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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (2 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Eché una ojeada al reloj de pulsera.

—Las diez y veinte.

—¿Va bien ese reloj? —me preguntó mi primo.

—Yo diría que sí.

Mi primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran finos y suaves, más fuertes de lo que cabía esperar.

—Oye, ¿es caro?

—No, qué va. Es una baratija —contesté echándole otro vistazo a la esfera.

No hubo respuesta.

Al mirar a mi primo descubrí que me observaba con una expresión de desconcierto. Aquellos dientes blancos que le asomaban entre los labios parecían huesos atrofiados.


Es una baratija
—repetí articulando bien cada sílaba y mirándolo a la cara—.
Es una baratija, pero funciona muy bien
.

Él asintió en silencio.

Mi primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria, una pelota de béisbol le dio en la oreja y su oído se resintió. Pero esto apenas supone un impedimento a la hora de llevar a cabo sus quehaceres diarios. Va a una escuela normal, su vida se desarrolla con normalidad. En clase, a fin de poder orientar hacia el profesor la oreja izquierda, se sienta siempre en el extremo derecho de la primera fila. No saca malas notas. Por lo que respecta a los ruidos ambientales, hay épocas en que los oye bastante bien y otras en las que no. Alternativamente, como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en cuando, a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi por completo la audición de ambos oídos. Como si el silencio de la oreja derecha se hiciera más profundo y acabara sofocando los sonidos de la oreja izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja de poder llevar una vida normal e incluso tiene que faltar durante un tiempo a clase. Por qué le ocurre semejante cosa no lo saben ni los médicos. Es un caso sin precedentes. Sin tratamiento posible.

—Que un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno —dijo mi primo como si intentara convencerse a sí mismo—. El que yo tenía antes era bastante caro, pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar secundaria, pero al año lo perdí y desde entonces no llevo. Como no han vuelto a comprarme otro…

—Pues debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?

—¿Qué? —repuso mi primo.

—¿No es complicado eso de no llevar reloj? —repetí mirándolo a la cara.

—No tanto —contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo—. Yo no vivo solo en medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar a cualquiera.

—Sí, claro —dije.

Y volvimos a enmudecer durante unos instantes.

Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto y de lo otro. Intentar disipar el nerviosismo que sentía antes de llegar al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por última vez. Durante esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo, de los veinte a los veinticinco. Y ese lapso de tiempo había levantado entre nosotros una barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las palabras oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a cada balbuceo, a cada omisión, mi primo me miraba con expresión apurada. Con la oreja izquierda ligeramente vuelta hacia mí.

—¿Qué hora es? —me preguntó mi primo.

—Las diez y veintinueve —le contesté.

El autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.

El autobús era mucho más moderno que los de mi época de instituto. El cristal de la ventanilla del conductor era grande; parecía un enorme bombardero desprovisto de alas. Y estaba más lleno de lo que esperaba. No tanto como para que hubiese gente de pie en el pasillo, pero lo suficiente para que no pudiéramos sentarnos juntos. Así que optamos por permanecer de pie ante la salida posterior. De todas formas, el trayecto no era demasiado largo. Lo que yo no lograba explicarme era por qué había tanta gente a aquella hora. El autobús iniciaba su trayecto en una estación de los ferrocarriles privados, recorría una urbanización de la zona alta y volvía a la estación: a lo largo del camino no había ningún lugar de interés turístico ni ninguna institución. Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el autobús estaba siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.

Mi primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que colgaba del techo. El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica. Los metales relucían, sin una nube que los empañara, tan limpios que podías ver tu cara reflejada en su superficie. El tapizado de los asientos era tupido, y las señales de orgullo y optimismo características de las máquinas nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de los pequeños tornillos.

Que el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que yo suponía me desconcertó. Tal vez hubiese cambiado de trayecto sin que yo lo supiera. Recorrí el interior del vehículo con ojos atentos, miré hacia fuera. Pero allí sólo encontré la apacible zona residencial de costumbre.

—Vamos bien con este autobús, ¿verdad? —me preguntó mi primo con inquietud. Tal vez le preocupara la expresión de desconcierto que asomaba a mi rostro desde que habíamos montado en el autobús.

—Sí, tranquilo —le dije, a medias para convencerme a mí mismo—. No hay equivocación posible. Es la única línea que pasa por aquí.

—Antes cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad? —me preguntó mi primo.

—Sí.

—¿Y a ti te gustaba la escuela?

—No mucho —le dije con franqueza—. Pero allí veía a mis amigos, e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.

Mi primo reflexionó sobre lo que le había dicho.

—Y a esos amigos, ¿los ves todavía?

—No, ya hace mucho que no he vuelto a verlos —respondí eligiendo las palabras con cuidado.

—¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?

—Porque vivimos muy lejos. —No era cierto, pero tampoco tenía otra explicación que darle.

Cerca de mí estaba sentado un grupo de ancianos. Habría unos quince en total. A ellos se debía, en realidad, que el autobús estuviera tan lleno. Los ancianos estaban todos muy morenos. Lucían un bronceado uniforme hasta en el cogote. Y todos, sin excepción, estaban delgados. La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa de montaña, la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que se llevan a las pequeñas excursiones a la montaña. Todos los ancianos presentaban un aspecto sorprendentemente parecido. Como si alguien hubiera sacado un cajón de muestras clasificado al detalle y lo hubiera traído tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño. Rutas para ir a la montaña, a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me ocurrió ninguna explicación.

—¿Crees que esta vez me harán daño? —me preguntó mi primo.

—Pues no lo sé —dije—. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.

—¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?

Sacudí la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no había ido jamás, ni siquiera una sola vez en toda mi vida.

—¿Las otras veces te ha dolido mucho? —le pregunté.

