—No, eso no es posible. Una vez surge, continúa existiendo de modo independiente a mi voluntad. Es como la memoria. Hay recuerdos, por ejemplo, que por más que quieras borrarlos te es imposible hacerlo. Pues esto es igual.
La joven colaboradora siguió preguntando con aire de estar poco convencida.
—Por ejemplo. Este proceso que ha mencionado usted de convertir palabras en signos conceptuales, ¿podría efectuarlo yo también?
—No sé qué tal resultaría, pero en principio sí —le dije.
—Y si yo —intervino el presentador— repitiera una y otra vez la palabra «conceptual», es posible que algún día me apareciera en la espalda una figura de lo conceptual, ¿no es así?
—En principio, sí —respondí mecánicamente.
—En resumen, que tendría lugar una simbolización conceptual de la palabra «conceptual».
—Exactamente —dije. Los potentes focos del plató y el pestilente aire que se respiraba allí dentro me estaban dando dolor de cabeza. Las estridentes voces de la gente no hacían más que incrementar el dolor.
—Por cierto, la palabra «conceptual», ¿qué forma cree usted que adoptaría? —dijo el presentador. Algunos invitados se rieron.
Le dije que no lo sabía. Ni siquiera me apetecía pensar en ello. Bastante tenía yo con cargar con la tía pobre. Y además, sobre todo, ellos no lo preguntaban en serio. Lo único que querían era hablar por hablar hasta que llegara el momento de la publicidad.
Este mundo es una farsa, no hace falta que lo diga. ¿Quién puede huir de ello? Desde el plató de televisión iluminado por los potentes focos hasta el ermitaño que vive oculto en las profundidades del bosque, la raíz es la misma. Yo seguí andando por el mundo con una tía pobre colgada a la espalda. En el circo de este mundo yo era un payaso de primera. Porque tenía una tía pobre pegada a la espalda. Quizá debería haber llevado un paragüero, tal como me había dicho aquella chica. Entonces, la gente tal vez me hubiese admitido en su grupo. Y yo cada quince días habría pintado el paragüero de un color distinto y habría ido a todas las fiestas.
—¡Oh! Esta semana llevas el paragüero de color rosa —me diría alguien.
—Pues, sí —respondería yo—. Y la semana que viene vendré de verde esmeralda.
Quizás incluso habría chicas deseosas de meterse en la cama con un hombre que cargara con un paragüero de color rosa.
Pero, por desgracia, lo que yo llevaba a la espalda no era un paragüero sino una tía pobre. Con el paso del tiempo, la gente fue perdiendo el interés en nosotros. En definitiva (tal como dijo mi compañera) ¿a quién va a interesarle una historia sobre una tía pobre? Una vez que la fugaz curiosidad inicial siguió el camino que tenía que seguir y desapareció, lo único que dejó tras de sí fue un silencio parecido al de las profundidades marinas. Un silencio tan profundo como el hecho de que la tía pobre y yo nos hubiésemos convertido en un solo cuerpo.
3
—Te vi el otro día por la tele —me dijo mi compañera.
Estábamos sentados en el borde de aquel mismo estanque. Hacía tres meses de nuestro último encuentro. Había llegado el otoño. El tiempo había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Era la primera vez que habíamos estado tanto tiempo sin vernos.
—Pareces un poco cansado.
—Lo estoy, muchísimo —dije.
—No pareces tú.
Asentí. Era cierto. No parecía yo. Ella dobló repetidas veces las mangas de la chaqueta de su chándal sobre las rodillas. Las plegaba y las desplegaba, las desplegaba y volvía a plegarlas. Como si hiciera retroceder y avanzar el tiempo, una y otra vez.
—Parece que tú también has conseguido tener una tía pobre, ¿no? —comentó ella.
—Eso parece —dije yo.
—¿Y qué? ¿Cómo te sientes?
—Como una sandía que se hubiera caído al fondo de un pozo.
Ella se rió mientras acariciaba, como si fuera un gato, la suave chaqueta de chándal que tenía cuidadosamente doblada sobre las rodillas.
—¿Y ya sabes cómo es?
—Un poco, creo —contesté—. Al menos creo que estoy a punto de saberlo.
—¿Has podido escribir algo entonces?
—No —dije ladeando un poco la cabeza—. Ni una línea. Me falta motivación. Quizá no pueda escribir nunca nada.
—¡Qué pusilánime!
—Tal como tú misma dijiste, si no puedo ayudar en nada, ¿qué sentido tiene que escriba sobre una tía pobre?
Ella permaneció unos instantes en silencio, mordisqueándose los labios.
—¡Va! Pregúntame algo. Quizá pueda ayudarte.
—¿Como voz autorizada en tías pobres?
—Pues sí —dijo ella—. Pregunta. Es posible que nunca más vuelva a tener ganas de hablar de este tema.
No se me ocurrió por dónde empezar hasta pasado un tiempo.
—A veces me pregunto qué tipo de personas se convierten en tías pobres. ¿Lo son de nacimiento? ¿O existen unas circunstancias tía-pobre que, como si fueran una hormiga león, acechan en una esquina, abren la boca, engullen al que pasa por allí y lo convierten en tía pobre?
