—¿No sabrá el nombre de alguna de esas personas?
—No —respondió el corredor—. Los conozco de vista y, al cruzarnos, nos saludamos con una inclinación de cabeza. Pero no sé ni su nombre ni el número de su apartamento. Esto, al fin y al cabo, es un edificio enorme de una gran ciudad.
—Comprendo. Muchísimas gracias —dije—. Siento mucho haberlo hecho detenerse. ¡Y ánimo!
Tras pulsar el botón de su reloj, volvió a subir corriendo las escaleras.
El martes, cuando estaba sentado en el sofá, se acercó un anciano. Canoso, con gafas, debía de tener unos setenta y cinco años. Llevaba una camisa de manga larga, unos pantalones grises y sandalias. Sus ropas se veían pulcras, sin una arruga. Era alto, de espalda erguida. Parecía un director de escuela primaria recién jubilado.
—Buenas tardes —saludó.
—Buenas tardes —dije yo.
—¿Le importa que fume?
—No, en absoluto. Adelante —le respondí.
Se sentó a mi lado, se sacó un paquete de Seven Stars del bolsillo del pantalón y encendió un cigarrillo con una cerilla. Luego apagó la cerilla y la arrojó al cenicero.
—Vivo en la planta veintiséis —comentó exhalando despacio el humo—. Vivo con mi hijo y mi nuera, pero ellos dicen que el tabaco huele mal, así que, cuando me entran ganas de fumar, vengo aquí. ¿Fuma usted?
Le conté que hacía unos doce años que lo había dejado.
—Yo también podría dejarlo. De hecho, apenas fumo unos cigarrillos al día. Así que, si quisiera, no me costaría nada —me explicó el anciano—. Sólo que esas pequeñas actividades, como son salir a comprar tabaco o venir aquí a fumar, me ayudan a pasar el día. Así me muevo, no pienso en tonterías.
—O sea, que usted continúa fumando por cuestiones de salud —le dije yo.
—Pues sí. En efecto —admitió el anciano con cara seria.
—¿Ha dicho que vive usted en la planta veintiséis?
—Sí.
—¿Conoce, entonces, al señor Kurumizawa, que vive en el número 2609?
—Sí, lo conozco. Es el señor con gafas, ¿verdad? El que trabaja en Salomon Brothers, ¿no es así?
—Merrill Lynch —le corregí.
—Exacto. Merrill Lynch —dijo el anciano—. Hemos hablado aquí varias veces. Él también se sienta aquí de vez en cuando.
—¿Y, las veces que lo vio, qué hacía el señor Kurumizawa en este sofá?
—Pues, no sé. Estaba sentado aquí, con la mirada perdida. Tampoco fumaba.
—¿Cree usted que pensaba en algo?
—Pues no lo sé. No podría precisárselo a usted. Estar con la mirada perdida…, pensar. Nosotros, normalmente, estamos pensando en algo. No vivimos, de ningún modo, para pensar, pero tampoco es que pensemos para vivir. Eso contradice la teoría de Pascal, pero es posible que nosotros, a veces, pensemos con el objetivo de amargarnos la vida a nosotros mismos. Al estar con la mirada perdida, tal vez se logre inconscientemente el efecto contrario. En ambos casos es difícil de responder.
Tras decir eso, el anciano aspiró una profunda bocanada de humo.
Le pregunté:
—¿Le había mencionado el señor Kurumizawa, por casualidad, que tuviera problemas en el trabajo o en casa?
El anciano sacudió la cabeza y dejó caer la ceniza en el cenicero.
—Como usted sabrá, el agua siempre recorre la distancia más corta al desplazarse. Sin embargo, en algunos casos, la distancia más corta es producto del agua. Los pensamientos humanos funcionan igual. Siempre me ha dado esa impresión. Sin embargo, con esto no respondo a su pregunta. El señor Kurumizawa y yo jamás tocamos un solo tema profundo. Sólo charlamos un poco. Del tiempo, del reglamento de la casa, cosas por el estilo.
