Sauce ciego, mujer dormida (13 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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—Mirándolo desde un punto de vista realista, eso hubiera sido lo mejor —asentí.

—Pero ella no colgó. Y me invitó a su casa. «¿Vienes?», me dijo. «Mi marido está de viaje de negocios y, sola, me aburro». Yo no supe qué responderle, así que me quedé callado. Tampoco ella dijo nada. El silencio duró unos instantes. Y, luego, ella dijo: «Todavía me acuerdo de que te prometí que haría el amor contigo».

«Todavía me acuerdo de que te prometí que haría el amor contigo», le dijo ella. En aquel instante, él no supo a qué se refería. Luego le vino de repente a la cabeza que ella le había dicho una vez que se acostaría con él después de casada. Él lo recordaba. Pero nunca lo había considerado una promesa. Siempre había pensado que ella lo había dicho empujada por la confusión del momento. Que, turbada, no sabía lo que estaba diciendo y se le habían escapado esas palabras.

Pero ella no estaba turbada. Ella lo consideraba una promesa. Una promesa formulada con toda claridad.

Por un instante, él perdió el sentido de la dirección de las cosas. Había dejado de saber qué era lo correcto. Desconcertado, echó una mirada a su alrededor. Pero no vislumbró un marco por ninguna parte. Ya no había nada que lo guiara. Claro que quería acostarse con ella. Eso no hacía falta ni decirlo. Incluso después de separarse había imaginado infinitas veces que hacía el amor con ella. Incluso cuando tenía novia, se lo había imaginado a menudo. Pensándolo bien, ni siquiera la había visto desnuda. Lo único que conocía de su cuerpo era el tacto de sus dedos deslizándose bajo su ropa. Ella ni siquiera se quitaba las bragas. Sólo le dejaba introducir los dedos por debajo.

Pero era consciente, a la vez, del peligro que entrañaba acostarse con ella en aquel momento. Quizás implicara perder muchas cosas. Y no deseaba volver a despertar de una sacudida cosas que había dejado atrás, entre las tinieblas del pasado. Sentía que no le convenía hacerlo. En todo aquello se mezclaba claramente un factor de irrealidad, algo incompatible con lo que él era.

Pero no pudo negarse, por supuesto. ¿Cómo iba a hacerlo? Era su eterno cuento de hadas. Un precioso cuento de hadas que sólo se vive una vez en la vida. La hermosa novia de la época más vulnerable de su vida le decía que fuera a su casa para hacer el amor. Vivía cerca. Aquélla era una promesa legendaria que se habían intercambiado en secreto, mucho tiempo atrás, en las profundidades del bosque.

Él permaneció unos instantes con los ojos cerrados, en silencio. Se había quedado sin habla.

—Oye —dijo ella—. ¿Estás ahí?

—Sí, estoy aquí —respondió él—. De acuerdo, ahora voy. Llegaré en menos de media hora. Dame tu dirección.

Él apuntó el nombre del bloque de apartamentos, el número del piso y el número de teléfono. Luego se afeitó apresuradamente, se cambió de ropa, cogió un taxi y se dirigió hasta allí.

—¿Qué hubieras hecho tú? —me preguntó.

Sacudí la cabeza. No podía responder a una pregunta tan difícil.

Él se rió y se quedó contemplando la taza de café, encima de la mesa.

—También a mí me hubiera gustado que el asunto se hubiese resuelto sin tener que responder. Pero no pude. Tuve que tomar una decisión. Ir o no ir. Una de dos. No había una solución intermedia. Y fui a su casa. Llamé a su puerta. Deseaba con todo mi corazón que no estuviera. Pero, estaba. Tan hermosa como en el pasado. Y tan encantadora como antes. Y olía tan bien como siempre. Tomamos una copa y hablamos del pasado. Incluso escuchamos viejos discos. Y, luego, ¿qué crees que pasó?

No tenía la menor idea. Le dije: «No tengo la menor idea».

