Incluso después de volver a Japón no se aplacó la fiebre. Todos los días iba de compras. El número de trajes que poseía experimentó un incremento acelerado. En consecuencia, tuvieron que encargar varios armarios roperos más. También hicieron construir muebles zapateros. Pero pronto los armarios no fueron suficientes y tuvieron que acondicionar un cuarto entero como ropero. No obstante, la casa era grande y sobraban las habitaciones. Tampoco les faltaba el dinero. Además, su esposa vestía con un gusto exquisito. Y sólo con tener ropa nueva ya era feliz. Así que Tony Takitani no encontraba nada que objetar al respecto. «¡En fin! No hay nada de malo en ello», pensó. «En este mundo nadie es perfecto».
Sin embargo, cuando los trajes de su esposa ya no cupieron en una habitación, empezó a inquietarse. Una vez, mientras ella no estaba, contó las piezas de ropa que tenía. Según sus cálculos, aunque se cambiara de ropa dos veces al día, tardaría casi dos años en poder ponérsela toda. Y eso, lo miraras como lo mirases, era una exageración. No podía entender por qué había de comprar un vestido tras otro. Estaba tan ocupada comprándolos que ni siquiera tenía tiempo de ponérselos. Consideró la posibilidad de que se tratara de algún problema psicológico. Y, en ese caso, debía ponérsele freno.
Un día, después de cenar, decidió abordar el tema. Le sugirió que no comprara tanta ropa. Le dijo que no era cuestión de dinero. Que podía comprar todo lo que necesitara, por supuesto. Que él estaba contento de que ella se pusiera guapa, pero ¿era realmente necesario comprar tanta ropa cara?
Su esposa bajó la mirada y estuvo reflexionando durante unos instantes. Luego le dio la razón. No necesitaba toda aquella ropa. Eso lo veía hasta ella. Pero no podía hacer nada. Cuando tenía un vestido bonito delante, sentía la pulsión de comprarlo. No se trataba de que lo necesitara o no, o de que tuviera muchos o de que tuviera pocos. Se trataba de que no podía evitarlo. Sin embargo, dijo, aquello (y lo comparó con una adicción a las drogas) no podía continuar. Se curaría. Porque si seguía así, acabaría llenando la casa de ropa.
Se pasó una semana sin ir de compras, encerrada en casa. Para ella, aquellos días fueron terribles. Se sentía como si estuviese andando por la superficie de un planeta con poco oxígeno. Todos los días entraba en el ropero, cogía todos sus vestidos, uno tras otro, y los contemplaba. Acariciaba el tejido, olía su aroma, se los probaba y se miraba al espejo. No se cansaba de contemplarlos. Y cuanto más los miraba más le apetecía tener vestidos nuevos. No podía controlar las ganas de comprar más.
Simplemente, no podía aguantarse.
Sin embargo, amaba profundamente a su marido y lo respetaba. Creía que él tenía razón. No necesitaba tanta ropa. «Yo sólo dispongo de un cuerpo», se dijo. Llamó a una de las boutiques que frecuentaba y le preguntó al encargado si podía devolver un abrigo y un vestido que había comprado diez días antes y que no había estrenado. Le contestaron que no faltaba más. Que si tenía la amabilidad de llevarlos a la tienda, le devolverían el importe de los artículos. No podían hacer menos, ya que ella era una de sus mejores clientas. Cargó el abrigo y el vestido en el coche y se dirigió a Aoyama. Devolvió las prendas a la boutique y le reintegraron el importe en la tarjeta de crédito. Ella les dio las gracias, salió de la tienda, voló al coche intentando no mirar a su alrededor y emprendió el regreso a su casa pasando por la 246. Después de devolver la ropa sentía el cuerpo más liviano. «Sí, es verdad. No los necesitaba», se dijo a sí misma tratando de convencerse. «Tengo abrigos y vestidos suficientes para llevar mientras viva». Pero mientras esperaba en una encrucijada, ante el semáforo, no podía quitarse de la cabeza ni el abrigo ni el vestido. Su color, su forma, su tacto. Veía cada detalle de las prendas de ropa tan vívidamente como si las tuviera delante. Sintió cómo su frente se cubría de sudor. Acodada en el volante, aspiró una gran bocanada de aire. Cerró los ojos y, al abrirlos, vio que el semáforo ya había cambiado a verde. En un acto reflejo pisó el acelerador.
En aquel momento un enorme camión, empeñado en cruzar con el semáforo en ámbar, embistió a toda velocidad el lateral del Renault Sank de color azul que ella conducía. No tuvo tiempo de sentir nada.
A Tony Takitani sólo le quedó una habitación llena de trajes de la talla treinta y seis. Contando únicamente los zapatos, había ciento doce pares. No tenía ni idea de qué haría con todo aquello. No quería guardar hasta el fin de los tiempos lo que había llevado su esposa, así que para desprenderse de los accesorios llamó a un comerciante del ramo y le pidió que se los llevara todos por el precio que le ofreciera. Las medias y la ropa interior las quemó juntas en la incineradora del jardín. Vestidos y zapatos había demasiados, así que los dejó tal cual. Después de los funerales se encerró solo en el ropero y se pasó allí de la mañana a la noche mirando aquellos trajes alineados, apretados el uno contra el otro.
