Cuando llegó al aeropuerto de Honolulú, Sachi se dio cuenta de que, con el atolondramiento, se había olvidado de comunicar la hora de su llegada al consulado japonés. Habían quedado en que un miembro del consulado la acompañaría a Kauai. Sin embargo, le pareció más sencillo dirigirse hacia allí sola que ponerse en contacto con el consulado y concertar una cita, y así lo hizo. Una vez en el lugar, ya se las apañaría. Hizo transbordo de avión y, antes de mediodía, ya estaba en Kauai. En el aeropuerto alquiló un coche en un mostrador de Avis y, en primer lugar, se dirigió a la comisaría más cercana. Allí les explicó que acababa de llegar de Tokio porque había recibido aviso de que su hijo había muerto en Hanalei Bay atacado por un tiburón. Un policía canoso con gafas la acompañó a un depósito de cadáveres parecido a un almacén frigorífico. Y le mostró el cuerpo de su hijo al que le faltaba la pierna devorada. La pierna derecha estaba amputada un poco por encima de la rodilla. Por el corte, asomaba dolorosamente el blanco hueso. Aquél era su hijo, sin lugar a dudas. Su rostro carecía de toda expresión, parecía que estuviese durmiendo como si tal cosa. Daba la impresión de que, si lo sacudiera por el hombro, se levantaría rezongando. Como todas las mañanas.
En otra sala firmó un documento certificando que el cadáver era de su hijo. El policía le preguntó qué pensaba hacer con el cuerpo. Ella le respondió que no lo sabía, ¿qué solía hacerse en estos casos? El policía le explicó que lo más corriente era incinerar el cadáver y llevarse las cenizas a casa. También existía la posibilidad de transportar el cuerpo a Japón, pero los trámites eran complicados y costosos. También podía sepultar a su hijo en el cementerio de Kauai.
—Hágalo incinerar, por favor. Me llevaré las cenizas a Tokio —dijo Sachi.
Su hijo estaba muerto. Lo hiciera como lo hiciese, las perspectivas de que volviera a la vida eran nulas. Cenizas, huesos o cadáver, ¿qué cambiaba en realidad? Firmó la autorización de incineración. Pagó el importe.
—Sólo llevo American Express —dijo ella.
—No hay problema —respondió el policía.
«Estoy pagando la incineración de mi hijo con la tarjeta de American Express», pensó Sachi. Le parecía extraordinariamente irreal. Todo aquello carecía de cualquier viso de realidad, al igual que el hecho de que su hijo hubiera muerto atacado por un tiburón. La incineración tendría lugar al día siguiente por la mañana.
—Habla usted muy bien el inglés —le dijo el oficial mientras ponía los documentos en orden. Era un policía de origen japonés llamado Sakata.
—De joven viví un tiempo en América —explicó Sachi.
—Comprendo —dijo el policía. Luego le entregó las pertenencias de su hijo. Ropa, el pasaporte, el billete de regreso, la cartera, el
walkman
, unas revistas, unas gafas de sol, el neceser. Todo cabía en una pequeña bolsa de viaje. Sachi tuvo que volver a firmar un recibo donde figuraba una lista de aquellas modestas posesiones.
—¿Tiene otros hijos? —le preguntó el policía.
—No. Sólo lo tenía a él —respondió Sachi.
—¿Y no la ha acompañado su esposo?
—Mi marido murió hace muchos años.
El oficial lanzó un hondo suspiro.
—Lo siento mucho. Si podemos hacer algo por usted, no dude en decírnoslo.
—Enséñeme el lugar donde murió mi hijo. Y también donde se alojaba. Supongo que tendré que pagar la cuenta del hotel. Además, me gustaría ponerme en contacto con el consulado japonés en Honolulú, ¿podría usar su teléfono?
El policía trajo un mapa y le señaló con un rotulador el lugar donde había estado haciendo surfing su hijo y el hotel donde se alojaba. Sachi, por su parte, decidió pasar la noche en el pequeño hotel del centro de la ciudad que le recomendó el policía.
