—Oiga, señora. ¿Podría recomendarnos algún sitio para pasar la noche? —preguntó el alto—. Es que nosotros casi no hablamos inglés.
—Nos habían dicho que en Hawai todo el mundo hablaba japonés, pero aquí nadie pilla una palabra —dijo el rechoncho.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Sachi boquiabierta—. Japonés sólo lo hablan en Oahu y, además, sólo en una parte de Waikiki. Allí van muchos japoneses a comprar cosas caras a Louis Vuitton o a Chanel y, por eso, cogen dependientes que hablan japonés. O, también, en los hoteles Hyatt y Sheraton. Pero, a la que das un paso fuera, sólo entienden inglés. Es que esto es América, ¿sabéis? ¿Habéis venido a Kauai sin saber eso?
—Pues yo no lo sabía. Mi madre dice que en Hawai todo el mundo habla japonés.
—¡Uf! —dijo Sachi.
—Nosotros tenemos bastante con el hotel más barato que haya por allí —dijo el rechoncho—. Es que no tenemos pasta.
—El hotel más barato de Hanalei no es para pardillos —dijo Sachi—. Es un poco peligroso.
—¿Peligroso? ¿En qué sentido? —preguntó el alto.
—Drogas, básicamente —dijo Sachi—. Entre los surfistas, también hay mala gente. Si sólo fuera marihuana, no pasaría nada, pero a la que se trata de
ice
la cosa cambia.
—¿Y qué es eso del
ice?
—Nunca he oído hablar de él —dijo el alto.
—Vosotros dos no os enteráis de nada, ¿verdad? ¡Uf! Esos tipos os enredarían de lo lindo —dijo Sachi—. El
ice
es una droga dura que en Hawai se puede encontrar por todas partes. No soy una experta, pero es una especie de estimulante cristalizado. Es barato, fácil de encontrar y te hace sentir muy bien, pero, a la que te enganchas, ya estás muerto.
—¡Qué peligro! —dijo el alto.
—Oiga, ¿y la marihuana se puede tomar sin problemas? —preguntó el rechoncho.
—Eso, yo no lo sé. Pero, como mínimo, por culpa de la marihuana no se muere nadie —dijo Sachi—. No es como el tabaco, que seguro que mata a la gente. Con la marihuana no pasa. Puede que te vuelva un poco tonto. Claro que vosotros no notaríais la diferencia.
—¡Cómo se pasa, señora! —exclamó el rechoncho.
—Usted debe de ser una del
boom
, ¿verdad? —dijo el alto.
—¿De qué
boom
me hablas?
—De la generación del
baby boom
.
—A mí no me vengas con generaciones. Yo soy yo, y ya está. No me gusta que me clasifiquen, así por las buenas.
—¡Seguro! ¡Fijo que es del
boom!
—dijo el rechoncho—. Enseguida se mosquea. Igualita que mi madre.
—Te lo advierto. No me pongas tampoco en el mismo saco que a la bendita de tu madre —dijo Sachi—. En fin, dejémoslo correr. En Hanalei es mejor que os alojéis en un sitio decente. Saldréis ganando. Incluso hay algún asesinato de vez en cuando.
—Vaya, que esto no es precisamente el paraíso —concluyó el rechoncho.
—Sí. Ha cambiado mucho desde la época de Elvis —dijo Sachi.
—No lo tengo muy claro, pero ese tal Elvis Costello ya debe de ser bastante abuelo, ¿no?
Después de esto, Sachi condujo durante un buen rato sin abrir la boca.
Sachi habló con el encargado de las casitas donde ella se alojaba y éste les encontró a los dos chicos una habitación bastante barata. Gracias a la intermediación de Sachi, les rebajaron considerablemente la tarifa de una semana. Sin embargo, con todo, ésta no se ajustaba al presupuesto de los muchachos.
—¡Imposible! Nosotros no tenemos tanta pasta —dijo el alto.
