de los demás síntomas. No te pueden venir así, por las buenas, con independencia de los demás. Y yo sólo tenía vómitos, ningún otro síntoma. Dejando aparte el hambre que me acuciaba todo el día, me encontraba de maravilla y notaba la cabeza muy despejada.

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