—Señora, me gustaría pedirle un favor personal —dijo aquel policía de mediana edad llamado Sakata en el momento de despedirse—. Aquí, en Kauai, la naturaleza arrebata con frecuencia vidas humanas. Tal como usted puede ver, la naturaleza posee aquí una belleza extraordinaria, pero, al mismo tiempo, puede ser violenta y mortal. Nosotros vivimos aquí asumiendo esta posibilidad. Siento de corazón lo que le ha sucedido a su hijo. Pero le ruego que no aborrezca por ello nuestra isla. Puede que esto le suene muy poco considerado a usted. Con todo, se lo pido, por favor.
Sachi asintió.
—¿Sabe, señora? El hermano mayor de mi madre murió en la guerra, en el año 1944, en Europa. Cerca de la frontera entre Alemania y Francia. Formaba parte de un regimiento de soldados de origen japonés y se dirigía a rescatar un batallón de Texas cercado por los nazis, cuando lo alcanzó de lleno una bomba del ejército alemán. Lo único que quedó de él fue su placa de identificación y unos cuantos trozos de carne. Esparcidos por encima de la nieve. Mi madre adoraba a su hermano y, después de aquello, ya no volvió a ser la misma. Yo, por supuesto, únicamente conocí a mi madre después del cambio. Me duele el corazón sólo de pensarlo. —Al decirlo, el policía sacudió la cabeza—. En la guerra, sean cuales sean los ideales que se tengan, la muerte es producto de la ira y del odio de los dos contendientes. Pero en la naturaleza no es así. En la naturaleza no hay partes. Todo esto debe de ser muy duro para usted, pero intente pensar de esta manera: su hijo se ha integrado de nuevo en el ciclo de la naturaleza y su muerte nada ha tenido que ver con las ideologías, la ira o el odio.
Al día siguiente, después de la incineración, una vez hubo recibido una pequeña urna de aluminio con las cenizas de su hijo, Sachi se puso al volante del coche y se dirigió a Hanalei Bay, en la costa norte de la isla. Desde Lihue, donde estaba la comisaría de policía, había una hora de camino. La mayor parte de los árboles estaban deformados a causa de un gran tifón que años atrás había asolado la isla. Sachi también vio los restos de algunas casas de madera que se habían quedado sin tejado. Incluso las montañas habían experimentado cambios en su morfología. La naturaleza era muy dura en aquellos parajes.
Dejó atrás la pequeña y somnolienta ciudad de Hanalei y, un poco más adelante, encontró la zona de surfing donde el tiburón había atacado a su hijo. Detuvo el coche en un aparcamiento cercano, se sentó en la arena y se quedó mirando cómo cinco surfistas cabalgaban las olas. Flotaban en alta mar agarrados a sus tablas. Cuando se acercaba una ola poderosa tomaban impulso, se ponían de pie encima de la tabla y cabalgaban sobre la ola hasta llegar a las proximidades de la playa. Cuando la ola perdía su fuerza, ellos perdían el equilibrio y caían al agua. Luego recobraban la tabla y la empujaban hasta alta mar, deslizándose entre las olas. Y volvían a repetir todo el proceso. Sachi no lo podía entender. ¿No tenían miedo de los tiburones? ¿O es que no se habían enterado de que, pocos días atrás, un tiburón había matado a su hijo en aquel mismo lugar?
Sentada en la arena, Sachi permaneció alrededor de una hora contemplando esa escena. Era incapaz de conformar una sola idea. El pasado que poseía un determinado peso había desaparecido, sin más, y el futuro estaba muy lejos, sumergido en las tinieblas. Ni un tiempo ni el otro tenían casi nada que ver con ella. Sentada en una temporalidad en continuo tránsito llamada presente, iba persiguiendo con los ojos de manera mecánica aquella monótona escena que se repetía una vez tras otra. En cierto momento pensó: «Lo que más necesito ahora es tiempo».
