Sauce ciego, mujer dormida (26 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Me dirigí a K y le dije: «¡Vámonos!». K estaba a unos diez metros, de espaldas a mí, acuclillado sobre algo. Yo creía haber gritado, pero parecía que mi voz no había llegado a sus oídos. O quizás él estuviera tan absorto en lo que había encontrado que no me había oído. Solía sucederle. Cuando se entusiasmaba por algo, se olvidaba de cuanto lo rodeaba. O quizás es que mi voz no había sido tan potente como yo pensaba. Me acuerdo muy bien de que no la había reconocido como mía. Me había parecido que pertenecía a otra persona.

Entonces oí un rugido. Tan fuerte que hacía temblar el suelo. No. Antes del rugido oí otro ruido diferente. Una especie de extraño
goteo
, como si grandes cantidades de agua estuvieran saliendo por un agujero. Ese
goteo
continuó por unos instantes, cesó y luego llegó, entonces sí, aquel bramido siniestro. Pero K siguió sin levantar la cabeza. Estaba inmóvil, en cuclillas, contemplando algo que se encontraba a sus pies. Se hallaba totalmente absorto en ello. K no debía de haberlo oído. No comprendo cómo pudo no percibir aquel estruendo que hacía vibrar el suelo. O quizá yo fuese el único en oírlo. Sonará raro, pero es posible que fuera un ruido de una naturaleza especial que únicamente yo podía percibir. Lo digo porque ni siquiera el perro de K, que estaba allí, parecía haberlo captado. Y los perros, como ustedes sabrán, son seres particularmente sensibles a los ruidos.

Decidí acercarme corriendo a K y arrastrarlo fuera de allí. Era lo único que podía hacer. Yo
sabía
que se acercaba una ola y K no lo sabía. Pero me encontré con que mis pies corrían en una dirección completamente distinta a mis
decisiones
.
Yo me estaba dirigiendo al malecón, estaba huyendo solo
. Creo que lo que me hizo obrar de ese modo fue el terrible pánico que sentía. El pánico había sofocado mi voz y, en aquel momento, movía mis piernas a su antojo. Corrí dando traspiés por la blanda arena, llegué al malecón y desde allí llamé a K.

«¡Cuidado! ¡Que viene una ola!», esta vez el grito no se ahogó en mi garganta. Había dejado de oírse el bramido. K, finalmente, me oyó y alzó la cabeza. Pero ya era demasiado tarde. En aquel instante, una gigantesca ola se erguía hacia lo alto como una enorme serpiente y se disponía a atacar. Era la primera vez en mi vida que veía una ola tan horrenda. Era tan alta como un edificio de tres plantas. Y, sin un sonido (al menos yo no recuerdo que lo hubiera y en mi memoria siempre avanza en silencio), se alzó a las espaldas de K, tan alta que tapaba el cielo. K miraba hacia mí sin comprender qué estaba sucediendo. Luego, como si se hubiera dado cuenta de algo, se dio la vuelta de súbito. Intentó huir. Pero ya no había escapatoria posible. Un instante después, la ola ya lo había engullido. Fue como si hubiera chocado de frente con una locomotora cruel que corriera a toda máquina.

Con estruendo, dividida en innumerables brazos, la ola rompió de forma salvaje contra la arena y un mar de salpicaduras voló por los aires, como producto de una explosión, y alcanzó el malecón donde yo me encontraba. Refugiado detrás del malecón, dejé que las salpicaduras me pasaran por encima. Aquella rociada de agua que había sobrepasado el rompeolas sólo alcanzó a mojarme la ropa. Luego, subí apresuradamente a lo alto del malecón y dirigí la mirada hacia el mar. Las olas habían rotado sobre sí mismas y, en aquel momento, retrocedían llenas de energía hacia alta mar con un rugido salvaje. Parecía que, en el fin del mundo, alguien estuviera tirando con todas sus fuerzas de una gigantesca alfombra. Agucé la vista, pero la silueta de K no se veía por ninguna parte. Tampoco se veía el perrito. Las olas habían retrocedido de golpe hasta tan lejos que daba la impresión de que el mar se hubiera secado y de que, de un momento a otro, fuera a aflorar todo el fondo del océano. Me quedé petrificado en lo alto del malecón.

