Sauce ciego, mujer dormida (7 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Cuando nos terminamos la media docena de cervezas la emprendimos con el whisky. Los rayos del sol de aquella tarde invernal se deslizaban oblicuos hacia el interior de la estancia.

—Últimamente te veo un poco triste —dijo.

—¿Ah, sí? Es posible —dije.

—Seguro que por la noche le das demasiadas vueltas a las cosas —dijo—. Yo, de noche, dejo de pensar.

—¿Y cómo lo logras?

—Cuando parece que voy a deprimirme, empiezo a hacer la limpieza sin pensar en nada. Aunque sean, por ejemplo, las dos o las tres de la madrugada, lavo todos los platos sin dejarme uno, limpio el horno, paso un paño por el suelo de la casa, blanqueo los trapos, ordeno los cajones, plancho todas las camisas del armario —me contaba removiendo el hielo del vaso con la punta de un dedo—. Y, una vez que estoy agotado, me tomo una copa, sólo una, y me duermo. Muy sencillo. Por la mañana, cuando, al levantarme, me pongo los calcetines, ya lo he olvidado todo. Ni siquiera recuerdo en qué estaba pensando.

Repasé el interior de la habitación con los ojos. Estaba muy limpia y ordenada, tan pulcra como de costumbre.

—A las tres de la madrugada, a todo el mundo le vienen a la cabeza muchas cosas. Pensamos en esto y en lo de más allá. A todos nos ocurre lo mismo. Y todos debemos encontrar nuestro propio método para evitarlo.

—Sí, tal vez —admití.

—A las tres de la mañana, también los animales piensan, ¿sabes? —me lo dijo como si se le hubiera ocurrido de repente—. ¿Has ido alguna vez al zoo a medianoche?

—No —le respondí distraído—. No, claro que no.

—Yo fui una vez. Conozco a un hombre que trabaja en el zoológico y, una vez que tenía turno de noche, le insistí mucho para que me llevara. Es que no se puede, ¿sabes? —dijo él agitando el vaso—. Fue una experiencia realmente extraña. Es imposible explicarlo con palabras, pero me dio la sensación de que la tierra se abría en silencio y de que algo salía reptando de su interior. Y que esa cosa invisible que se había escurrido hacia fuera vagaba libremente por la oscuridad de la noche. Era algo parecido a una masa de aire helado. Yo no lo veía. Pero los animales lo sentían. Y yo sentía lo que los animales sentían. Porque, en definitiva, la faz de la tierra que nosotros pisamos conduce al mismo centro del globo terráqueo, y éste, a su vez, ha absorbido una cantidad asombrosa de tiempo.

Yo permanecía en silencio.

—No pienso volver jamás a un zoológico a medianoche.

—¿Es mejor con los tifones?

—Sí —dijo—. Muchísimo mejor

Sonó el teléfono. Él contestó en su habitación. Al parecer era una de las interminables llamadas clónicas de una de las novias clónicas. Yo quería decirle que me iba a casa, pero pasaban los minutos y él no volvía. Me resigné a poner la televisión. Era un televisor en color de veintisiete pulgadas y sólo con rozar un botón del mando a distancia que había al alcance de la mano cambiaba de canal sin ruido. Gracias a sus seis altavoces, el sonido era excelente. Nunca había visto un televisor tan fabuloso.

Tras cambiar de canal dos veces, siguiendo los botones de arriba abajo, decidí ver las noticias. Un incidente fronterizo, un edificio en llamas, valuación y devaluación de la moneda. Restricciones en la importación de automóviles, un campeonato de invierno de natación, el suicidio de una familia. Me dio la impresión de que cada uno de esos sucesos estaba ligado al otro, como los alumnos de una fotografía donde aparecen posando de pie el día de su graduación en el instituto.

—¿Algo interesante en las noticias? —me preguntó él al volver.

—¡Uf! —le respondí.

