Sauce ciego, mujer dormida (39 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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—Perdone. ¿Podría hacerle una pregunta?

Esbozando una vaga sonrisa miró a la mujer. Debía de ser de su misma edad.

—Por supuesto. Adelante.

—Ya sé que es una falta de educación dirigirse de este modo a la gente, pero hay algo que me gustaría saber —dijo y se ruborizó un poco.

—No importa. ¿De qué se trata?

—Pues, el libro que está usted leyendo ahora, ¿no se tratará por casualidad de una obra de Dickens?

—Pues sí —dijo él sujetando el libro y enseñándoselo—. Es
Casa desolada
, de Dickens.

—Lo suponía —dijo la mujer con alivio—. Al echar una ojeada a la cubierta me lo ha parecido.

—¿A usted también le gusta
Casa desolada?

—Sí. Yo he estado todo el rato leyendo el mismo libro. A su lado, por casualidad. —Sacó la cubierta
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del libro y se lo mostró.

Realmente, era una coincidencia asombrosa. Dos personas que están leyendo el mismo libro, un día laborable por la mañana, en dos mesas contiguas de una cafetería desierta de un centro comercial desierto. Además, no se trataba de un
best seller
famoso en el mundo entero, sino de una de las obras menos conocidas de Charles Dickens. Sorprendidos por la curiosa coincidencia, iniciaron una conversación sin la natural reserva de los primeros encuentros.

Ella vivía en una urbanización recién construida cerca del centro comercial. Unos cinco días atrás compró
Casa desolada
, tal como era previsible, en la misma librería del centro comercial. Luego se sentó en la cafetería, pidió un té y abrió el libro sin más, pero, en cuanto empezó a leerlo ya no lo pudo dejar. Se le pasaron dos horas en un santiamén. No devoraba las páginas de un libro con tanta pasión desde que iba a la universidad. Pasó un rato tan agradable en aquella cafetería que decidió volver. A seguir leyendo
Casa desolada
.

La mujer era menuda y, sin poder llamársela gorda, empezaba a acumular un poco de grasa en algunas partes del cuerpo. Tenía bastante pecho y un rostro simpático. Llevaba ropa de buen gusto y de apariencia más bien cara. Estuvieron hablando un rato. Ella pertenecía a un club de lectura y, como libro del mes, había resultado elegido en aquella ocasión
Casa desolada
. Entre los miembros del club se contaba una gran amante de Dickens y había sido ella quien había propuesto aquella novela. Tenía dos niñas (una en primero y la otra en tercero de primaria) y le resultaba difícil encontrar tiempo para dedicarlo a la lectura. Sin embargo, de vez en cuando, lograba salir de casa y reservarse un rato para leer. Las personas con quienes solía tratar eran las madres de los compañeros de colegio de sus hijas, pero con éstas los únicos temas de conversación posibles eran los programas de televisión y los chismes sobre los profesores de la escuela. Así que había decidido entrar en el club de lectura de la zona. Su marido, en el pasado, había sido un gran lector, pero, últimamente estaba tan ocupado con el trabajo que sólo leía libros de economía, y eso cuando podía.

Él también dijo cuatro palabras sobre sí mismo. Que trabajaba como afinador de pianos. Que vivía al otro lado del río Tama. Que estaba soltero. Que le gustaba tanto aquella cafetería que cada semana cogía el coche e iba a leer allí. No mencionó que fuera gay. No pretendía esconderlo, pero tampoco era algo que fuera propagando a los cuatro vientos.

Comieron en el restaurante del centro comercial. Ella tenía un carácter franco y abierto. Una vez hubo desaparecido la tensión del principio se rió a menudo. La suya era una risa natural, nada estentórea. No era preciso que ella le contara al detalle qué tipo de vida había llevado hasta el momento. Él podía imaginar que había sido educada con amor por una familia relativamente acomodada de Setagaya, que había ido a una universidad bastante buena, que había sacado buenas notas, que había sido muy popular (quizá más entre sus amigas que entre sus amigos), que se había casado con un hombre tres años mayor que ella que se ganaba muy bien la vida y que había tenido dos niñas. Sus hijas iban a una escuela privada. A lo largo de los doce años que llevaba casada, no todo había sido de color de rosa en su matrimonio, pero tampoco había habido ningún problema propiamente dicho. Mientras tomaban un almuerzo ligero hablaron de los libros que habían leído en los últimos tiempos y de la música que les gustaba. Charlaron alrededor de una hora.

—Me ha encantado hablar contigo —le confesó ella al terminar de comer, con las mejillas un poco encendidas—. Apenas conozco a gente con quien pueda hablar con tanta libertad.

—A mí también me ha encantado —le dijo él. Y no mentía.