Había vuelto la calma. Un silencio tan desesperado como si le hubiesen arrebatado los sonidos a la fuerza. La ola se había ido muy lejos llevándose a K. ¿Qué debía hacer yo? No lo sabía. Contemplé la posibilidad de bajar a la playa. Quizá K estuviera allí enterrado en la arena. Pero me lo pensé mejor y no me aparté del malecón. Sabía por experiencia que, tras una gran ola, suelen venir dos o tres más. No recuerdo cuánto tiempo transcurrió. Creo que no demasiado. Diez o veinte segundos a lo sumo. En cualquier caso, tal como había previsto, las olas volvieron. Igual que antes, aquel estruendo hizo temblar con furia el suelo. Y, una vez hubo desaparecido, otra ola no tardó en erguir su enorme cabeza. Exactamente igual que antes. Ocultó el cielo y se levantó ante mis ojos como una pared de roca mortal. Pero esta vez no huí. Me quedé paralizado en lo alto del rompeolas, como embrujado, esperando inmóvil a que atacara. Me daba la sensación de que, como K había sido atrapado, ya no tenía ningún sentido escapar. No. Quizá sólo estuviera petrificado a causa de aquel pánico abrumador. No recuerdo bien cuál de las dos cosas me pasó.

La segunda ola no fue menor que la primera. No. Fue incluso mayor. Se fue acercando hasta reventar despacio, distorsionándose la forma, por encima de mi cabeza, como cuando se desploma una pared de ladrillo. Era tan grande que no parecía una ola real. Se diría que era algo completamente distinto que había adoptado la forma de ola.
Algo distinto con forma de ola que procedía de otro mundo muy lejano
. Lleno de resolución, aguardé el instante de ser engullido por las tinieblas. Mantuve los ojos bien abiertos. Recuerdo que, en aquellos momentos, oía cómo me latía el corazón con fuerza. Sin embargo, en cuanto llegó frente a mí, la ola perdió de repente todo su vigor, como si se le hubieran agotado las fuerzas, y se quedó suspendida en el aire. Duró apenas unos instantes, pero la ola, rota,
permaneció inmóvil
justo en aquel punto. Y en la cresta, dentro de su lengua transparente y cruel, distinguí con toda claridad la figura de K.

Tal vez a algunos de ustedes les resulte difícil creer lo que les estoy diciendo. No me extraña. A decir verdad, también a mí, incluso hoy, me cuesta hacerme a la idea de cómo pudo suceder una cosa semejante. Tampoco puedo explicarlo. Pero no fue ni una fantasía ni una alucinación. Ocurrió de verdad, tal como se lo estoy contando. En la punta de la ola, como si estuviese encerrado en una cápsula transparente, flotaba, vuelto hacia un lado, el cuerpo de K. Y no sólo eso. K miraba hacia mí y
me sonreía
. Ante mis ojos, al alcance de mi mano, estaba el rostro de mi mejor amigo, a quien las olas acababan de engullir. No cabía la menor duda. Él me miraba y sonreía. Pero no era una sonrisa normal. La boca de K se abría en una amplia sonrisa maliciosa que se extendía, literalmente, de oreja a oreja. Y su par de frías y congeladas pupilas permanecían fijas en mí. Entonces me tendió la mano derecha. Como si quisiera asírmela y arrastrarme consigo a
aquel otro mundo
. Por muy poco, su mano no logró agarrar la mía. Luego volvió a esbozar una sonrisa, aún más amplia que la anterior.