—¿Ves mucho la tele?

Sacudí la cabeza.

—No tengo televisor.

—La televisión tiene, como mínimo, un punto positivo —dijo él tras reflexionar unos instantes—. La puedes apagar cuando quieres. Y, aunque lo hagas, nadie va a quejarse.

Él tomó el mando a distancia y pulsó el botón de
off
. Al instante se borró la imagen de la pantalla. La habitación quedó en silencio. Al otro lado de la ventana empezaban a brillar las luces de los edificios.

Durante unos cinco minutos, estuvimos tomando whisky sin hablar de nada en concreto. El teléfono sonó de nuevo, pero esta vez él lo ignoró. Cuando dejó de sonar, pulsó de nuevo el botón de
on
. La imagen volvió a la pantalla de inmediato y se oyó al comentarista explicar las últimas fluctuaciones del precio del petróleo mientras señalaba con un puntero las curvas del gráfico que se encontraba a sus espaldas.

—¿Ves? Ese hombre ni siquiera se ha enterado de que hemos tenido la tele apagada cinco minutos.

—Sí, es cierto —admití.

—¿Y sabes por qué?

Me daba pereza pensar, así que sacudí la cabeza.

—Porque en el instante en que la apagas una de las dos partes deja de existir. O nosotros o el hombre, no importa cuál. En cualquier caso, basta con rozar el botón para que se corte o se inicie la comunicación. Es muy cómodo.

—Pues sí. También se puede ver de esta forma —dije.

—Hay miles de maneras de ver las cosas. En la India crecen las palmeras. En Venezuela arrojan a los presos políticos desde los helicópteros —dijo él y volvió a apagar la televisión—. No quiero hablar de la gente. Pero en este mundo también hay muertes que no acaban en un funeral. También hay muertes que no huelen.

Asentí en silencio. Me daba la impresión de entender lo que quería decirme. Pero, a la vez, de no comprenderlo en absoluto. Estaba cansado, algo confuso. Permanecí unos instantes acariciando las verdes hojas de la ponsetia con las yemas de los dedos.

—¿Sabes? Tengo una botella de champán —dijo él con expresión seria—. La traje de Francia de mi último viaje de negocios. No entiendo gran cosa de champán, pero éste tiene que valer mucho la pena. ¿Nos lo bebemos? Después de tantos entierros, te lo mereces.

—¿No lo tenías reservado para tomártelo con alguna chica en Nochebuena? —le pregunté.

Él trajo la botella de champán fría, dos copas limpias, lo depositó todo en silencio sobre la mesa. Esbozó una sonrisa terriblemente irónica.

—El champán no sirve para nada. Lo único que cuenta es el momento de descorchar la botella.

—¡Ah, ya! —dije admirado.

La descorchamos, hablamos del zoológico de París y de sus animales. Era un champán realmente superior.

A finales de año hubo una fiesta. Se celebraba todas las Nocheviejas en un local de Roppongi alquilado para la ocasión. Un
piano trio
amenizaba la velada, la comida y la bebida eran excelentes. Si te topabas con algún conocido, charlabas un rato. Había algunas razones (todas ellas relacionadas con mi trabajo) que me obligaban todos los años a acudir. A mí no me gustan las fiestas, pero aquélla era bastante fácil de sobrellevar. En Nochevieja yo no tenía otra cosa que hacer y, además, bastaba con que te sentaras solo en un rincón y escucharas tranquilamente la música tomándote una copa. No había ningún pesado, nadie se empeñaba en presentarte a nadie, no cabía la posibilidad de encontrarte atrapado en largas disquisiciones de media hora sobre cómo la dieta vegetariana puede llegar a curar el cáncer.

Sin embargo, esta vez me presentaron a una mujer. Tras intercambiar unas palabras con ella, intenté retirarme a mi rincón como tenía por costumbre. Pero ella, con el vaso de whisky con agua en la mano, me siguió.