Luego se dirigió al hotel donde se hospedaba su hijo. Era un hotel pequeño y sucio frecuentado por surfistas, con un jardín descuidado donde dos chicos blancos de pelo largo, semidesnudos, estaban sentados en unas tumbonas de lona tomando cerveza. Había varios botellines verdes de Rolling Rock tirados por el suelo, entre los hierbajos. Uno de los chicos era rubio y el otro moreno, pero, aparte de eso, los dos tenían una cara parecida y una complexión física similar. Ambos lucían llamativos tatuajes en los brazos. En el aire flotaba un tenue olor a marihuana, mezclado con el de excrementos de perro. Cuando Sachi se acercó, ambos le dirigieron una mirada suspicaz.
—Mi hijo se alojaba aquí. Es el chico al que mató un tiburón hace tres días —les explicó Sachi.
Los dos intercambiaron una mirada.
—¿Te refieres a Takashi?
—Sí, a Takashi.
—Era un tipo muy majo —dijo el rubio—. ¡Fue una lástima!
—Aquella mañana, ¿no? Pues resulta que había muchas tortugas en la bahía, ¿no? —explicó el moreno con voz átona—. Y los tiburones vinieron detrás, para comérselas, ¿no? Esto… Los tiburones no suelen atacar a los surfistas… Porque nosotros tenemos muy buen rollo con ellos, ¿sabes? Pero…, hay tiburones de todo tipo, ¿no?
Ella les dijo que había venido a pagar el hotel. Porque suponía que su hijo tenía alguna cuenta pendiente.
El rubio hizo una mueca y blandió el botellín de cerveza en el aire.
—Ya. Es que tú no sabes cómo va esto. Aquí se tiene que pagar por adelantado, ¿sabes? Es un hotel barato para surfistas sin una perra. Nada de cuentas pendientes.
—Esto… ¿Y la tabla de Takashi? Te la vas a llevar, ¿no? —dijo el moreno—. El tiburón ese le hincó bien los dientes, ¿no?… La dejó partida en dos, ¿no? Es una Dick Brewer vieja. La policía no se la llevó. Eee… me parece que aún está allí, ¿no?
Sachi sacudió la cabeza. No la quería ver.
—¡Fue una lástima! —repitió el rubio. Al parecer no se le ocurría otra cosa.
—Era un tipo muy majo —dijo el moreno—. Un tipo de puta madre, ¿no? Y en surfing también era muy bueno, ¿no? Esto… La noche antes, ¿no?… Estuvimos tomando tequila juntos, ¿no?
Al final, Sachi se quedó una semana en Hanalei. Alquiló la mejor casita que encontró y vivió allí preparándose comidas sencillas. Antes de volver a Japón tenía que tratar de recuperarse un poco. Se compró una silla de plástico, unas gafas de sol, un sombrero y crema de protección solar, y todos los días se sentaba en la arena y contemplaba a los surfistas. Llovía varias veces al día. La lluvia era tan fuerte que parecía que arrojaran grandes cubos de agua desde el cielo. En la costa norte, el clima es variable en otoño. Cuando empezaba a llover, Sachi se metía dentro del coche y se quedaba contemplando la lluvia. Cuando escampaba, volvía a la playa y dirigía los ojos hacia el mar.
A partir de entonces, Sachi empezó a visitar Hanalei todos los años en aquella misma época del año. Cuando se acercaba la fecha de la muerte de su hijo, se dirigía a Hanalei y permanecía allí tres semanas. En cuanto llegaba, cogía la silla de plástico, iba a la playa y se quedaba mirando a los surfistas. No hacía nada más. Simplemente, se pasaba el día sentada en la playa. Esto se repitió durante más de diez años. Se alojaba en la misma habitación de la misma casita y comía sola en el mismo restaurante leyendo un libro. A base de repetir, año tras año, lo mismo, empezó a conocer a algunas personas con quienes podía hablar. Era una ciudad pequeña y la mayoría de personas la conocían de vista. Se la conocía como la madre de aquel chico japonés al que mató un tiburón por los alrededores.