—Mucho tiempo atrás, cuando era niño, leí un cuento —dijo él, que seguía vuelto hacia la pared—. He olvidado la historia. Sólo me acuerdo de la última línea. Y eso porque nunca había leído un cuento que terminara de una manera tan extraña. Decía así: «Y cuando todo hubo acabado, el rey y sus súbditos se mondaron de risa». ¿No te parece un final muy extraño?

—Sí, lo es —dije yo.

—Querría acordarme de qué va el cuento, pero soy incapaz. Sólo de esta última frase, tan peculiar: «Y cuando todo hubo acabado, el rey y sus súbditos se mondaron de risa». ¿De qué diablos iba la historia?

Por entonces, ya nos habíamos tomado los cafés.

—Nos abrazamos —dijo—. Pero no nos acostamos. No la desnudé. Sólo lo hice con los dedos, como en el pasado. Me pareció que era lo mejor. A ella, por lo visto, también se lo pareció. Nos acariciamos durante largo tiempo sin decir nada. Aquélla era la única forma en que podíamos entender lo que, en aquellos instantes, teníamos que entender. Claro que, de haber sido mucho tiempo atrás, habría sido distinto. Nosotros hubiésemos hecho el amor con toda naturalidad y, de ese modo, nos hubiéramos comprendido mejor el uno al otro. Y quizá nos hubiéramos sentido más felices. Pero aquello ya había pasado de largo. Había quedado sellado, congelado. Y ya nadie podía recuperarlo.

Fue dándole vueltas a la tacita de café sobre el plato durante mucho tiempo. Tanto que incluso el camarero se acercó a ver qué ocurría. Al final, dejó la taza en su sitio. Llamó al camarero y le pidió otro expreso.

—Creo que debí de quedarme allí alrededor de una hora. No me acuerdo bien. Pero me da la impresión de que sería aproximadamente ese lapso de tiempo. Más o menos. Creo que si me hubiera quedado más tiempo, me habría vuelto loco —dijo, y sonrió—. Le dije adiós y me fui. Ella también me dijo adiós. Y aquél fue un adiós definitivo de verdad. Lo sabía yo, y lo sabía ella. Lo último que vi fue la imagen de ella, de pie en el umbral, con los brazos cruzados. Intentó hablar. Pero no dijo nada. Aunque, lo que iba a decirme, lo sé aun sin haberlo oído. Yo me sentía muy…, muy vacío. Como un agujero inmenso. Los ruidos a mi alrededor resonaban de forma extraña. Las formas se distorsionaban. Vagué sin rumbo por la zona. Me daba la sensación de haber consumido en vano, sin sentido, todas las horas de mi vida. Deseaba volver a su casa y tomarla entre mis brazos. Pero no pude hacerlo. Era imposible.

Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Y se bebió el segundo expreso que le habían traído.

—Me avergüenza decírtelo, pero aquella noche salí y me acosté con una prostituta. Era la primera vez que lo hacía. Y, posiblemente, sea la última.

Durante unos instantes, me quedé contemplando mi taza de café. Y pensé en lo soberbio que había sido yo antes. Quise explicárselo como fuera. Pero no creí que consiguiera hacerlo.

—Al contarlo de esta forma, parece que le haya ocurrido a otra persona —dijo él, y se rió. Luego, durante unos instantes, enmudeció como si se hubiera sumido en sus reflexiones. Tampoco yo dije nada.

—Y cuando todo hubo acabado, el rey y sus súbditos se mondaron de risa —dijo él poco después—. Cada vez que me acuerdo de aquello, me viene esta frase a la cabeza. Es como un reflejo condicionado. No sé, pero a mí me da la impresión de que la tristeza más profunda siempre contiene una punta de humor.

Tal como he dicho al principio, no creo que de esta historia pueda extraerse ninguna lección moral. Pero es una historia que le ocurrió a él, es una historia que nos ocurrió a nosotros. De modo que, al escucharla, yo no pude mondarme de risa. Ahora tampoco puedo.

