Metí todo lo que consideré necesario en una Samsonite de tamaño medio de color azul. Maleta en mano, tomé con Izumi un avión que seguía la ruta del sur. En volumen, su equipaje era similar al mío.
Cuando estábamos sobrevolando Egipto, me aterroricé al pensar que alguien, por equivocación, podía llevarse mi maleta en algún aeropuerto. Samsonite azules como la mía debía de haberlas por decenas de millares en el mundo. ¿Y si, una vez llegara a mi destino y abriese la maleta, me encontrara con las pertenencias de otra persona? No era imposible. Al pensarlo, me asaltó un pánico tan grande que yo mismo me asombré. Si se perdiera la maleta, aparte de Izumi no me quedaría nada que me ligara a mi vida. Mientras le daba vueltas a eso en la cabeza, tuve la sensación de que había perdido mi esencia como ser humano. Era la primera vez en la vida que tenía una sensación tan extraña. Yo había dejado de ser yo. El que estaba allí no era mi yo auténtico, sino un sucedáneo que había tomado mi forma. Y mi conciencia, sin darse cuenta, había seguido por equivocación a aquel otro yo. Mi conciencia estaba terriblemente confusa. Se decía a sí misma que debía regresar a Japón y volver a entrar en el cuerpo al que en verdad pertenecía. Pero el avión estaba sobrevolando Egipto. Era imposible volver atrás. Sentía la carne de aquel yo provisional como si estuviera hecha de estuco. Rascándola con las uñas se podía desmenuzar, convertir en polvo. Empecé a temblar violentamente. No podía parar. Me dije que si continuaba temblando de aquella forma, acabaría haciéndome añicos, deshaciéndome. El aire acondicionado debía de funcionar bien, pero el sudor empezó a manar de todos los poros de mi piel, empapándome la camisa. Mi cuerpo exhalaba un olor nauseabundo. Mientras tanto, Izumi me agarraba la mano. De vez en cuando, me pasaba un brazo por los hombros. No dijo nada. Pero parecía saber perfectamente cómo me sentía. Duró unos treinta minutos. Hubiera deseado morir. Hubiera querido poner la boca del cañón de la pistola contra mi oreja y apretar el gatillo. Y reducir a un único montón de polvo mi conciencia y mi cuerpo. Ése era mi único deseo en aquellos momentos.
Pero, cuando dejé de temblar me sentí de repente más ligero. Relajé la tensión de los hombros, me abandoné al paso del tiempo. Y caí en un profundo sueño. Cuando abrí los ojos, ya estábamos volando sobre las azules aguas del Egeo.
El mayor problema de la vida que llevábamos en la isla era que casi no teníamos nada que hacer. No trabajábamos, no conocíamos a nadie. En la isla no había ni cine ni pistas de tenis. Tampoco disponíamos de libros. Habíamos salido tan apresuradamente de Japón que ni siquiera se nos había ocurrido traernos algunos libros. Cuando terminé de releer por segunda vez las dos novelas que había comprado en el aeropuerto y las tragedias de Esquilo que se había traído Izumi, ya no me quedó nada que leer. En el quiosco del puerto vendían algunas novelas de bolsillo, en inglés, para los turistas, pero no había ninguna que despertara mi interés. A mí me apasionaba la lectura, de modo que la falta de libros me resultaba muy difícil de soportar. Antes, en cuanto tenía un rato libre, prácticamente me sumergía en los libros. Y ahora que disponía de todo el tiempo del mundo para leer, qué ironía, no tenía ninguno a mano.
Izumi se había traído un manual de griego moderno y se dedicaba a estudiar el idioma. Siempre llevaba consigo unas fichas que había elaborado con las conjugaciones de los verbos griegos y, en cuanto tenía un instante, iba recitándolas como si fueran un conjuro. Cuando íbamos de compras, hablaba con los dueños de las tiendas usando las cuatro palabras que había aprendido. En la cafetería, hablaba con el camarero. Gracias a ello, conocimos a algunas personas. Mientras Izumi estudiaba griego, yo intentaba desempolvar mi francés. Empecé a repasarlo creyendo que, ya que estábamos en Europa, de algo tenía que servirme, pero en aquella mísera isla no había ni una sola persona que lo hablara. En la ciudad te podías comunicar, más o menos, en inglés. Había ancianos que entendían el italiano y el alemán. Pero el francés, justamente, no tenía en absoluto ninguna utilidad.