Ella hizo una serie de movimientos afirmativos con la cabeza. Como indicándome que aquélla era una buena pregunta.
—Las dos cosas son lo mismo. Seguro —dijo ella.
—¿Cómo que son lo mismo?
—Sí. En resumen, que tal vez una tía pobre tenga una infancia tía-pobre y una juventud tía-pobre. O quizá no. Pero eso no importa. En este mundo hay millones de causas para millones de consecuencias. Millones de razones para vivir y millones de razones para morir. Millones de razones para dar razones. Razones de este tipo puedes obtenerlas de una manera tan sencilla como hacer una llamada telefónica. Pero tú no pides nada de eso, ¿verdad?
—Pues… —contesté—, creo que no.
—Existen. Eso es todo —dijo ella—. Y tú tienes que reconocerlo y aceptarlo. Son causas o consecuencias. Eso no importa. La tía pobre existe. Y su existencia en sí misma ya es una razón. Como nosotros, que estamos, aquí y ahora, sin ninguna razón o causa en particular.
Permanecimos sentados en el borde del estanque, en la misma posición, sin pronunciar una palabra. La luz transparente del otoño creaba pequeñas sombras en su perfil.
—¿Y qué? ¿No vas a preguntarme qué veo en tu espalda? —dijo.
—¿Qué ves en mi espalda? —pregunté.
—Nada —contestó ella sonriendo—. Sólo te veo a ti.
—Gracias —dije.
El tiempo, por supuesto, va abatiendo a todos los hombres por igual. Como un cochero que fustiga con su látigo a un caballo viejo hasta que cae muerto a un lado del camino. Pero sus embates son tan extremadamente suaves que ni siquiera los perciben quienes los están sufriendo.
A pesar de ello, nosotros sí pudimos observar ante nuestros propios ojos, como a través del cristal de un acuario, los efectos de la tiranía del tiempo sobre la tía pobre. Dentro del angosto recipiente de cristal, el tiempo estaba estrujando a la tía pobre como si fuera una naranja. Pero no salía ni una gota de zumo.
Lo que me fascinaba era la perfección de su interior.
Y ya no sale ni una gota, ¡de veras!
Sí, la perfección está sentada sobre el núcleo de la existencia de la tía pobre como un cadáver enterrado en un glaciar. Un magnífico glaciar que parece hecho de acero inoxidable. Sólo diez mil años de sol podrían fundirlo. Claro que la tía pobre no durará diez mil años, así que ella vivirá con esta perfección, morirá con esta perfección y será enterrada con esta perfección.
La perfección de debajo de la tierra y sobre la tía pobre.
En fin, quizás a lo largo de diez mil años el glaciar se vaya fundiendo dentro de las tinieblas y la perfección empuje hacia arriba, logre reventar la tumba y salir afuera. Seguro que todo habrá cambiado en la superficie de la tierra. Pero si todavía se hicieran ceremonias de boda, la perfección que habría dejado la tía pobre quizá sería invitada a un banquete, se comería todos los platos del menú con modales exquisitos, se pondría en pie y pronunciaría unas emotivas palabras de felicitación.
Pero ¿qué más da? Dejémoslo.
Esto, en definitiva, no sucederá hasta el año 11.980 d.C.
4
La tía pobre dejó mi espalda a finales de otoño.
Recordé que debía resolver unos asuntos antes de que llegara el invierno y, junto con la tía pobre, cogí un tren de cercanías. A aquellas horas de la tarde, los pasajeros podían contarse con los dedos de una mano. Hacía mucho tiempo que no daba un paseo tan largo y me quedé contemplando con deleite el paisaje que discurría al otro lado de la ventanilla. El aire era claro y penetrante, las montañas estaban teñidas de un color azul casi artificial, los árboles que aparecían de trecho en trecho a lo largo de la vía estaban cargados de frutos rojos.
Durante el viaje de vuelta, frente a mí, sólo había sentada una mujer delgada, que debía de estar en la mitad de la treintena, junto con sus dos hijos. A la izquierda de la madre estaba la hija mayor, una niña vestida con lo que parecía el uniforme del parvulario, de sarga azul marino, y un sombrero recién estrenado, de fieltro gris con una cinta roja, en la cabeza. Un bonito sombrero de ala estrecha y redonda. A la derecha de la madre estaba el niño, de unos tres años. No llamaban la atención por nada en particular. Tanto sus facciones como los atuendos que llevaban eran normales y corrientes. La madre cargaba con un gran paquete y tenía cara de cansancio. Claro que la mayoría de madres la tienen. Así que apenas reparé en ellos. Me limité a echarles una rápida ojeada cuando subieron al tren y se sentaron frente a mí. Después bajé la vista y me concentré en la lectura de un libro de bolsillo.
Pronto llegó a mis oídos la quejumbrosa voz de la niña. Tenía un tono irritado, apremiante, como de protesta.
—¡Qué pesada! ¡Te he dicho mil veces que te estés calladita en el tren! —oí que le decía la madre.