—No tenemos casi nada, la verdad —reconoció el rechoncho.
—Pero algo de dinero, para una emergencia, sí llevaréis, supongo —dijo Sachi.
El larguirucho se frotó el lóbulo de la oreja con aire de apuro.
—Pues sí. Llevo la tarjeta familiar del Diners Club, pero mi padre me ha advertido que sólo la use si no me queda más remedio. Dice que a la que empezara a gastar, me puliría todo el dinero. Y si gasto en algo que no sea una emergencia, al volver a Japón me va a soltar una bronca.
—¡Idiota! —dijo Sachi—. Esto es una emergencia. Si aprecias en algo tu vida, ve sacando la tarjeta y quédate aquí. A no ser que quieras que la policía te arroje en un calabozo a medianoche y que un hawaiano enorme como un luchador de sumo te taladre el culo. Claro que, si te gusta eso, la cosa cambia. Pero duele bastante.
El larguirucho se sacó inmediatamente la tarjeta familiar del Diners Club del fondo de la cartera y se la entregó al encargado de las casitas. Sachi le preguntó dónde podían comprar tablas de surf de segunda mano a buen precio. El encargado le indicó una tienda. Donde tenían la posibilidad, además, de revenderlas al marcharse. Los dos dejaron el equipaje en la habitación y se dirigieron enseguida a la tienda a comprar tablas de surf.
A la mañana siguiente, Sachi estaba sentada en la playa, como siempre, contemplando el mar, cuando llegaron los dos chicos japoneses y empezaron a hacer surf. Nadie lo hubiera dicho al ver su aspecto tan poco digno de crédito, pero los dos dominaban a la perfección la técnica del surf. Cuando venía una ola con fuerza se montaban encima, veloces, y, manejando las tablas con destreza, se deslizaban hasta las proximidades de la playa. Y lo repetían una y otra vez, sin cansarse. Cuando cabalgaban sobre una ola, se los veía llenos de vitalidad. Les brillaban los ojos, rebosaban confianza en sí mismos. No había ni rastro de debilidad en sus figuras. Seguro que se pasaban los días, de la mañana a la noche, sin estudiar, cabalgando sobre las olas. Como había hecho su hijo en el pasado.
Sachi empezó a estudiar piano después de ingresar en el instituto. Un comienzo muy tardío para ser pianista. Antes no había puesto nunca las manos sobre un piano. Sin embargo, después de clase, jugueteando con las teclas del piano que había en el aula de música, lo aprendió a tocar bien. En principio, ella estaba dotada para la música y tenía un oído extraordinario. A la que oía una vez una melodía, fuera la que fuese, era capaz de traspasarla, tal cual, al teclado del piano. Sabía encontrar los acordes correctos para cada melodía. A pesar de que nadie se lo había enseñado, movía los diez dedos con agilidad. Poseía un talento innato para tocar el piano.
Un joven profesor de música quedó admirado al descubrirla un día jugueteando con el piano del aula de música y le corrigió algunos errores básicos que ella cometía al poner los dedos sobre el teclado. «Tal como lo haces ahora, también puedes tocar, pero así serás más rápida», le dijo y se lo mostró. Ella lo asimiló en un abrir y cerrar de ojos. Aquel profesor era un gran amante del jazz y, después de clase, le fue transmitiendo la teoría básica del piano en el jazz. Cómo se formaban los acordes, cómo progresaban. Cómo se usaba el pedal. Cuál era el concepto de la improvisación. Ella lo absorbía todo con avidez. El profesor le compró, además, varios discos. De Red Garland, Bill Evans, Wynton Kelly. Ella escuchaba una y otra vez sus interpretaciones y las copiaba a la perfección. En cuanto se familiarizaba con ellos, no le resultaba demasiado difícil copiarlos. Era capaz de reproducir la resonancia y el flujo de su música con los dedos, sin necesidad de ir trascribiendo cada nota. «Tienes talento. Si estudiaras, podrías llegar a ser una pianista profesional», le decía el profesor entusiasmado.