Nos sobraba el tiempo, así que nos pasábamos el día paseando. Alguna vez intentamos pescar en el puerto, pero, por más que nos esforzamos, no logramos atrapar ningún pez. No es que no los hubiera. Es que el agua era demasiado transparente. Y los peces podían ver con toda claridad, desde el sedal, hasta la cara del pescador que sostenía la caña. En resumen, que muy estúpido tenía que ser un pez para picar el anzuelo. Yo paseaba con el álbum de dibujo y los útiles de pintura que había adquirido en la droguería, e iba dibujando los paisajes de la isla y sus habitantes. A mi lado, Izumi contemplaba mis bocetos y repasaba la gramática griega. Muchos griegos se acercaban a ver cómo dibujaba. Cuando les hacía un retrato para matar el tiempo, se ponían muy contentos. Si se lo daba, como agradecimiento nos invitaban a Izumi y a mí a una cerveza. Un pescador nos regaló en una ocasión un pulpo.
—Podrías ganarte la vida con los retratos —me dijo Izumi—. Eres muy bueno y, además, un pintor japonés es algo muy poco frecuente en estos lugares. Sería un buen negocio.
Yo me reí, pero en el rostro de Izumi se reflejaba que no estaba bromeando. Intenté imaginarme a mí mismo yendo de isla en isla haciendo retratos de la gente y recibiendo, a cambio, algunas monedas o alguna invitación a una cerveza. No me pareció una idea descabellada. Incluso me gustó. De hecho, a mí me encantaba dibujar y había estudiado Bellas Artes.
—Y yo podría hacer de coordinadora turística para japoneses. A partir de ahora, cada vez vendrán más turistas japoneses por aquí y nosotros tenemos que comer. Claro que, para trabajar en eso, primero tengo que aprender bien el griego —dijo Izumi.
—Pero podemos estarnos dos años y medio sin hacer nada, ¿verdad? —quise saber yo.
—Si no pasa nada —respondió Izumi—. Si no nos roban el dinero, o si no nos ponemos enfermos, por ejemplo. Si no ocurre nada de eso, podremos vivir dos años y medio sin problemas. Pero creo que es mejor que estemos preparados para cualquier eventualidad.
Yo no había ido nunca al médico. Así se lo dije a Izumi.
Ella permaneció unos instantes mirándome fijamente. Luego apretó los labios y los torció un poco hacia un lado.
—Suponte —dijo—, suponte que me quedo embarazada. ¿Qué harías tú? Por más precauciones que tomemos, estas cosas pasan. Y si nos sucediera, el dinero se nos terminaría en un santiamén.
—En ese caso, podríamos volver a Japón —sugerí.
—Parece que no lo entiendas. Tú y yo no vamos a regresar nunca a Japón —me dijo Izumi en voz baja.
Izumi continuó estudiando griego y yo seguí con mis dibujos. Posiblemente, aquella fuese la época más apacible de mi vida. Tomábamos una comida frugal, bebíamos vino barato como si fuera la gran cosa. Cada día subíamos a una montaña que había por allí cerca. En la cima había un pequeño pueblo desde donde se divisaban las islas cercanas. Si aguzabas la vista, podías ver, incluso, el puerto turco. Gracias al aire puro y al ejercicio, nos encontrábamos en plena forma física. Al anochecer no se oía ningún ruido en los alrededores. Inmersos en el silencio, Izumi y yo nos abrazábamos en secreto. Y hablábamos en voz baja de muchas cosas. Ya no teníamos que preocuparnos por el último tren ni teníamos que mentir a nuestros cónyuges. Era maravilloso. Y así fue avanzando el otoño y pronto llegó el invierno. Cada vez eran más los días de fuerte viento, el mar empezó a encresparse.
Fue en esa época cuando leímos el artículo que hablaba de los gatos antropófagos. Pero nosotros el periódico lo comprábamos para enterarnos del cambio de divisas. El yen continuaba cotizándose más y más frente al dracma. Eso era de vital importancia para nosotros ya que, cuanto más subía el yen, más aumentaba el valor de nuestros ahorros.
—Hablando de gatos —dije yo unos cuantos días después de que apareciera el artículo de los gatos antropófagos en el periódico—. El gato que yo tenía de pequeño desapareció de una forma muy extraña.