Diez días después del funeral, Tony Takitani puso un anuncio en el periódico solicitando una ayudante. «Se necesita mujer de metro sesenta y uno de estatura, talla 36 y número 35 de pie. Muy bien remunerado. Buenas condiciones laborales», rezaba la oferta de trabajo. El sueldo que ofrecía era excepcionalmente alto, así que a la entrevista, que tuvo lugar en su estudio de Minami-Aoyama, se presentaron trece candidatas. Cinco de ellas mentían de modo ostensible respecto a su talla. Entre las ocho restantes, escogió a la que tenía la constitución física más similar a la de su esposa. Una mujer de unos veinticinco años de rostro anodino. Vestía una blusa blanca sin adornos y una falda ceñida de color azul marino. Llevaba, tanto la ropa como los zapatos, pulcros y limpios, pero se veían bastante desgastados por el uso.
Tony Takitani se lo explicó a la mujer. El trabajo, en sí mismo, no era difícil. Tenía que estar todos los días en el estudio de nueve de la mañana a cinco de la tarde y atender al teléfono, enviar ilustraciones, ir a recoger material y hacer fotocopias. Nada más. Pero había una condición. El hecho era que él acababa de perder a su esposa y que ésta había dejado una gran cantidad de ropa. La mayoría era nueva, o casi nueva. Y él quería que ella se la pusiera en horas de trabajo como si fuera un uniforme. Por eso los requisitos para conseguir el empleo eran la talla, la estatura y el número de zapatos. Quizás eso le sonara raro. También él era consciente de ello. Pero en su propuesta no se ocultaba ninguna segunda intención. Él necesitaba tiempo para hacerse a la idea de que su esposa había muerto. Así de simple. En resumen, que era como si tuviera que ir ajustando, poco a poco, la presión atmosférica del aire que había a su alrededor. Necesitaba ese periodo de tiempo. Y, mientras tanto, le era preciso que ella estuviera cerca de él vistiendo la ropa de su esposa. De esa forma, él iría tomando conciencia real de su muerte.
Mordiéndose los labios, la chica consideró en un abrir y cerrar de ojos la cuestión. Realmente, aquélla era una historia extraña. A decir verdad, ella no acababa de entender del todo la lógica del asunto. Que la esposa de aquel hombre había muerto hacía poco, eso lo había entendido. Que había dejado un montón de ropa al morir, también. Lo que no lograba comprender era por qué razón ella tenía que trabajar vestida con aquella ropa delante de él. De ordinario, cualquiera pensaría que allí se ocultaba algo raro. «Pero no parece mal hombre», se dijo. Se notaba por su modo de hablar. Quizá le había trastornado un poco perder a su esposa, pero tampoco parecía un loco peligroso capaz de hacerle daño a alguien. Además, y por encima de todo, ella necesitaba trabajar. Se había pasado los últimos meses buscando un empleo. El mes siguiente se le acababa el subsidio del paro. Y entonces se encontraría en serias dificultades a la hora de pagar el alquiler del piso. Posiblemente no volvería a encontrar nunca más un trabajo tan bien remunerado.
Aceptó. Le dijo que había algunos aspectos que no le habían quedado claros, pero que, posiblemente, sería capaz de desempeñar su cometido. ¿Podría, sin embargo, enseñarle la ropa antes? Pensaba que era mejor comprobar que de verdad fuera de su talla. Él repuso que no faltaba más. Llevó a la mujer a su casa y le mostró la habitación llena de ropa. Excepto en los grandes almacenes, era la primera vez que la mujer veía tanta ropa junta. Y toda, eso se apreciaba a simple vista, era ropa de primera calidad que debía de costar una fortuna. De un gusto, además, irreprochable. Era una visión cegadora. La mujer sintió que le faltaba el aire. Los latidos del corazón se le aceleraron sin motivo. «Se parece a la excitación sexual», pensó ella.
Tony Takitani le pidió que se la probara, la dejó dentro del ropero y salió. Ella se sobrepuso y se vistió con los trajes que tenía más cerca. También se probó los zapatos. Tanto la ropa como los zapatos le iban tan bien como si hubieran sido hechos a medida para ella. Los fue tomando en las manos y los contempló. Los acarició con la punta de los dedos, aspiró su aroma. Cientos de preciosos vestidos estaban allí colgados, uno al lado del otro. Sus ojos se anegaron en lágrimas. No pudo evitarlo. Las lágrimas fueron brotando, una tras otra, de sus ojos. No podía contenerse. Rodeada de la ropa que había dejado una mujer muerta, ella lloraba, intentando ahogar los sollozos. Poco después, Tony Takitani se acercó a ver cómo iban las cosas y le preguntó por qué estaba llorando. Sacudiendo la cabeza, ella le respondió que no lo sabía. Era la primera vez que veía tantos vestidos bonitos juntos y eso, quizá, la había trastornado. Le pidió excusas. Y se secó las lágrimas con un pañuelo.