Pero Sachi no opinaba igual. Porque lo único que ella era capaz de hacer era copiar fielmente un original. Le resultaba fácil tocar lo que ya existía y de la manera que lo hacían otros. Pero no era capaz de crear su propia música. Por más que le dijeran que tocara lo que quisiera, ella no sabía ni qué ni cómo. A la que improvisaba, al final acababa imitando algo. Además, le costaba mucho leer música. Cuando se encontraba frente a una partitura escrita al detalle, notaba que le faltaba el aire. Le resultaba muchísimo más fácil escuchar una melodía y trasladarla directamente al teclado. «¿Y así cómo voy a ser pianista?», pensaba.
Al acabar el instituto, decidió estudiar cocina en serio. No es que le gustara particularmente la cocina, pero su padre tenía un restaurante y, como no había nada que le apeteciera hacer en especial, pensó que podría continuar el negocio. Fue a estudiar a una escuela de Chicago. No es que Chicago fuera una ciudad famosa en el mundo entero por su sofisticada cocina, pero allí tenía unos parientes que podían responsabilizarse de ella.
Mientras estudiaba cocina en aquella escuela, invitada por un compañero de clase empezó a tocar el piano en un pequeño piano-bar que había en el centro de la ciudad. Al principio tocaba esporádicamente para ganarse algún dinerillo para los gastos. Vivía con estrecheces del dinero que le enviaban sus padres, así que agradecía poder contar con unos ingresos extras. Y, como era capaz de tocar al momento cualquier melodía, el dueño estaba encantado con Sachi. Una vez oía una melodía, jamás la olvidaba y, aunque no la conociera, sólo con que se la tararearan ya era capaz de reproducirla. Además, sin ser una belleza, tenía un rostro atractivo, por lo que se hizo muy popular y cada vez acudían más clientes al bar a verla. Sólo en propinas ya ganaba una buena cantidad de dinero. Pronto dejó de ir a la escuela. Sentarse ante el piano era mucho más divertido, y más cómodo, que trocear carne de cerdo sanguinolenta, rallar un trozo de queso duro o lavar un montón de platos sucios.
Por lo tanto, cuando su hijo se saltaba las clases y se pasaba todo el día haciendo surfing, ella se limitaba a encogerse de hombros. «Cuando yo era joven, hacía lo mismo. No puedo reprochárselo. Quizá sea algo hereditario», se decía.
Estuvo alrededor de un año y medio tocando el piano en aquel bar. Allí aprendió a hablar inglés y ganó bastante dinero. Incluso tuvo un novio americano. Era un chico negro muy guapo aspirante a actor (más adelante, Sachi lo vio como actor secundario en
Diehard 2)
. Sin embargo, un día un agente de inmigración con una placa en el pecho entró en el local. Posiblemente, Sachi llamara demasiado la atención. El agente le pidió que le enseñara el pasaporte. Y la detuvo por trabajo ilegal. Unos días después la hacían subir en un Jumbo con destino al aeropuerto de Narita —el importe del billete lo abonó ella, por supuesto— y así acabó su vida en América.
De vuelta en Japón se planteó diversas posibilidades de cara al futuro, pero no se le ocurría otro medio de vida posible que tocar el piano. Sus problemas con las partituras le restaban oportunidades de trabajo, pero su capacidad de reproducir de oído cualquier melodía era muy valorada en diversos lugares. Y tocó el piano en salones de hoteles, clubes nocturnos, piano-bares. Era capaz de interpretar cualquier tipo de música adaptándose al ambiente del local, a los clientes y a las canciones que le pedían que tocara. Ella podía ser un «camaleón musical», pero nunca le faltó trabajo.