Izumi mostró interés por la historia. Alzó los ojos del cuadro de conjugaciones de los verbos y me miró.
—¿Y cómo fue?
—Sucedió cuando yo estaba en segundo o en tercero de primaria. Entonces vivíamos en una casa de la empresa que tenía un jardín muy grande. En el jardín había un pino muy viejo. Era tan alto que, al alzar la vista, no alcanzabas a ver las ramas más altas. Un día, yo estaba sentado en el porche leyendo un libro mientras el gatito a rayas negras, blancas y marrones que teníamos en casa jugaba solo en el jardín. Saltaba y brincaba solo, como hacen a veces los gatos. Estaba tan excitado que ni siquiera se daba cuenta de que yo lo miraba. Dejé de leer y me lo quedé observando. El gato continuó haciendo lo mismo un buen rato. El tiempo pasaba, pero él no se detenía, era como si estuviera poseído. Brincaba, se enfurecía, retrocedía de un salto. Mirándolo, me fui asustando. Era como si le excitara algo que ni sus ojos ni los míos podían ver. De pronto, el gato empezó a correr alrededor del pino con un vigor inusitado, parecía el tigre de
Little Black Sambo
. Y, tras pasarse un rato dando vueltas, empezó a trepar por el tronco del pino hasta la copa. Al levantar la mirada distinguí la cara del gato en lo alto del árbol. El gato aún parecía terriblemente alterado. Se había escondido tras una rama, con la vista clavada en algo. Lo llamé. Pero no pareció oírme.
—¿Cómo se llamaba el gato? —preguntó Izumi.
No logré recordar su nombre. Le respondí que lo había olvidado.
—Mientras tanto, había ido oscureciendo —le conté—. Yo estaba terriblemente preocupado por el gato y me quedé esperando a que bajara del árbol. Pero el gato no bajó. Pronto cayó la noche. Ésa fue la última vez que lo vi.
—Lo que cuentas no es nada raro —dijo Izumi—. Los gatos suelen desaparecer de este modo. Especialmente cuando están en celo. Se excitan tanto que se pierden en el camino de vuelta. Seguro que, cuando tú no lo veías, bajó del árbol y se fue a alguna parte.
—Es posible —dije—. Pero yo, entonces, todavía era un niño y creí que el gato se había quedado a vivir en lo alto del árbol. Que algo le impedía bajar. Así que todos los días, en cuanto podía, me sentaba en el porche y miraba las ramas del pino. Esperando ver entre ellas la cara del gato.
A Izumi no pareció interesarle mucho esa historia. Encendió un segundo Salem con expresión aburrida. Luego, de pronto, alzó la cabeza y me miró.
—¿Piensas mucho en tu hijo? —me preguntó.
No supe qué responderle.
—A veces —respondí con franqueza—. Pero no mucho. Cuando algo me lo recuerda.
—¿Te gustaría verlo?
—A veces —respondí. Pero era mentira. Sólo que intentaba pensar que tenía ganas de verlo porque creía que eso era lo correcto. Cuando vivíamos juntos, lo encontraba una preciosidad. Los días que llegaba tarde a casa, lo primero que hacía era dirigirme a su habitación y mirarle la carita. A veces me entraban ganas de estrecharlo contra mi pecho con tanta fuerza que le hubiera roto los huesos. Pero, al separarme de él, empezó a costarme recordarlo bien. La expresión de su rostro, su voz, sus gestos, todo ello parecía pertenecer a un mundo muy lejano. Sólo recordaba con claridad el olor de su jabón. Yo solía bañar a mi hijo. El niño tenía la piel muy delicada y mi mujer le había comprado un jabón especial. Y ahora lo único que recuerdo bien de mi hijo es el olor de ese jabón.
—Oye, si te apetece volver a Japón, puedes irte —dijo Izumi—. Por mí no tienes que preocuparte. Podría apañármelas aquí sola.
Asentí. Pero lo tenía muy claro. Yo no volvería jamás a Japón dejándola a ella atrás.
—Cuando tu hijo crezca, seguro que te recordará de una manera parecida —dijo Izumi—. Como tú al gato que un día trepó a lo alto de un pino y desapareció para siempre.
Me reí.
—Pues sí. Se parece —admití.
Izumi apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero. Lanzó un suspiro.