—Comprendo. Muchas gracias por haberme dedicado su tiempo —dije yo.
—A veces las personas no necesitamos hablar —dijo el anciano. Como si no me hubiera oído—. Sin embargo, por otra parte, es obvio que las palabras cumplen la función de mediar entre los seres humanos. Si nosotros desapareciéramos, las palabras perderían la razón de existir. ¿No es cierto? Se convertirían en palabras que jamás serían pronunciadas y las palabras no pronunciadas ya no son palabras.
—Exactamente —admití yo.
—Y ésta es una proposición que vale la pena repetirse muchas veces.
—Como un kôan Zen.
—Cierto —asintió el anciano.
Cuando terminó de fumarse el cigarrillo, se levantó y volvió a su apartamento.
—Que siga usted bien —se despidió.
—Adiós —dije yo.
El viernes, a las dos de la tarde, al pasar por el descansillo entre los pisos veinticinco y veintiséis, me encontré con una niña pequeña sentada en el sofá; cantaba una canción mientras miraba su imagen reflejada en el espejo. Por su edad, estaría seguramente empezando primaria. Llevaba una camiseta rosa, unos pantalones tejanos cortos, una mochilita verde colgada a la espalda y tenía un sombrero sobre las rodillas.
—¡Hola! —saludé.
—¡Hola! —me dijo la niña dejando de cantar.
Me habría gustado sentarme a su lado, pero, como temía que si pasaba alguien pensara algo raro, me apoyé en la pared al lado de la ventana y, manteniendo cierta distancia, le hablé a la niña.
—¿Ya has acabado la escuela? —le pregunté.
—No quiero hablar del colegio —repuso la niña. Su tono no admitía réplicas.
—Vale. No hablaremos de la escuela —le dije—. ¿Vives en esta casa?
—Sí —respondió la niña—. En la planta veintisiete.
—¿Y vas siempre por las escaleras?
—Es que el ascensor apesta —dijo la niña.
—Ya. Y como el ascensor apesta, subes andando hasta el piso veintisiete, ¿no?
La niña asintió con un amplio movimiento de cabeza, con los ojos clavados en su imagen reflejada en el espejo.
—Pero no siempre. A veces.
—¿Y no te cansas?
La niña no respondió a esa pregunta.
—Oye, ¿sabes? De todos los espejos de la escalera, éste es el que mejor te devuelve la imagen. Es muy diferente del que tenemos en casa.
—¿Y en qué se diferencia?
—Míralo tú mismo —dijo la niña.
Avancé un paso en dirección al espejo y permanecí unos instantes observando mi imagen reflejada en él. Ahora que lo decía, me daba la impresión de que mi imagen reflejada allí era un poco distinta a la que estaba acostumbrado a ver en otros espejos. El yo de allá aparecía un poco más regordete y optimista que el yo de acá. Como si acabara de zamparme un montón de crepes calientes, por ejemplo.
—Oye, ¿tienes perro?
—No. Pero sí tengo peces tropicales.
—¡Ah! —dijo la niña. Aunque no parecían entusiasmarle los peces tropicales.
—¿Te gustan los perros? —le pregunté a la niña.
Sin responder a mi pregunta, ella me hizo otra.
—¿Tienes niños?
—No, no tengo niños —le respondí.
La niña me clavó una mirada suspicaz.
—Mi madre dice que no hable con hombres que no tienen niños. Porque, según ella, entre éstos hay muchos marranos.
—No siempre es así. Pero es verdad que debes andarte con cuidado con los hombres que no conoces. Tal como te previene tu madre.
—Pero yo no creo que tú seas un marrano —dijo la niña.
—Yo diría que no.
—Y tú no me enseñarás de repente el pito, ¿verdad?
—No.
—Y tú no coleccionas bragas de niñas pequeñas, ¿verdad?
—No.
—¿Coleccionas algo tú?