A los veinticuatro años se casó y, dos años después, tuvo un hijo. Su marido era un guitarrista de jazz un año menor que ella. Sus ingresos eran casi nulos, se drogaba con asiduidad y era mujeriego. Muchos días no aparecía por casa y, cuando lo hacía, solía ser violento. Todo el mundo había estado en contra de su matrimonio y, una vez casada, todo el mundo le aconsejaba que se separase. Su marido era muy descuidado, pero poseía un talento musical muy particular y, en el mundo del jazz, se le consideraba una joven promesa. Es posible que fuera eso lo que atrajo a Sachi. Pero el matrimonio no duró más de cinco años. Una noche, él tuvo un ataque al corazón en casa de otra mujer y murió mientras lo llevaban, completamente desnudo, al hospital. Debido a una sobredosis.
Poco después de que muriera su marido, ella abrió en Roppongi su propio piano-bar. Tenía algunos ahorros y, además, pudo contar con el dinero del seguro de vida al que Sachi había suscrito a su marido en secreto. También tuvo la posibilidad de pedir un préstamo a un banco. Porque el director de la sucursal bancaria era un cliente asiduo del piano-bar donde había trabajado Sachi antes. En el nuevo local puso un piano de cola de segunda mano e hizo construir una barra adecuándose a su silueta. Atrajo, con un sueldo muy elevado, a un hombre de talento que había descubierto en otro local para que desempeñara las funciones de barman y de encargado. Ella tocaba cada noche el piano, satisfacía las peticiones musicales de sus clientes y los acompañaba al piano cuando éstos cantaban. Sobre el instrumento había puesto una pecera para las propinas. Los músicos que actuaban en un club de jazz cercano se pasaban a veces por el bar y tocaban cosas sencillas. Consiguió hacerse con una clientela fija y el negocio le fue mejor de lo que había supuesto. Pudo ir devolviendo con regularidad el préstamo bancario. Como había quedado harta de la vida de casada, no volvió a contraer matrimonio, aunque salía con hombres de vez en cuando. La mayoría eran casados, lo que, a los ojos de Sachi, simplificaba las cosas. Y, mientras tanto, su hijo fue creciendo, se hizo surfista y empezó a decir que quería ir a Hanalei, en Kauai, a practicar el surf. A Sachi no le entusiasmó la idea, pero, harta de discutir, le acabó comprando a regañadientes el billete de avión. Las largas controversias no eran su fuerte. Y así, mientras esperaba la llegada de una ola con fuerza, a su hijo le atacó un tiburón que había entrado en la bahía persiguiendo tortugas y puso fin a su corta vida de diecinueve años.
Después de la muerte de su hijo, Sachi trabajó con más fervor aún que antes. Durante el año acudía a su local casi cada día y tocaba el piano sin parar. Y, cuando el otoño llegaba a su fin, se tomaba tres semanas de vacaciones y se dirigía a Kauai con un billete de clase ejecutiva de la compañía United. Durante su ausencia, la sustituía otro pianista.
También en Hanalei tocaba el piano a veces. Había un restaurante que tenía un pequeño piano de cola y, los fines de semana, actuaba un pianista cincuentón. Su repertorio se componía, principalmente, de temas inocuos como
Bali Hai
o
Blue Hawaii
. Sin ser un gran músico, el pianista era una persona muy afable y su carácter se reflejaba en sus interpretaciones musicales. Sachi se hizo amiga de él y, de vez en cuando, lo sustituía ante el piano. Al tratarse de actuaciones espontáneas, Sachi no cobraba nada, por supuesto, pero el dueño del restaurante solía invitarla a una copa de vino o a un plato de pasta. A Sachi, tocar el piano, en sí mismo, le gustaba. Sólo con posar los diez dedos sobre las teclas notaba cómo se le ensanchaba el corazón. Y eso no tenía nada que ver con el talento. Tampoco con que tuviera alguna utilidad o no la tuviera. «Quizá mi hijo sentía lo mismo mientras cabalgaba sobre las olas», se decía Sachi.