Por lo visto, perdí el conocimiento. Al recobrarlo, me encontré tendido en una cama, en el consultorio de mi padre. Cuando abrí los ojos, la enfermera salió a toda prisa a avisar a mi padre y éste acudió corriendo. Me cogió la mano, me tomó el pulso, me observó las pupilas, me puso la mano en la frente, me tomó la temperatura. Intenté mover la mano, pero me fue imposible levantarla. El cuerpo me ardía y estaba tan aturdido que no lograba hilvanar las ideas. Al parecer, una altísima fiebre me había consumido durante varios días. «Has estado tres días durmiendo sin parar», me dijo mi padre. Un vecino que lo había visto todo desde lejos cogió en brazos mi cuerpo desfallecido y me llevó a casa. Mi padre me contó también que las olas se habían tragado a K y que no había ni rastro de él. Quise decirle algo a mi padre. Necesitaba decirle algo. Pero mi lengua estaba hinchada, paralizada. No me salían las palabras. Tenía la sensación de que otro ser vivo habitaba dentro de mi boca. Mi padre me preguntó cómo me llamaba. Intenté recordar mi nombre, pero, antes de lograrlo, volví a perder la conciencia y me hundí en las tinieblas.

Permanecí en cama alrededor de una semana tomando alimento líquido. Vomité muchas veces, deliraba. Mi padre temía muy en serio que mi mente no pudiera recuperarse jamás del violento golpe sufrido, ni de las altas fiebres. Cosa que en verdad, dado el grave estado en el que me encontraba, no hubiera sido nada extraño. Sin embargo, físicamente al menos, logré recuperarme. En unas semanas pude reanudar la vida de antes. Empecé a ingerir comida normal, estuve en situación de ir a la escuela. Lo que no quiere decir que las cosas volvieran a ser como antes.

El cadáver de K no apareció jamás. Tampoco el del perrito. Los cuerpos de las personas que se ahogaban en aquella parte de la costa solían ser arrojados unos días después por las corrientes marinas a una pequeña ensenada que se encontraba hacia el este, pero el cuerpo de K jamás apareció. Las olas levantadas por aquel tifón habían sido tan descomunales que, posiblemente, se hubiesen llevado el cadáver mar adentro y era imposible que regresara a la costa. Tal vez se hubiese hundido en las profundidades marinas donde se habría convertido en alimento de los peces. La búsqueda del cuerpo de K, en la que participaron todos los pescadores de la zona, se alargó durante mucho tiempo, pero un día, por supuesto, terminó. Como faltaba el cuerpo, el funeral no se celebró íntegramente. Los padres de K casi enloquecieron de dolor y todos los días vagaban sin rumbo por la playa o bien se encerraban en su casa y recitaban sutras.

Sin embargo, pese al terrible golpe que habían sufrido, los padres de K no me reprocharon ni una sola vez que hubiese llevado a su hijo a la playa en medio del tifón. Porque sabían muy bien que yo siempre había querido y protegido a K como si fuera mi hermano pequeño. Mis padres, a su vez, intentaban no mencionar el incidente delante de mí. Pero yo lo sabía. Que si lo hubiese intentado, habría podido salvar a K. Habría podido correr junto a él y arrastrarlo hasta el lugar donde no llegaban las olas. Quizá no me hubiera sobrado ni siquiera un segundo, pero siguiendo todo el proceso dentro de mi memoria cabía pensar que hubiera sido posible. Pero yo, tal como he mencionado antes, poseído por aquel pánico abrumador, había huido solo y abandonado a K a su suerte. Que los padres de K no me reprocharan nada y que nadie en mi presencia tocara el tema, como si fuera un tumor, me atormentaba más aún. Me costó mucho reponerme anímicamente de aquel golpe. Y me pasaba los días sin ir a la escuela, sin comer apenas, tendido en la cama con la mirada clavada en el techo.

Me veía incapaz de olvidar a K, recostado en la cresta de la ola, sonriéndome maliciosamente. Aquella mano que me tendía invitadora, cada uno de sus dedos, estaba grabada en el fondo de mi cabeza. Y cuando me dormía, su cara y su mano aparecían en mis sueños como si me hubiesen estado aguardando con impaciencia. En mis sueños, K salía fuera de su cápsula de un salto, me agarraba fuertemente la muñeca y me arrastraba hacia el interior de la ola.