El siguiente martes, él estaba en la misma cafetería leyendo el mismo libro cuando apareció ella. Al verse, se sonrieron e inclinaron levemente la cabeza en ademán de saludo. Luego, sentados en mesas diferentes, leyeron en silencio, cada uno por su lado,
Casa desolada
. A mediodía ella se acercó a su mesa y habló con él. Luego se fueron a almorzar juntos, como la semana anterior. Ella le propuso ir a un restaurante de cocina francesa que había por allí cerca, muy mono y que no estaba nada mal. Él asintió diciendo que le parecía bien, que en el centro comercial no había un solo restaurante que valiera la pena. Los dos fueron en el coche de ella (un Peugeot 306 automático de color azul) al restaurante y pidieron ensalada de berros y lubina a la plancha. También tomaron una copa de vino blanco. Y, mesa por medio, hablaron de las novelas de Dickens.

Después del almuerzo, a medio camino de vuelta al centro comercial, ella detuvo el coche en el aparcamiento de unos jardines y le cogió la mano. Le dijo que quería ir con él a algún «sitio tranquilo». Él se sorprendió un tanto de la forma en que se habían precipitado los acontecimientos.

—Desde que me he casado, jamás he hecho una cosa así. Ni una sola vez —dijo en tono de disculpa—. Ésa es la verdad. Pero en toda la semana no he dejado de pensar en ti. No te traeré complicaciones. Ni pienso molestarte. Eso en caso de que yo no te desagrade a ti, claro.

Él le estrechó cariñosamente la mano y, en voz baja, le explicó la situación. Que si hubiera sido un hombre corriente, seguro que le habría encantado ir con ella a un «sitio tranquilo». Que la encontraba una mujer muy atractiva y que habría sido maravilloso gozar de un momento de intimidad a su lado. Pero lo cierto era que él era homosexual. Y que no podía hacer el amor con mujeres. También había gays que lo hacían, pero ése no era su caso. Que lo comprendiera, por favor. Él podía ser su amigo. Pero, por desgracia, no podía convertirse en su amante.

La mujer tardó un poco en comprender el significado de lo que le estaba diciendo (antes que nada, porque era el primer homosexual que conocía en su vida), pero, una vez lo asimiló, se echó a llorar. Apoyó la cara en el hombro del afinador de pianos y lloró durante largo rato. Debía de ser por la impresión. A él le dio pena. La rodeó con el brazo y le acarició dulcemente el pelo.

—Perdóname —dijo ella—. Te he hecho decir cosas de las que no te apetecía hablar.

—Tranquila. No creas que vivo ocultándolo. Posiblemente hubiera tenido que ser yo quien te lo hubiera dicho desde un principio, para evitar futuros malentendidos. En todo caso, si alguien tiene que disculparse, ése soy yo.

Permaneció largo tiempo acariciándole dulcemente el pelo con sus cinco largos dedos. Esto logró calmarla un poco. Él se dio cuenta de que la mujer tenía un lunar en el lóbulo de la oreja derecha y sintió una nostalgia casi asfixiante. Porque su hermana, dos años mayor que él, también tenía un lunar de tamaño parecido en el mismo sitio. Cuando era pequeño, solía acercarse a su hermana dormida y, en broma, se lo rascaba con la uña para quitárselo. Su hermana siempre se despertaba enfadada.

—Pero, gracias a haberte conocido, me he pasado toda la semana haciéndome ilusiones —dijo ella—. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía igual. Ha sido fantástico, no sé, algo como volver a la adolescencia. Así que no te preocupes. He ido a la peluquería, he hecho una dieta rápida, me he comprado ropa interior italiana…

—Vamos, que te he hecho tirar un montón de dinero —dijo él sonriendo.

—Sí, pero creo que yo, en este momento, lo necesitaba.

—¿Que lo necesitabas?

—Sí. Para dar forma a cómo me siento.

—¿Comprando, por ejemplo, lencería italiana sexy?

Ella enrojeció hasta las orejas.

—De sexy no tiene nada. Nada de nada. Es muy bonita, eso sí.

Sonriente, él la miró a los ojos. Le mostró que sólo estaba gastando una broma inofensiva para aliviar la tensión. Ella lo comprendió y sonrió a su vez. Ambos permanecieron unos instantes mirándose a los ojos.

Luego, él sacó un pañuelo y le secó las lágrimas. Ella se incorporó en el asiento y se recompuso el maquillaje ante el espejo retrovisor.

—Pasado mañana tengo que ir al hospital a que me hagan otra mamografía —le dijo al detener el coche en el aparcamiento del centro comercial, una vez hubo puesto el freno de mano—. En la radiografía que me hacen periódicamente han encontrado una sombra sospechosa y me han avisado de que vuelva al hospital para repetir la prueba y examinarlo a fondo. Si de verdad fuera cáncer, quizá tengan que ingresarme de inmediato. Que hoy haya actuado de esta forma, es posible que se deba a eso. Es decir…

Hubo un corto silencio. Luego ella sacudió varias veces la cabeza de izquierda a derecha. Despacio, pero con fuerza.

—Ni yo misma lo sé.

El afinador de pianos estuvo unos instantes calculando la profundidad del silencio de ella. Aguzó el oído, intentando detectar en su silencio alguna resonancia extraña.

—Los martes por la mañana, siempre estoy aquí —dijo—. No puedo servirte de mucho, pero, al menos, tendrás a alguien con quien hablar. Si te sirve alguien como yo.