El cuchillo de caza

En alta mar, dos grandes boyas flotaban una junto a la otra. Estaban a cincuenta brazadas a crol desde la orilla y, entre ambas, había treinta brazadas más, una distancia idónea para cubrirla a nado. Las boyas eran cúbicas, medían cuatro metros de lado y estaban amarradas de tal modo que parecían dos islas gemelas.

El agua era de una transparencia casi artificial y, al otear el fondo del mar, se distinguían con toda claridad las cadenas que sujetaban las boyas y, en el extremo de éstas, el bloque de hormigón que las anclaba. El agua tendría de tres a cuatro metros de profundidad. En la superficie de aquel remanso rodeado por arrecifes de coral no se alzaba ninguna ola digna de ese nombre y las boyas, resignadas, sin mecerse apenas, permanecían inmóviles bajo los ardientes rayos del sol. A un lado, había una escalera metálica recubierta de una capa de hierba artificial.

De pie sobre la boya, al dirigir los ojos hacia la orilla, podías abarcar de una ojeada la larga y blanca línea de la playa, la torre pintada de rojo del socorrista y la hilera de palmeras verdes. Era una vista muy hermosa, algo parecida a un paisaje de postal. Al dirigir los ojos hacia la derecha, siguiendo la línea de la costa, te encontrabas con que la playa moría, y en el punto donde el negro acantilado empezaba a asomar su faz se levantaban las dependencias del hotel donde me alojaba yo. Unas casitas de dos plantas, de paredes blancas y tejado de un verde un poco más oscuro que el de las hojas de palmera. Estábamos a finales de junio, aún faltaba para la temporada de verano y tanto en la playa como en el hotel apenas había gente.

Sobre las boyas, helicópteros del ejército seguían la ruta que tenían establecida hacia una base militar americana. Los helicópteros venían de alta mar, pasaban por entre las dos boyas, cruzaban la línea de palmeras y desaparecían en tierra firme. Volaban tan bajo que casi podías distinguir la expresión del rostro de los pilotos. La antena que salía del morro verde apuntaba directamente hacia delante como el aguijón de un insecto. Sin embargo, exceptuando el trasiego de helicópteros, la playa era apacible y tranquila, casi se diría que amodorrada. Nadie molestaba a nadie, era un paraje idóneo para pasar las vacaciones.

Nuestra habitación estaba en la planta baja, de cara al mar. Justo bajo la ventana crecían unas solitarias mimosas blancas. Más allá, se extendía un jardín de cuidado césped. Mañana y tarde, los aspersores regaban en abanico la hierba con un zumbido somnoliento. Al otro lado del recuadro de césped había una piscina y una hilera de altas palmeras que mecían sus grandes hojas al viento.

Cada casita constaba de cuatro habitaciones. Dos en la planta baja y dos en el primer piso. En la habitación contigua a la nuestra se alojaban dos americanos, madre e hijo. Por lo visto estaban allí desde mucho antes de que llegáramos nosotros. La madre rondaría los sesenta años y el hijo debía de contar unos veintiocho o veintinueve, aproximadamente mi edad. Ambos tenían el rostro largo y delgado, la frente ancha, mantenían siempre los labios apretados. Jamás había visto a una madre y a un hijo que se parecieran tanto. La madre era sorprendentemente alta para su edad, andaba muy erguida y sus gestos eran enérgicos.

El hijo, por lo que podía apreciarse, era tan alto como la madre, pero no sabría decir cuánto medía. Porque jamás se levantaba de la silla de ruedas. Tras la silla iba siempre la madre, empujándola.

Ambos eran en extremo silenciosos. En su cuarto reinaba el silencio propio de un museo, jamás se oía la televisión. Sólo dos veces nos llegó a la habitación el sonido de música. Una vez, de un quinteto de clarinete de Mozart, la otra, de una pieza para orquesta que yo no había oído nunca. Creo que era de Richard Strauss. Y nada más.