—Le he pedido yo que nos presentara —dijo ella afablemente.

No era una belleza de esas que te hacen volver la cabeza a su paso, pero era simpatiquísima. Llevaba con donaire un vestido de seda azul muy caro. Debía de tener unos treinta y dos años. De habérselo propuesto, habría podido quitarse con toda tranquilidad algunos años, pero no parecía considerarlo necesario. Lucía tres anillos en total y sus labios esbozaban una sonrisa pálida como un atardecer brumoso.

—¿Sabes? Eres idéntico a alguien que conozco —dijo ella—. La fisonomía de la cara, la figura, tenéis un aire idéntico, la misma manera de hablar. Es increíble lo mucho que os parecéis. Te he estado observando desde que has llegado.

—Si tan iguales somos, me gustaría conocerlo —dije. Eso es cuanto se me ocurrió decir.

—¿De veras?

—Pues, sí. Me gustaría saber qué se siente al conocer a alguien que es idéntico a ti.

Su sonrisa se acentuó por un instante y luego volvió a suavizarse.

—Ya no es posible —replicó ella—. Murió hace cinco años. A la misma edad que debes de tener tú ahora.

—¿Ah, sí? —dije.

—Lo maté yo.

El
piano trio
finalizó su segunda interpretación y unos distraídos aplausos estallaron en torno a nosotros.

—¿Te gusta la música? —me preguntó ella.

—Si se trata de buena música en un mundo bueno, sí.

—En un mundo bueno no hay buena música —dijo ella como si me revelara un gran secreto—. En un mundo bueno, el aire no vibra.

—¡Ah, claro! —exclamé. No había otra respuesta posible.

—¿Has visto aquella película en la que Warren Beatty toca el piano en un
night club?

—Pues no.

—Elizabeth Taylor es una clienta, una mujer muy pobre, miserable.

—¡Ah!

—Y Warren Beatty le pregunta a Elizabeth Taylor si hay alguna canción que ella quiera escuchar.

—¿Y entonces? —le pregunté—. ¿Le pide Elizabeth Taylor que toque alguna canción?

—No me acuerdo. Es una película muy vieja —dijo ella y se tomó un trago de whisky haciendo refulgir sus anillos—. Pero yo lo odio, ¿sabes? Lo de ir pidiendo canciones. Me deprime. Me pasa como con los libros que saco de la biblioteca. Una vez los empiezo, ya sé cómo terminan.

Ella se puso un cigarrillo entre los labios, yo se lo encendí con una cerilla.

—Por cierto —dijo ella—. Estábamos hablando del hombre que se parecía a ti.

—¿Cómo lo mataste?

—Lo arrojé dentro de una colmena.

—Es mentira, supongo.

—Lo es —dijo ella.

En vez de soltar un suspiro, tomé un trago de whisky. El hielo se había fundido por completo y el whisky apenas tenía sabor.

—Claro que, en términos legales, no se trató de un asesinato —dijo ella—. Tampoco se puede considerar un asesinato si lo miramos desde un punto de vista moral.

—O sea, que no fue asesinato, ni legal ni moralmente hablando. —Aquello no me interesaba especialmente, pero hice el sumario de lo mencionado hasta el momento—. Pero tú mataste a alguien.

—Exacto —dijo ella asintiendo divertida—. A alguien que se parecía a ti.

Al otro lado de la estancia, alguien estalló en carcajadas. Quienes lo rodeaban rieron a coro. Se oyó un entrechocar de vasos. El sonido era lejano, pero increíblemente nítido. No sé por qué, pero el corazón empezó a latirme con furia. Se me dilataba, oscilaba de arriba abajo. Sentí como si estuviera andando por una superficie que flotase por encima del agua.

—No tardé más de cinco minutos —dijo—. En matarlo. —Siguió un silencio. Ella parecía deleitarse en la reacción de él—. ¿Has pensado alguna vez en la libertad?