Reflexioné unos momentos. Yo coleccionaba primeras ediciones de libros de poesía contemporánea, pero me pareció que aquél no era el lugar idóneo para hablar de ello.
—Pues no. ¿Y tú?
También ella se paró a pensar un poco. Luego sacudió la cabeza varias veces.
—No, nada.
Entonces permanecimos unos instantes en silencio.
—Oye, ¿qué te gusta más a ti del Mister Donuts?
—El «Clásico» —respondí en el acto.
—Ése no lo conozco —dijo la niña—. ¡Qué nombre tan raro! A mí me gusta el «Luna llena calentita» y el «Conejo saltarín».
—Nunca he oído hablar de ninguno de estos dos.
—Son unos que llevan dentro gelatina y pasta de judía dulce. ¡Están buenísimos! Pero mi madre dice que, si como muchos dulces, me volveré tonta, así que no me compra casi nunca.
—Pues tienen que estar muy buenos —dije.
—Oye, ¿y qué estás haciendo aquí? Ayer también estabas. Te vi de pasada —me preguntó la niña.
—Estoy buscando algo.
—¿Y qué buscas?
—Pues no lo sé —le respondí con franqueza—. Es posible que busque una especie de puerta.
—¿Una puerta? —dijo la niña—. ¿Y qué tipo de puerta? Es que hay puertas de muchas formas y colores distintos.
Reflexioné. ¿De qué tipo? ¿De qué color? Ahora que me lo decía, nunca había pensado en las formas y en los colores de las puertas. ¡Qué extraño!
—No lo sé. ¿Que qué forma debería tener? ¿Y de qué color debería ser? Incluso cabría la posibilidad de que no fuera una puerta.
—¿No será un paraguas o algo así?
—¿Un paraguas? —pregunté—. Pues sí. No hay ninguna razón que impida que sea un paraguas.
—Pero la forma, el tamaño y la función de un paraguas y de una puerta son completamente diferentes.
—Sí, tienes razón. Son distintos. Pero, a la que les eche una ojeada, lo sabré. «¡Ah, sí! ¡Esto es lo que andaba buscando!». Ya sea un paraguas, una puerta o un donut.
—¡Ah! —exclamó la niña—. ¿Y hace mucho tiempo que lo buscas?
—Mucho. Desde antes de que tú nacieras.
—¿Ah, sí? —dijo ella. Y estuvo un rato reflexionando mientras se contemplaba la palma de la mano—. ¿Te ayudo a buscar eso?
—Me encantaría que lo hicieras —respondí.
—Debemos buscar una cosa que puede ser una puerta, un paraguas, un donut, un elefante o no sé qué más, ¿verdad?
—Exacto —dije—. Pero, en cuanto lo veas, lo reconocerás.
—¡Qué divertido! —exclamó la niña—. Pero hoy me tengo que ir. Es que tengo clase de ballet.
—¡Hasta luego! —le dije—. Gracias por dejarme hablar contigo.
—Oye, ¿me dices otra vez el nombre del donut que te gusta a ti?
—Clásico.
La niña repitió para sí varias veces, en voz baja, la palabra «clásico», poniendo una cara muy seria.
—¡Adiós! —se despidió la niña.
—¡Adiós! —le respondí yo.
La niña se levantó y desapareció escaleras arriba cantando una canción. Yo cerré los ojos, me abandoné de nuevo al fluir del tiempo y dejé que éste se fuera consumiendo inútilmente.
El sábado recibí una llamada de mi cliente.
—Ha aparecido mi marido —me soltó de golpe. Sin saludo ni preámbulo alguno.
—¿Que ha aparecido? —repetí yo.
—Sí, ayer hacia las doce de la mañana me llamó la policía. Lo encontraron acostado en un banco de la estación de Sendai. No llevaba una sola moneda encima, ni el carnet de identidad, pero, por lo visto, fue acordándose progresivamente de su nombre, dirección y número de teléfono. Yo acudí enseguida a Sendai. Y se trataba de mi esposo, sin duda.