—No se lo he contado a nadie más. Ni siquiera a mi marido.

Él posó su mano sobre la mano de la mujer, apoyada en el freno de mano.

—Tengo mucho miedo —confesó ella—. Tanto, que a veces ni siquiera puedo pensar.

Una furgoneta azul se detuvo en el espacio vacío contiguo y de su interior salió un matrimonio de mediana edad con cara malhumorada. Se les oía hablar. Al parecer se estaban recriminando algo el uno al otro. Una cosa sin importancia. Cuando desaparecieron, volvió el silencio. Ella permanecía con los ojos cerrados.

—No estoy en disposición de decir grandes cosas —comentó él—. Pero, yo, cuando no sé qué camino tomar, sigo una norma.

—¿Una norma?

—Si te encuentras con que debes elegir entre una cosa que tiene forma y otra que no la tiene, elige siempre la que no la tiene. Ésta es mi norma. Siempre que he chocado contra un muro la he seguido, y creo que a la larga me ha dado buenos resultados. Aunque haya sido duro en el momento de aplicarla.

—Y esta norma, ¿te la has inventado tú?

—Sí —dijo él mirando el cuentakilómetros—. Basándome en mi propia experiencia.

—Si debo elegir entre una cosa que tiene forma y una que no la tiene, debo elegir siempre la que no la tiene —repitió ella.

—Exacto.

Ella reflexionó unos instantes.

Ahora mismo no lo acabo de entender. ¿Qué diablos tiene forma y qué no la tiene?

—Quizá no lo comprendas ahora. Pero es muy posible que, en un momento determinado, te encuentres ante esta disyuntiva.

—¿Y tú eso lo sabes?

Asintió en silencio.

—Los gays veteranos como yo tenemos muchos poderes especiales.

Ella se rió.

—Gracias.

Entonces se produjo otro largo silencio. Pero no fue tan denso ni asfixiante como el anterior.

—Adiós —dijo ella—. Muchas gracias por todo. He tenido mucha suerte al conocerte y poder hablar contigo. Me siento más capaz de enfrentarme a las cosas.

Él sonrió y le estrechó la mano.

—Cuídate.

De pie en el aparcamiento, siguió con la vista el Peugeot azul que se alejaba. Al final agitó la mano para despedirse en dirección al espejo retrovisor. Luego se dirigió andando despacio al lugar donde tenía estacionado su Honda.

El martes siguiente fue un día lluvioso. Ella no apareció por la cafetería. Él estuvo leyendo en silencio hasta la una y, luego, se marchó.

Aquel día, el afinador de pianos decidió no ir al gimnasio. No le apetecía hacer ejercicio. Sin almorzar siquiera, volvió directamente a casa. Allí se sentó en el sofá y dejó vagar sus pensamientos mientras escuchaba unas baladas de Chopin interpretadas por Arthur Rubinstein. Al cerrar los ojos se le representaba el rostro de la mujer menuda que conducía el Peugeot, sentía el tacto de su pelo en la punta de los dedos. Recordaba con una nitidez asombrosa la mancha negra del lunar en el lóbulo de la oreja. Poco después, aun cuando el rostro de la mujer y la imagen del Peugeot se hubieron esfumado, la forma del lunar, únicamente ésta, siguió dibujándosele con toda claridad. Aquel pequeño punto negro, abriera los ojos o los cerrara, permanecía allí de manera secreta pero inevitable, como un signo de puntuación que se hubiera olvidado de poner, y hacía que se le estremeciera el corazón.

Pasadas las dos y media decidió llamar a casa de su hermana. Había pasado mucho tiempo desde que hablaron por última vez. ¿Cuánto tiempo debía de haber transcurrido? ¿Diez años, tal vez? Su relación había llegado hasta ese punto de abandono. Una de las razones de que eso hubiera sucedido eran las palabras que nunca debían haber pronunciado y que intercambiaron los dos hermanos en medio de la excitación de la pelea cuando se complicó el asunto de la boda. Otra de las razones era que a él no le gustaba su cuñado. Le parecía un zafio arrogante que consideraba sus inclinaciones sexuales como una enfermedad infecciosa incurable. Y, dejando aparte las ocasiones en que no le quedaba más remedio que verlo, intentaba mantenerse a cien metros de distancia.

Con el auricular en la mano dudó varias veces, pero al final marcó el número. El timbre sonó más de diez veces, y cuando él, resignado —aunque con cierto alivio—, se disponía a devolver el auricular a su sitio, contestó su hermana. Aquella voz tan familiar. Cuando la hermana supo que era él enmudeció por un instante al otro lado del auricular.

—¿A qué se debe tu llamada? —le preguntó ella con voz carente de inflexión.

—No lo sé —le respondió él con franqueza—. Simplemente he sentido la necesidad de hacerlo. Estaba preocupado por ti.

Hubo otro silencio. Un largo silencio. Él pensó que tal vez ella se estuviese preguntando si él todavía estaba enfadado.

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