No tenían puesto el aire acondicionado y dejaban abierta la puerta de entrada para que la fresca brisa se metiera en la habitación; pero, a pesar de ello, jamás los oímos hablar. Sus conversaciones —suponiendo que las tuvieran— debían de ser un intercambio de susurros. Ésa fue la causa de que, tanto mi mujer como yo, sin darnos cuenta, empezáramos a hablar en voz baja cuando estábamos en nuestra habitación.

Solíamos verlos en el comedor, en el vestíbulo, en el jardín, en el paseo. El hotel era muy pequeño y, quisieras o no, acababas topándote con ellos. Al cruzarnos intercambiábamos un saludo que iniciábamos, indistintamente, nosotros o ellos. Madre e hijo diferían en la manera de saludar. Mientras la madre hacía un ademán claro y firme, el hijo se limitaba a esbozar un gesto rápido con los ojos y la barbilla. No obstante, ambos saludos dejaban una impresión muy similar. Tanto el de ella como el de él eran saludos concluyentes que nacían y morían en sí mismos. Que mostraban bien a las claras que las probabilidades de ir más allá eran casi nulas.

Mi mujer y yo jamás conversamos con ellos. De hecho, ella y yo teníamos mucho de qué hablar. Del traslado a un nuevo apartamento, del trabajo, de la posibilidad de tener un hijo. Era nuestro último verano antes de cumplir treinta años. No sé de qué hablarían ellos. En realidad, apenas recuerdo haberlos visto intercambiar un par de frases.

Después del desayuno siempre se sentaban en un sofá del vestíbulo a leer el periódico. Cogían uno cada uno y seguían todos los artículos de cabo a rabo, muy despacio, como si compitieran en ver cuál de los dos tardaba más tiempo del requerido en leerlos. Cuando no cogían el periódico, sacaban unos gruesos volúmenes de tapa dura que llevaban consigo. Más que madre e hijo parecían un viejo matrimonio que hubiera perdido, hacía ya mucho tiempo, el interés el uno por el otro.

Todos los días, a las diez de la mañana, mi mujer y yo cogíamos la nevera portátil y nos íbamos a la playa. Nos untábamos generosamente con aceite bronceador, nos tendíamos sobre las toallas y tomábamos el sol. Yo solía escuchar alguna cinta de los Rolling Stones, o de Marvin Gaye, y mi mujer releía una edición de bolsillo de
Lo que el viento se llevó
. Ella decía que casi todo lo que sabía de la vida lo había aprendido en ese libro. Pero como yo no lo he leído nunca, no tengo la menor idea de qué es lo que habrá aprendido en él. El sol ascendía por el lado de tierra firme, y los helicópteros seguían su ruta en dirección opuesta y desaparecían en la línea del horizonte.

A las dos de la tarde, madre e hijo, con su silla de ruedas, aparecían por la playa. La madre llevaba un vestido liso de tonalidades pálidas y se cubría la cabeza con un sombrero de paja de ala ancha. El hijo no se ponía sombrero, iba con unas gafas de sol de color verde oscuro. Vestía siempre una camisa hawaiana y unos pantalones de algodón. Ambos se ponían a la sombra de las palmeras, donde soplaba la brisa, y contemplaban el mar sin hacer nada. La madre se sentaba en una silla plegable de lona, pero al hijo no lo vi abandonar jamás la silla de ruedas. Conforme la sombra se desplazaba, ellos iban cambiando con diligencia de sitio. La madre llevaba un termo plateado y, de cuando en cuando, llenaba unos vasos de papel. A veces mordisqueaban galletas saladas. En la playa no leían jamás. Sólo contemplaban el mar en silencio.

En ocasiones se iban a los treinta minutos, otras permanecían en la playa hasta tres horas, eso dependía del día. Mientras me bañaba, sentía sus miradas clavadas en mi piel. De las boyas a la hilera de palmeras había una distancia considerable y es posible que fuera una alucinación. Es posible que sólo se tratara de un exceso de susceptibilidad por mi parte. Pero cuando, subido a la boya, dirigía los ojos hacia la playa, habría jurado que los dos miraban hacia mí. El termo plateado despedía, de vez en cuando, un vivo destello como si fuera un cuchillo.

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