—¿Y por qué iría a Sendai? —le pregunté.
—Eso no lo sabe ni él. Dice que, a la que se dio cuenta, estaba tendido en un banco de la estación de Sendai con un empleado sacudiéndole el hombro. Cómo fue hasta Sendai sin nada de dinero en el bolsillo, qué ha hecho, y dónde, durante estos veinte días y cómo se las ha apañado para comer, esto no puede recordarlo.
—¿Cómo iba vestido?
—Igual que cuando salió de casa. Con barba de veinte días y diez kilos menos. Las gafas, por lo visto, las perdió en alguna parte. Ahora le estoy llamando desde el hospital de Sendai. Le están haciendo un reconocimiento médico. Un escáner, radiografías, un examen psicológico. De momento, el funcionamiento del cerebro parece haberse normalizado y físicamente no tiene ningún problema. Sin embargo, sus recuerdos se han borrado. Recuerda hasta el momento en que salió de casa de su madre y empezó a subir las escaleras, pero no logra acordarse de nada más. Con todo, creo que mañana podremos volver juntos a Tokio.
—¡Qué bien!
—Le agradezco mucho todo cuanto ha hecho usted por encontrarlo. Sin embargo, a tenor de las circunstancias, ya no será necesario que continúe la investigación.
—Eso parece —admití.
—Desde el principio hasta el final, todo lo que ha sucedido es confuso e incomprensible, pero mi esposo ha vuelto a casa y eso, para mí, es lo más importante.
—Por supuesto. Estoy de acuerdo —dije—. Eso es lo principal.
—Por cierto, por lo que respecta a sus honorarios, ¿realmente no quiere usted aceptarlos?
—Tal como le expliqué la primera vez que nos vimos, no puedo recibir ningún tipo de remuneración. Así que, por favor, olvídese de ello. Sin embargo, le agradezco su preocupación.
Se produjo un silencio. Un refrescante silencio que venía a decir que yo ya había rechazado lo que tenía que rechazar. Yo contribuí a la prolongación de ese silencio y saboreé su frescor.
—Que le vaya bien —se despidió poco después la mujer y colgó. En su voz se apreciaba un dejo de compasión.
Yo también colgué. Y permanecí unos instantes contemplando el papel inmaculado del bloc de notas mientras hacía rodar un lápiz nuevo entre los dedos. El papel en blanco me recordó unas sábanas limpias recién llegadas de la lavandería. Y las sábanas limpias me hicieron pensar en un gato bonachón a rayas negras, marrones y blancas que hacía la siesta encima de las sábanas con aire satisfecho. Y la imagen del gato bonachón haciendo la siesta sobre las sábanas limpias me serenó un poco. Luego fui siguiendo mis recuerdos y apuntando, con cuidada letra, en el papel inmaculado, una a una, todas las cosas que me había dicho la mujer. «Estación de Sendai, viernes al mediodía, llamada telefónica, pérdida de 10 kg de peso, misma ropa, gafas extraviadas, borrados los recuerdos de veinte días».
Borrados los recuerdos de veinte días.
Dejé el lápiz sobre la mesa, arqueé la espalda hacia atrás y, apoyado en el respaldo, alcé los ojos al techo. En el zócalo había un difuso motivo irregular que, al contemplarlo con los ojos semicerrados, parecía un mapa astrológico. Mirando ese cielo estrellado imaginario pensé que, por cuestiones de salud, quizá debería volver a empezar a fumar. Dentro de mi cabeza resonaba todavía el débil eco de los tacones subiendo y bajando las escaleras.
—Señor Kurumizawa —dije en voz alta dirigiéndome a una esquina del techo—. Bienvenido de nuevo al mundo real. A su precioso mundo triangular compuesto por la madre que sufre ataques de ansiedad, por la esposa que calza zapatos con tacones como punzones para el hielo y por Merrill Lynch.