—¿Por qué no volvemos a casa y hacemos el amor? —propuso ella.
—Todavía es por la mañana —dije yo.
—¿Les pasa algo a las mañanas?
—Nada en especial —dije.
A medianoche, cuando me desperté, Izumi había desaparecido. Miré el reloj que había a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj señalaban las doce y media. A tientas, encendí la lámpara de la mesita y eché una mirada a mi alrededor. Un silencio profundo reinaba en la habitación. Parecía que hubiera venido alguien mientras yo dormía Y hubiera esparcido polvo de silencio a manos llenas. En el cenicero quedaban dos colillas de Salem aplastadas hasta reventar. Al lado, la cajetilla de tabaco vacía, estrujada y hecha una bola. Salté de la cama y me dirigí a la sala de estar. Izumi no estaba allí. Tampoco estaba en la cocina ni en el cuarto de baño. Abrí la puerta y miré hacia el jardín delantero. Pero allí sólo había dos sillones blancos de plástico bañados por la luz de la luna. Era una preciosa luna llena. «Izumi», la llamé en voz baja. No hubo respuesta. Volví a llamarla, pero esa vez en voz alta: «¡Izumi!». Chillé tan alto que el corazón comenzó a latirme con fuerza. No parecía mi voz. Era demasiado fuerte y no sonaba natural. Siguió sin haber respuesta, como era de esperar. Las espigas de
susuki
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se mecían al soplo de la suave brisa que llegaba del mar. Cerré la puerta, volví a la cocina y me serví media copa de vino para tranquilizarme. La clara luz de la luna penetraba por las ventanas de la cocina creando extrañas sombras en las paredes y en el suelo. Parecía la simbólica escenografía de una obra de teatro de vanguardia. Entonces lo recordé de repente. Me acordé de que también la noche en que desapareció el gato era una noche de luna llena, sin una sola nube en el cielo, igual que ésa. Y que yo, aquella noche, después de la cena, me había sentado en el porche solo y me había quedado contemplando, inmóvil, la copa del pino. Conforme avanzaba la noche, la luz de la luna había ido cobrando una luminosidad intensa, casi inquietante. No sé por qué, pero me era imposible apartar los ojos de las ramas del pino. De vez en cuando me parecía ver cómo relucían, bañados por la luz de la luna, los brillantes ojos del gato. Pero quizá fuera una ilusión. La luz de la luna, a veces, te muestra cosas que no deberías ver.
Me puse un jersey grueso y unos pantalones tejanos. Me embutí en el bolsillo la calderilla que había sobre la mesa y salí afuera. Seguro que Izumi no podía dormir y había salido a dar un paseo sola. En los alrededores reinaba una paz absoluta, no se apreciaba el menor movimiento. Justo entonces había amainado el viento. Sólo se oía el crujido de las suelas de goma de mis zapatillas de tenis sobre las pequeñas piedras. Crujían de forma tan exagerada que parecía la música de fondo de una película. Se me ocurrió que Izumi podría haberse dirigido al puerto. De hecho, era el único sitio al que podía ir. Sólo había un camino que llevara al puerto, o sea, que no cabía la posibilidad de que nos cruzáramos sin vernos. A la que te apartabas de aquel sendero, enseguida te adentrabas en la montaña. Las luces de las casas que lo bordeaban estaban todas apagadas y la claridad de la luna teñía de plata la superficie de la tierra. «Parece un paisaje submarino», pensé. Tras recorrer la mitad del camino que conducía al puerto me dio la sensación de que una música sonaba débilmente dentro de mis oídos. Me detuve. Al principio creía que era una alucinación auditiva. Algo parecido al silbido causado por el cambio de presión atmosférica. Pero, al escuchar con atención, comprendí que aquel sonido poseía una melodía. Contuve la respiración y me concentré en mis oídos. Como si sumergiera el corazón en la oscuridad del interior de mi cuerpo. Alguien estaba tocando música en aquellos momentos. Una música en vivo, sin amplificadores ni altavoces. Una música que hacía vibrar el transparente aire de la noche hasta llegar a mis oídos. ¿De qué instrumento se trataba? Sí, era un
buzuki
, aquel instrumento parecido a una mandolina que Anthony Quinn tocaba en
Zorba el griego
. Pero ¿quién diablos lo tocaría ahora en plena noche? ¿Y dónde?