—Si te parece bien, puedes empezar mañana —le dijo Tony Takitani con tono expeditivo—. Y llévate ropa y zapatos para una semana. Coge los que más te gusten.
Ella eligió, tomándose su tiempo, ropa para seis días. Luego, escogió calzado a juego. Y lo metió todo en una maleta. Tony Takitani le dijo que se llevara también un abrigo por si tenía frío. Ella escogió un cálido abrigo de cachemir de color gris. Era ligero como una pluma. Nunca había tenido en las manos una prenda tan liviana.
Después de que la mujer se marchara, Tony Takitani entró en el ropero, cerró la puerta y permaneció unos instantes mirando vagamente los trajes que había dejado su esposa. No lograba entender por qué aquella mujer se había echado a llorar al ver la ropa. Para él, aquellos vestidos no eran más que las sombras que había dejado su esposa. Una serie de sombras de la talla treinta y seis que se sucedían, una tras otra, colgadas de las perchas. Parecían unas muestras, reunidas y colgadas en aquel lugar, de las ilimitadas (teóricamente, al menos) posibilidades que comprende la vida del ser humano.
Aquellas sombras estaban adheridas antes al cuerpo de su esposa, recibían su cálido aliento, se movían junto a ella. Sin embargo, lo que en su momento tenía ante los ojos, una vez perdida la raíz de la vida, no era más que una sucesión de sombras miserables que se iban marchitando, minuto a minuto. Se trataba sólo de vestidos usados, desprovistos de significado. Mientras los miraba, sintió que cada vez se le hacía más difícil respirar. Los diferentes colores volaban al viento como el polen y penetraban en sus ojos, sus orejas, sus fosas nasales. Aquellos volantes, los botones, los adornos de los hombros, los encajes, los cinturones enrarecían el aire de la habitación. El olor de la gran cantidad de sustancia antipolillas batía el aire sin hacer ruido, como incontables y minúsculas alas de insecto. De repente se dio cuenta de que, en ese momento, odiaba aquella ropa. Se recostó en la pared, se cruzó de brazos y cerró los ojos. La soledad se había infiltrado de nuevo en él como un tibio caldo de oscuridad. «Ya todo ha terminado», pensó. «Haga lo que haga, ya todo ha terminado».
Llamó a casa de la mujer y le dijo que olvidara el asunto del trabajo. Que lo sentía muchísimo, pero que ya no la necesitaba. Ella, sorprendida, le preguntó qué diablos había ocurrido. Él repuso que le sabía mal, pero que las circunstancias habían cambiado. Que podía quedarse con todos los trajes que se había llevado, y también con la maleta, pero que olvidara aquel asunto. Que no se lo contara a nadie. Ella no entendía nada, pero conforme escuchaba fue perdiendo las ganas de seguir preguntando. Le dijo que «muy bien» y colgó.
Al principio, la mujer estaba enfadada con Tony Takitani. Pero después acabó teniendo la impresión de que había sido mejor así. Desde el comienzo, toda aquella historia había sido muy extraña. Era una lástima quedarse sin trabajo, pero ya se las apañaría.
Fue desplegando con mimo, uno tras otro, los vestidos que se había traído de casa de Tony Takitani, los fue colgando dentro del armario y metió los zapatos en cajas. Comparados con los recién llegados, sus viejos vestidos y zapatos se veían todos terriblemente miserables. A ella le dio la impresión de que eran de una materia diferente, confeccionados con materiales de otra dimensión completamente distinta. Se quitó la ropa que había llevado puesta en la entrevista, la colgó de una percha, se puso unos tejanos y una sudadera, se sentó en el suelo, sacó una cerveza de la nevera y se la bebió. Luego, al recordar el ropero de casa de Tony Takitani lleno a rebosar de ropa, lanzó un suspiro. «¡Cuántos vestidos bonitos!», pensó. «¡Uf! Pero si aquel ropero era más grande que mi piso entero». Reunir semejante cantidad de ropa debía de haberle costado a aquella mujer un montón de dinero, y también de tiempo. Seguro. Pero ella había muerto Había dejado una habitación llena de vestidos de la talla treinta y seis. ¿Qué debía de sentirse al morir dejando atrás tantos vestidos bonitos?
Sus amigos, que sabían muy bien lo pobre que era, se sorprendieron mucho al ver que, cada vez que quedaban, ella acudía con un vestido nuevo. Y todo ropa de marca, cara, sofisticada. Todos sus amigos le preguntaban dónde diablos los había conseguido y cómo. Ella les decía que no podía contárselo, que lo había prometido. Y sacudía la cabeza con un gesto negativo. Además, añadía, aunque lo explicase, nadie la creería.
Tony Takitani, al final, llamó a un ropavejero y le entregó todos los vestidos que su esposa había dejado. No le resultó rentable. Ni siquiera debió de recuperar una vigésima parte del dinero que le habían costado. Pero eso a él no le importaba. Se los hubiera regalado con gusto, lo único que quería era que se los llevara, todos, sin dejar ni uno. Lejos, a un lugar donde él no pudiera volver a ponerles los ojos encima.
Y el antiguo ropero, ya vacío, continuó así durante muchos años.