Aquel día, cuando volvía del aeropuerto adonde había ido a cambiar un coche de alquiler que no funcionaba del todo bien, Sachi se encontró a dos chicos japoneses que hacían autoestop en una localidad que está a medio camino llamada Kapaa. Estaban plantados delante del Ono Family Restaurant, con enormes bolsas deportivas a la espalda, y alzando, con expresión poco convencida, el dedo pulgar en dirección a los automóviles. Uno era alto y larguirucho, el otro bajo y rechoncho. Los dos llevaban el pelo, que les llegaba hasta los hombros, teñido de castaño, camisetas raídas y unos shorts y sandalias desastrados. Sachi pasó de largo, pero, tras proseguir un poco, se lo pensó dos veces y dio la vuelta.
—¿Adónde vais? —les preguntó en japonés asomándose por la ventanilla.
—¡Oh! ¡Pero si habla japonés! —dijo el alto.
—Pues claro. Como que soy japonesa —repuso Sachi—. ¿Adónde vais?
—A un sitio que se llama Hanalei —dijo el alto.
—¿Os llevo? Justo ahora voy hacia allí —dijo Sachi.
—Pues nos haría un gran favor —dijo el rechoncho.
Cargaron el equipaje en el maletero y, luego, se dispusieron a sentarse los dos en los asientos traseros del Neon.
—No es por nada, pero no me hace ninguna gracia que os sentéis los dos detrás —dijo Sachi—. No soy ningún taxi, así que, por favor, que pase uno delante. Me parece un poco más educado, la verdad.
Al final resultó ser el larguirucho el que se sentó, tímidamente, en el asiento de al lado del conductor.
—¿Cómo se llama este coche? —preguntó el alto doblando penosamente sus largas piernas.
—Es un Dodge Neon. De Chrysler —respondió Sachi.
—¡Jo! ¿No me diga que en América hay coches tan pequeños? Mi hermana lleva un Corolla, pero me parece que todavía hay más espacio que en éste.
—No todos los americanos van en Cadillac, ¿sabes?
—Pero es que éste es tan pequeño…
—Si no te gusta, puedes bajarte ahora mismo —dijo Sachi.
—¡Oh, no! No lo decía con esta intención. Ya veo que he metido la pata. Sólo es que me ha sorprendido que fuera tan pequeño. Creía que todos los coches americanos eran enormes.
—¿Y qué vais a hacer a Hanalei? —preguntó Sachi mientras conducía.
—Pues, surfing —dijo el alto.
—¿Y la tabla?
—Ya nos la agenciaremos en la zona —dijo el rechoncho.
—Traerlas de Japón es muy pesado. Además, hemos oído que aquí venden tablas de segunda mano baratas —explicó el alto.
—¿Y usted ha venido de viaje? —preguntó el rechoncho.
—Sí.
—¿Sola?
—Pues sí —le respondió Sachi con naturalidad.
—¿No será una de esas surfistas legendarias?
—¡Pues claro que no! —exclamó Sachi boquiabierta—. Por cierto, ¿ya sabéis dónde os vais a alojar en Hanalei?
—Pues no. Una vez allí, ya nos espabilaremos —dijo el alto.
—Y, si no encontramos nada, dormiremos en la playa —dijo el rechoncho—. Además, como no tenemos mucha pasta…
Sachi sacudió la cabeza.
—En la costa norte, en esta estación del año, las noches son frías. Incluso dentro de casa tienes que ponerte un jersey. Si dormís al aire libre, os pondréis enfermos.
—¿Pero en Hawai no es siempre verano? —preguntó el alto.
—Hawai está en el hemisferio norte y tiene cuatro estaciones. En verano hace calor y, en invierno, a su manera, hace frío.
—Entonces, será mejor que durmamos bajo tejado —dijo el rechoncho.