—Yo no quiero estudiar. No pretendo entrar en el Ministerio de Hacienda. Soy una chica. Mi caso es distinto al tuyo. Tú subirás mucho más alto. Pero yo quiero pasar estos cuatro años sin esforzarme demasiado. Ya sabes, tomarme un descanso. Total, en cuanto me case, ya no podré hacer nada más, ¿no?
Esto le decepcionó. Lo que él deseaba era que fueran los dos juntos a Tokio y empezar allí una nueva relación. Así se lo dijo a ella. Le pidió que se fuera con él a la universidad, a Tokio. Pero ella, como era de esperar, sacudió la cabeza con un gesto negativo.
Durante las vacaciones del primer año de universidad, él volvió a Kobe y salió todos los días con ella (fue durante aquel verano cuando él y yo nos encontramos en la autoescuela). Montados en el coche que conducía ella, fueron juntos a diversos lugares y se acariciaron igual que antes. Sin embargo, él no pudo evitar darse cuenta de que, en su relación, algo estaba empezando a cambiar. El aire de la realidad había empezado a infiltrarse, sin ruido, en su interior.
No es que hubiera cambiado algo en concreto. Más bien era lo contrario, que apenas se había producido un cambio. La manera de hablar de ella, la ropa que llevaba, los temas de conversación que elegía y sus opiniones sobre éstos…, todo era casi idéntico a como era antes. Pero él sentía que no podía mezclarse con ese mundo de la misma manera que lo había hecho en el pasado. Tenía la sensación de que algo era distinto. Sucedía igual que con las oscilaciones de un péndulo que, poco a poco, van perdiendo fuerza aunque siga su movimiento reiterativo. En sí mismo no está mal. Sin embargo, no conduce a ninguna parte.
«Quizás haya cambiado yo», pensaba él.
Su vida en Tokio era solitaria. Tampoco en la universidad, como cabía esperar, había hecho amigos. La ciudad era caótica y sucia; la comida era mala. La gente hablaba de una forma vulgar. Al menos así se lo parecía a él. Por eso, mientras estuvo en Tokio, no dejó de pensar en ella. Por la noche se encerraba en su habitación y le escribía una carta tras otra. También él recibía sus cartas (aunque eran muchas menos que las que él le mandaba). Ella le contaba con todo detalle la vida que llevaba. Él leía esas cartas una y otra vez. «Si no las recibiera, me volvería loco», pensaba. Empezó a fumar y a beber. Y a saltarse alguna clase de vez en cuando.
Pero cuando llegaron las vacaciones que con tanta ansia había estado esperando y volvió a Kobe, todo le decepcionó. Era extraño. Sólo había estado ausente tres meses, pero todo cuanto miraba le parecía polvoriento y falto de vida. Las conversaciones con su madre le parecían el colmo del aburrimiento. El escenario que lo rodeaba, que tanto había añorado en Tokio, le parecía viejo. En resumen, que Kobe no era más que una ciudad de provincias satisfecha de sí misma. Le fastidiaba hablar con la gente. Incluso ir al barbero que había frecuentado desde niño le pareció deprimente. También la playa, por donde paseaba cada día con el perro, la encontró vacía y llena de basura.
Los encuentros con ella no le suponían excitación alguna. Cuando, después de las citas, regresaba a casa, solo, siempre se entregaba a profundas reflexiones. ¿Qué era lo que no funcionaba? Él la seguía queriendo. Ese sentimiento continuaba intacto. «Pero no basta con esto. Hay que hacer algo», pensaba. «La pasión, durante un tiempo, avanza por su propia fuerza inmanente. Pero esto no dura para siempre. Y si ahora no hacemos nada, es posible que nuestra relación llegue a un punto muerto y que la pasión se acabe sofocando y desapareciendo».
Un día, él decidió tocar de nuevo el tema del sexo que tenían congelado desde hacía tiempo. Por última vez.
—He estado tres meses solo en Tokio y no he dejado de pensar en ti. Te quiero mucho. Por muy lejos que esté de ti, mis sentimientos no cambian. Pero el hecho de no haber estado a tu lado durante todo este tiempo me ha despertado un montón de inseguridades. Los pensamientos oscuros han ido haciéndose más grandes. Las personas, cuando están solas, se vuelven frágiles. Seguro que tú esto no lo entiendes. Yo nunca había estado tan solo en toda mi vida. Y es muy duro. Por eso quiero un lazo claro entre los dos. Algo que, aunque esté lejos, me dé la certeza de que estoy atado, indudablemente, a ti.