También tenía otro sueño. Yo estaba bañándome en el mar. Era una tarde soleada de verano y yo nadaba indolentemente dando brazadas por mar abierto. El sol me abrasaba la espalda y el agua me envolvía de un modo muy placentero. Pero, en un momento dado, alguien, dentro del agua, me agarraba el pie derecho. Sentía el tacto gélido alrededor de mi tobillo. Me asía con tanta fuerza que yo no podía soltarme. Me arrastraba bajo el agua. Y allí estaba el rostro de K. Igual que entonces, K mostraba una amplia sonrisa maliciosa que le llegaba de oreja a oreja y mantenía los ojos clavados en mí. Yo intentaba gritar, pero la voz se ahogaba en mi garganta. Sólo tragaba agua. Y el agua iba llenando mis pulmones…

Me despertaba en las tinieblas con un alarido, anegado en sudor, sin poder respirar.

A finales de aquel año les pedí a mis padres que me dejaran marchar del pueblo lo antes posible. No podía seguir viviendo en la playa donde K había sido tragado por las olas ante mis propios ojos y donde, como ellos sabían, cada noche me asaltaban las pesadillas. Quería alejarme, aunque sólo fuese un poco, de allí. Si no lo hacía, acabaría volviéndome loco. Mi padre atendió a mis razones y lo dispuso todo para que pudiera irme del pueblo. En enero me trasladé a la prefectura de Nagano y allí empecé a ir a la escuela. La casa natal de mi padre se hallaba en Komoro y mi familia me dejó vivir en ella. Allí acabé la enseñanza primaria, empecé secundaria y, luego, pasé al instituto. Durante las vacaciones no volvía a casa. Mis padres venían a verme de vez en cuando.

Sigo viviendo en Nagano. Me licencié en ciencia e ingeniería por la universidad de la ciudad de Nagano y entré a trabajar en una fábrica de maquinaria de precisión de la zona, donde todavía sigo. Trabajo igual que todo el mundo y llevo una vida normal. Tal como ustedes pueden observar, en mí no hay nada extraño. Nunca he sido una persona muy sociable, pero me gusta mucho ir a la montaña y tengo varios buenos amigos con quienes comparto esta afición.

Poco después de abandonar mi pueblo, dejé de sufrir pesadillas con la frecuencia de antes. Lo que no significa que desaparecieran del todo. Llamaban de vez en cuando a mi puerta como un cobrador. Cuando parecía a punto de olvidarlas, me visitaban de nuevo. Siempre, absolutamente siempre, se trataba del mismo sueño. Idéntico hasta en los menores detalles. Cada vez me despertaba con un alarido. Con el futón empapado en sudor.

Ésa es probablemente la razón de que no me casara. Porque no quería despertar a quien tuviera a mi lado con mis alaridos a las dos o las tres de la madrugada. A lo largo de mi vida me he enamorado de algunas mujeres. Pero jamás he pasado la noche con una sola. El pánico se me había metido hasta la médula y me era completamente imposible compartirlo con alguien.

En definitiva, me pasé más de cuarenta años sin volver a mi pueblo, sin acercarme a aquella playa. No únicamente a aquella playa, sino al mar en general. Porque tenía miedo de que, si iba al mar, me sucediera lo mismo que en mis sueños. A mí me encantaba nadar, pero desde entonces había dejado, incluso, de nadar en la piscina. Tampoco ponía los pies en ríos profundos ni en lagos. Evitaba subir a cualquier barco. Jamás había viajado en avión para ir al extranjero. Pero, a pesar de ello, no podía alejar de mi mente la imagen de que me moría ahogado en alguna parte. Ese negro presagio me había agarrado la conciencia, como la helada mano de K en mis sueños, y no la soltaba.

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