—Pienso a veces —dije yo—. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Sabrías dibujar una margarita?

—Probablemente… ¡Caramba! Esto parece un test de personalidad.

—Casi, casi —dijo ella riendo.

—¿Y qué? ¿Lo he pasado?

—Sí —respondió ella—. Tranquilo. No te preocupes. Seguro que llegas a viejo. Tengo esa intuición.

—Muchas gracias —dije.

El conjunto de música empezó a tocar
Auld Lang Syne
, la hora del adiós.

—Las once cincuenta y cinco —dijo ella tras echar una ojeada al reloj de oro que llevaba colgado de una cadena—. Me encanta
Auld Lang Syne
. ¿Y a ti?

—Yo prefiero
Home on the Range
. Salen ciervos y búfalos.

Ella sonrió una vez más.

—Parece que te gustan los animales.

—Sí, los animales me gustan —dije. Y de repente me acordé de mi amigo amante de los zoológicos y del traje de los funerales.

—Me ha encantado hablar contigo. Adiós —se despidió.

—Adiós —dije yo.

Apagaron las linternas de un soplo para economizar oxígeno y de pronto se hallaron sumidos en una oscuridad negra como la tinta. Nadie hablaba. Sólo se oía el resonar de las gotas de agua que caían del techo a intervalos de cinco segundos.

—¡Respirad lo menos posible! ¡Queda muy poco aire!

Lo dijo el minero más viejo. Fue un murmullo casi imperceptible, pero la placa de roca del techo chirrió levemente. En las tinieblas, los mineros se apretujaron los unos contra los otros, aguzaron el oído esperando oír un único sonido. El sonido de la piqueta. El sonido de la vida.

Llevaban largas horas esperándolo. Las tinieblas habían ido borrando poco a poco el sentido de la realidad. Todo parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás en un mundo lejano. O quizás estuviera a punto de ocurrir en el futuro en un mundo remoto.

«¡Respirad lo menos posible! ¡Queda muy poco aire!».

Fuera seguían excavando, por supuesto. Era como una escena de película.

Avión… o cómo hablaba él a solas
como si recitara un poema

Aquella tarde ella se lo preguntó.

—Oye, ¿hace mucho que tienes la costumbre de hablar a solas?

Se lo dijo alzando con calma los ojos de la mesa, como si se le ocurriera de repente. Pero era obvio que no se trataba de una pregunta caprichosa que se le acabara de pasar por la cabeza. Posiblemente llevaba mucho tiempo rumiándola. Su voz poseía la inflexión, rígida y un poco ronca, que suele acompañar a las preguntas muy meditadas. En realidad, antes de formularlas, aquellas palabras debían de haber rodado, dubitativas, una y otra vez bajo su lengua.

Ambos estaban sentados a la mesa de la cocina, uno enfrente del otro. Exceptuando los trenes que pasaban de vez en cuando, en los alrededores reinaba un silencio absoluto. Demasiado, a veces. Cuando no circulaba ningún tren, la vía parecía extrañamente silenciosa. El suelo de la cocina estaba recubierto de tablas de vinilo y él sentía un frescor agradable en la planta de sus pies desnudos. Se había quitado los calcetines y se los había embutido en los bolsillos del pantalón. Era una tarde bastante calurosa para ser abril. Ella llevaba remangada hasta el codo la camisa a cuadros de tonalidades pálidas. Y, con sus blancos dedos, jugueteaba con el mango de la cucharilla del café. Él contemplaba las puntas de los dedos de la mujer. Al fijar la vista, la conciencia se volvía roma. Y daba la impresión de que ella hubiera levantado una esquina del mundo y de que en ese momento estuviese desembrollando, poco a poco, sus hilos. Y lo hacía de forma mecánica, con gran apatía, como si fuera consciente de que aquello le llevaría su tiempo, pero de que debía desenredarlos bien, desde el principio.

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