Pero ella, como era de esperar, sacudió la cabeza. Lanzó un suspiro y lo besó. Con una gran dulzura.
—Lo siento. Pero no puedo entregarte mi virginidad. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Haría todo cuanto estuviese en mi mano por ti. Menos eso. Si me quieres, no vuelvas a hablarme de ello. Por favor.
Pero él volvió a sacar el tema de la boda.
—En mi clase ya hay chicas prometidas. Bueno, hay dos —dijo ella—. Pero sus novios tienen un trabajo como es debido. Prometerse es eso, ¿sabes? Casarse implica responsabilidades. Independizarse y ocuparse de la otra persona. Sin asumir ninguna responsabilidad, no puedes recibir nada.
—Yo soy una persona capaz de asumir responsabilidades —replicó él con resolución—. He ingresado en una buena universidad. A partir de ahora sacaré buenas notas. Podré entrar en cualquier compañía, en cualquier oficina gubernamental. Dime el lugar que prefieras y entraré allí con las mejores calificaciones. Te lo demostraré. Puedo conseguir cualquier cosa si me lo propongo. ¿Dónde diablos está el problema?
Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento del coche. Permaneció unos instantes en silencio.
—Tengo miedo —dijo. Sepultó la cara entre las manos y se echó a llorar—. Mucho miedo. Estoy muerta de miedo. Me da miedo la vida. Me aterra vivir. Me da miedo tener que salir al mundo real dentro de unos cuantos años. ¿Por qué no lo entiendes? ¿Por qué no puedes entenderme ni siquiera un poco? ¿Por qué me martirizas de este modo?
Él la abrazó.
—Conmigo no debes temer nada —le dijo—. La verdad es que yo también tengo miedo. Tanto como tú. Pero, si tú estás a mi lado, podré seguir hacia delante sin temor. Tú y yo juntos no tendremos por qué temerle a nada.
Ella sacudió la cabeza.
—Tú no lo entiendes. Yo soy una mujer. No soy como tú. Tú no lo entiendes. En absoluto.
Era inútil añadir algo más. Ella lloró durante un largo rato. Y, cuando dejó de llorar, dijo una cosa extraña:
—¿Sabes? Si…, aunque tú y yo nos separáramos, yo siempre me acordaría de ti. De veras. Nunca te olvidaré. Porque te quiero de verdad. Eres la primera persona a la que he querido y me gusta muchísimo estar contigo. Eso tenlo bien claro. Pero eso no tiene nada que ver con lo otro. Y, si quieres alguna promesa sobre eso, yo te lo juro. Me acostaré contigo. Pero ahora no puede ser. Me acostaré contigo cuando me haya casado con otra persona. No te miento. Te lo juro.
—En aquellos momentos, no entendí en absoluto qué estaba intentando transmitirme —dijo él contemplando el fuego. El camarero nos trajo el segundo plato y, de pasada, echó algunos leños a la chimenea. Se produjo un chisporroteo, saltaron algunas chispas. En la mesa vecina, un matrimonio estaba absorto en la elección de los postres—. No lo entendí. Aquello era un enigma. Al llegar a casa, recordé sus palabras y estuve dándoles vueltas, pero no logré comprenderlas. ¿Lo entiendes tú?
—Pues que ella quería llegar virgen al matrimonio, pero que, una vez casada, como ya no tendría que conservar la virginidad, no le importaría tener una aventura contigo. Así que te dijo que esperaras. ¿Es eso, no?
—Supongo que sí. Es lo único que se me ocurre.
—Es una idea muy original, pero tiene lógica.
Él esbozó una dulce sonrisa.
—Exacto. Tiene lógica.
—Quería casarse virgen. Convertirse en la esposa de alguien y serle infiel. Parece una novela francesa antigua. Aunque faltan los bailes y los sirvientes, claro.
—Pero ésa fue la única solución práctica que se le ocurrió en aquellos momentos —dijo.
—¡Pobre! —exclamé.
Él se me quedó mirando a los ojos unos instantes. Luego asintió despacio.