La madre estaba absorta en la lectura de una revista que había desplegado sobre el paquete que llevaba en las rodillas.
—Es que…, ¡mamá!… Mi sombrero… —dijo la niña.
—¡Cállate! —le espetó la madre.
La niña iba a objetar algo, pero se tragó las palabras y cerró la boca con aire descontento. El niño, que estaba sentado al otro lado de la madre, le había quitado a su hermana de un tirón el sombrero de la cabeza y ahora lo estaba manoseando. La niña alargó el brazo e intentó quitárselo. Pero el niño se retorció, decidido a no soltar el sombrero por nada del mundo.
—¡Va a romper el sombrero! —exclamó la niña al borde del llanto.
Con cara de fastidio, la madre echó una rápida ojeada al niño, alargó la mano e intentó coger el sombrero. Pero el niño, agarrándolo con fuerza con ambas manos, se negó tercamente a soltarlo. La madre lo dejó correr. Le dijo a la niña algo como: «Déjalo jugar un rato con él, que se cansará enseguida». La niña no pareció muy convencida. Pero no replicó. Sabía que lo único que conseguiría con ello sería que la riñeran. Apretó los labios y clavó la mirada en el sombrero, todavía en manos de su hermano pequeño. La madre seguía leyendo la revista. Poco después, el niño empezó a tirar del lazo rojo del sombrero. El desinterés de la madre, por lo visto, lo había envalentonado. Sabía que estirando del lazo irritaba a su hermana. Y lo hacía adrede. Era un acto lleno de malicia. Me enfadé incluso yo. Me entraron ganas de levantarme y de arrancarle el sombrero de las manos.
La niña miraba fijamente a su hermano en silencio. Parecía estar rumiando algo. De pronto, se levantó, le soltó a su hermano un bofetón en la mejilla, aprovechó el instante en que éste retrocedía amedrentado para quitarle el sombrero y volvió a su asiento. Veloz como una centella. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. A la madre y al niño, comprender la situación les llevó lo que se tarda en aspirar una profunda bocanada de aire. De repente, el hermano pequeño empezó a berrear y, al mismo tiempo, la madre le dio una fuerte palmada a la niña en la rodilla desnuda. Luego se volvió hacia el niño, le acarició la mejilla e intentó que dejara de llorar. Pero el niño siguió berreando.
—Pero, mamá…, es que mi sombrero… —dijo la niña.
—Los niños que no se portan bien en el tren ya no son míos —atajó la madre.
Sin dejar de mordisquearse los labios, la niña bajó la vista y la clavó en su sombrero.
—Vete allá.
La madre le señaló el asiento vacío que había a mi lado. La niña desviaba la mirada intentando ignorar el dedo tieso de la madre, pero éste seguía apuntando hacia mi izquierda como si se hubiera petrificado en el aire.
—¡Va! ¡Vete! Tú ahora ya no eres de la familia.
Resignada, la niña agarró el sombrero y la maleta, se levantó, cruzó lentamente el pasillo, se sentó a mi lado y bajó la cabeza. Acarició con los dedos el ala del sombrero posado sobre sus rodillas. «¡La culpa es suya!», pensaba la niña. «¡Le estaba quitando la cinta a mi sombrero!». Regueros de lágrimas corrían por sus mejillas.
Ya casi anochecía. La turbia luz amarilla de las lámparas danzaba vagamente por el interior del vagón como el polvillo de las alas de una polilla lúgubre. Flotaba en el espacio hasta ser succionado en silencio por las bocas y narices de los pasajeros hacia el interior de sus cuerpos. Cerré el libro, puse cara arriba las palmas de mis manos sobre las rodillas y me quedé largo rato con la vista clavada en ellas. Pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no me estudiaba con tanto detenimiento las manos. A la luz mortecina del vagón se veían muy sucias, ennegrecidas. No parecían mías. Eso me entristeció. Porque esas manos, desde todos los puntos de vista, ya no podrían hacer feliz a nadie. Porque no eran unas manos como para ayudar a alguien. Deseé apoyar una mano en el hombro de la niña, que hipaba a mi lado, y consolarla. Deseé decirle que ella no había hecho nada malo y que había sido extremadamente hábil en el momento de recuperar su sombrero. Aunque, por supuesto, ni la toqué ni le dirigí la palabra. Porque sólo hubiera servido para aturdirla más aún, para asustarla todavía más. Encima, mis manos estaban tan ennegrecidas, tan sucias.
Cuando bajé del tren, a mi alrededor soplaba ya el viento invernal. La temporada de los jerséis estaba llegando a su fin y se acercaba la de los gruesos abrigos. Por un instante, pensé en los abrigos de invierno. Me pregunté si tendría que comprarme uno nuevo. Después, al pie de las escaleras, cuando acababa de cruzar la garita del revisor, me di cuenta de pronto. Me di cuenta de que la tía pobre había abandonado mis espaldas.
No sabía cuándo había desaparecido. Se fue de la misma manera que vino: sin que nadie lo advirtiera.