—¡Pobre! Exacto. Tienes razón. Lo has entendido perfectamente —dijo él y volvió a asentir una vez más—. Ahora también lo entiendo yo. También para mí han ido pasando los años. Pero entonces fui incapaz de comprenderlo. No era más que un niño. Y no sabía nada de los pequeños temblores que agitan el corazón de las personas. Sólo me asombré. A decir verdad, aquello me sorprendió tanto que casi me caí de espaldas.
—No me extraña —le dije.
Luego estuvimos comiendo en silencio durante un rato.
—Supongo que ya te lo imaginas —continuó hablando un poco después—. Que ella y yo acabamos separándonos. Ninguno de los dos lo propuso. Las cosas acabaron de una manera natural. Muy tranquila. Seguro que tanto ella como yo estábamos cansados de mantener aquella relación. A mis ojos, su manera de vivir era, ¿cómo te lo diría?, no sé, poco sincera. No, no es eso. A decir verdad, lo que me parecía era que ella podía vivir de una manera más auténtica. Eso me decepcionaba un poco. Pensaba que debía olvidarse de virginidades y bodas y vivir una vida más plena y espontánea.
—A mí me parece que ella no podía actuar de otro modo —dije yo.
Él asintió.
—Sí, yo también lo creo —y cortó un grueso trozo de seta y se lo llevó a la boca—. Llega un momento en que dejas de ser flexible. Eso también lo comprendo. Has dado demasiado de ti y no puedes volver a contraerte. Eso también podía haberme ocurrido a mí. Nos habíamos esforzado mucho desde pequeños. «Adelante, sigue hacia delante», te van diciendo. Y, justamente porque tienes la capacidad, vas avanzando tal como te piden. Pero la formación de tu personalidad se queda atrás. Y llega un día en que no puedes dar más de ti. En el sentido moral.
—¿Y a ti no te ocurrió eso? —le pregunté.
—Creo que logré superarlo, más o menos —dijo tras reflexionar unos instantes. Dejó el cuchillo y el tenedor, se enjugó los labios con la servilleta—. Después de romper con ella, tuve una novia en Tokio. Una buena chica. Vivimos juntos durante un tiempo. Para ser sincero, mi relación con ella no me caló tan hondo como la que había mantenido con Yoshiko Fujisawa. Pero la quise mucho. Nos comprendíamos muy bien y nuestra relación era sincera. Qué es el ser humano, lo hermoso que puede llegar a ser, los defectos que tiene, todo esto lo aprendí de ella. E hice amigos. Me interesé por la política. Lo cual no quiere decir que mi personalidad cambiase por completo. Siempre fui un hombre muy realista, probablemente lo siga siendo ahora. Yo no escribo novelas y tú no importas muebles. Ya me entiendes. Pero en la universidad aprendí que hay muchas realidades en este mundo. El mundo es muy grande y en él coexisten diferentes sistemas de valores. No hay ninguna necesidad de ser un alumno sobresaliente. Y salí al mundo.
—Y triunfaste.
—Pues, más o menos —dijo él. Suspiró con aire confuso. Y me miró con complicidad—. Seguro que mis ingresos son mayores que los de muchos de mi generación. Sí, en el terreno material me va bien —y, tras pronunciar estas palabras, enmudeció.
Pero yo sabía que la historia no había terminado, así que esperé a que prosiguiera.
—Después estuve mucho tiempo sin ver a Yoshiko Fujisawa —continuó—. Mucho tiempo. Me licencié y entré a trabajar en una empresa comercial. Trabajé allí cinco años. También residí en el extranjero. Estaba muy ocupado todos los días. Dos años después de acabar la universidad, me enteré de que Yoshiko se casaba. Me lo dijo mi madre. No llegué a preguntarle con quién. Lo primero que pensé al oírlo fue si ella realmente se casaba virgen. Fue lo primero que se me ocurrió. Luego, me entristecí un poco. Y, al día siguiente, estaba todavía más triste. No sé por qué, pero tenía la sensación de que muchas cosas habían terminado. Tenía la sensación de que una puerta acababa de cerrarse a mis espaldas. En fin, era normal. La había querido mucho. Habíamos salido durante cuatro años. Y yo, al menos yo, me había planteado incluso la posibilidad de casarme con ella. Había jugado un importantísimo papel en mi adolescencia. No era extraño que me sintiera triste. Pero, si ella era feliz, a mí ya me estaba bien. Lo pensé, en serio. Aunque la verdad era que ella me preocupaba un poco. Porque en algunos aspectos era muy frágil.
El camarero retiró los platos. Y trajo el carrito de los postres. Prescindimos del postre y pedimos café.
—Me casé tarde. A los treinta y dos años. Así que, cuando Yoshiko Fujisawa me llamó, yo todavía estaba soltero. Tenía, creo, veintiocho años. Ahora que lo pienso, ya hace diez años de aquello. Acababa de dejar la empresa y de independizarme. Le había pedido un préstamo a mi padre y había fundado una pequeña empresa. Lo hice convencido de que el mercado de los muebles importados tenía que experimentar un crecimiento seguro. Pero los comienzos son muy duros. Las entregas se retrasan. Te queda mercancía por vender. Se te acumulan los gastos de almacenaje. Las letras te persiguen. Yo, en aquella época, francamente, estaba exhausto, a un tris de perder la confianza en mí mismo. Es posible que aquélla haya sido la época más dura de toda mi vida. Y fue justamente entonces cuando ella me llamó. No sé cómo logró saber mi número de teléfono. Pero un día, a las ocho de la noche, sonó el teléfono. Reconocí enseguida su voz. Una cosa así no se olvida. ¡Me trajo tantos recuerdos! ¡Tantos! Yo me sentía muy frágil en aquellos momentos y me pareció maravilloso oír la voz de mi antigua novia.
Se quedó con la vista clavada en los leños de la chimenea como si estuviera recordando algo. Sin que nos diéramos cuenta, el restaurante se había llenado. Se oían voces y risas, entrechocar de platos. Por lo visto, la mayoría de los clientes era gente del lugar. Muchos llamaban a los camareros por su nombre de pila. ¡Giuseppe! ¡Paolo!
—No sé quién se la habría contado, pero se sabía mi vida al dedillo. Que aún estaba soltero, que había residido en el extranjero. Que el año anterior había dejado el trabajo y fundado una empresa. Lo sabía todo. «Tranquilo. Saldrás adelante. Confía en ti mismo», me dijo. «Triunfarás. Seguro. No puede ser de otra forma». Me alegré mucho de que me lo dijera. Su voz era dulce. «¡Lo lograré!», volvía a pensar al oírla. Su voz me devolvió la confianza perdida. «Mientras el mundo continúe siendo el mundo, yo lograré salir de ésta. Sin duda», pensé. «El mundo estaba allá, al alcance de mi mano» —dijo, y sonrió—. Le pregunté cosas sobre ella. Cómo era su marido, si tenía hijos, dónde vivía. Me dijo que no había tenido hijos. Su marido era cuatro años mayor que ella y trabajaba en una cadena de televisión. Ocupaba un cargo directivo. «Debe de estar muy ocupado», le dije yo. «Lo está. Tanto que no tiene tiempo para hacer un niño», repuso. Y se rió. Ella vivía en Tokio. En una casa de pisos de Shinagawa. En aquella época, yo vivía en Shiroganedai. No éramos vecinos, pero no quedaba lejos. «¡Qué coincidencia!», le dije. En fin, así fue. Hablamos de todas las cosas que suelen hablarse con la antigua novia del instituto. Hubo algún momento de incomodidad, pero la charla fue divertida. En definitiva, que hablamos como dos viejos camaradas que se han separado mucho tiempo atrás y que en la actualidad siguen caminos distintos. Hacía tiempo que no hablaba con tanta franqueza con nadie. Charlamos durante muchísimo rato. Y, cuando nos habíamos dicho todo lo que nos teníamos que decir, cayó el silencio sobre nosotros. Aquél era, ¿cómo te lo diría?…, era un silencio muy profundo. Un silencio que parecía que, si cerrabas los ojos, las imágenes de las cosas empezarían a dibujarse claramente en tu mente. —Durante unos instantes se estuvo contemplando ambas manos, posadas sobre la mesa. Luego, levantó la cabeza y me miró a los ojos—. De haber podido, hubiera querido colgar. Decirle: «Gracias por tu llamada. Me ha encantado hablar contigo». Lo entiendes, ¿verdad?