—No, no tanto —contestó mi primo poniendo cara hosca—. No es que no me haya dolido
nada
, algunas veces me ha dolido
algo
. Pero no se puede decir que me hayan hecho un daño
horroroso
.

—Pues, entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece que el tratamiento vaya a variar gran cosa.

—Pero si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré, ¿no?

—Vete a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.

—¿Como si se descorchara una botella de repente? —dijo mi primo.

Le eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor sombra de sarcasmo.

—Con un médico distinto, todo es diferente y quizás un cambio en el tratamiento, por pequeño que sea, pueda tener una gran importancia. No debes desanimarte tan fácilmente.

—Yo no estoy desanimado —replicó mi primo.

—¿Harto, entonces?

—Pues sí, la verdad —suspiró—. Lo peor es el miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?

—Creo que sí —le respondí.

Aquella primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a una serie de circunstancias había dejado la pequeña agencia de publicidad de Tokio donde había trabajado los últimos dos años. Por esas mismas fechas, había roto con la chica con la que había estado saliendo desde la universidad. Un mes más tarde, mi abuela moría de cáncer de intestino y yo regresaba a esta ciudad, después de cinco años de ausencia, cargado sólo con una pequeña bolsa, para asistir a los funerales. Mi habitación seguía tal como yo la había dejado. En las estanterías se alineaban los libros que yo había leído, allí estaba la cama donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos discos que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco, perdidos el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el tiempo permanecía inalterado, de una manera casi prodigiosa.

Pensaba tomarme unos dos o tres días de descanso tras los funerales y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y quería ver si se concretaban en un nuevo empleo. También quería mudarme, empezar de nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se me hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con propiedad, aunque me esforzara en moverme, era incapaz de hacerlo. Encerrado en mi habitación, escuchaba mis viejos discos, releía las novelas que había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del jardín. No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros de mi familia.

Un día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento en un nuevo hospital y que si podía acompañarlo. En realidad tenía que haber sido ella quien lo acompañara, pero le había surgido, según me explicó, un compromiso inexcusable. El hospital estaba cerca de mi antiguo instituto y yo conocía bien la zona, además, no tenía nada que hacer aquel día, así que no había ninguna razón para negarme. Mi tía me tendió un sobre con dinero diciendo que luego nos fuéramos a almorzar los dos juntos.

El motivo por el cual mi primo cambiaba de hospital era porque el tratamiento que recibía en el anterior no había surtido efecto. Peor aún, los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes. Cuando mi tía se quejó, el médico apuntó que las causas no pertenecían al ámbito de la medicina, que debían de hallarse en el entorno familiar, y ambos se enzarzaron en una pelea. Hablando con franqueza, nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba en voz alta, claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había perdido ya la esperanza de que se recuperara.

Mi primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos más de diez años, jamás habíamos mantenido una relación muy estrecha. En las reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear o a jugar con él. A pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos el uno al otro. Empezaron a creer que él sentía un cariño especial por mí y que yo sentía, a mi vez, una debilidad especial hacia él. Durante mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en aquel momento, al mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda vuelta hacia mí, me sentí extrañamente conmovido. Como el rumor de la lluvia oído largo tiempo atrás, aquella postura envarada caló en mi corazón. Y creí adivinar por qué nuestros parientes se empeñaban en asociarnos el uno al otro.

Cuando el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo volvió a alzar inquieto los ojos hacia mí.

—¿Falta mucho todavía?

—Sí, tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos pasemos de largo.

Yo miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas hacía ondear con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos anudados al cuello de los ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente? ¿Y adónde diablos iba?

—Oye, ¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? —me preguntó mi primo.

Lo miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una imprenta bastante grande en Kobe. Pero yo jamás había contemplado la posibilidad de trabajar en ella. Tampoco me habían hecho ninguna propuesta en ese sentido.

—A mí nadie me ha dicho nada —dije—. ¿Por qué?

Mi primo enrojeció.

—Se me ha ocurrido, así, sin más —respondió—. Pero a mí me gustaría. Así te quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.

La voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de autobús, pero nadie apretó el botón solicitándola. Tampoco se veía a nadie en la calle esperando.

—Es que tengo cosas que hacer en Tokio —dije.

Mi primo asintió en silencio.

«En realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el último lugar donde puedo estar es aquí».

Conforme el autobús fue subiendo la cuesta de la montaña, las hileras de edificios se hicieron más escasas. El tupido ramaje de los árboles arrojaba una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.

Mi primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba, que lo esperara en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo al médico, salí de la sala de consulta y me dirigí a la cafetería. Aquella mañana apenas había desayunado y tenía el estómago vacío, pero en el menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final, pedí sólo un café.

Era un día laborable por la mañana y en el comedor, aparte de mí, únicamente había una familia. El que debía de ser el padre era un hombre cuarentón, con un pijama a rayas azul marino y unas zapatillas de plástico. La madre y las dos niñas pequeñas, gemelas, estaban de visita. Las dos gemelas vestían idénticos vestidos blancos y ambas estaban inclinadas sobre la mesa con cara muy seria tomándose un zumo de naranja. Las heridas o la enfermedad del padre no parecían ser graves y en el rostro de todos, tanto en el de los padres como en el de las hijas, se reflejaba el aburrimiento.

Al otro lado de la ventana se extendía el césped. El sistema de aspersión giraba ruidosamente esparciendo sobre la hierba gotas de blancos destellos. Dos pájaros de largas colas y chillido estridente cruzaron el césped en línea recta para desaparecer, al instante, de mi campo visual. En un extremo de la extensión de hierba había unas canchas de tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las pistas había unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar. Aquí y allá, pequeñas olas centelleaban al sol de principios de verano. El viento que soplaba a través de los árboles hacía oscilar las hojas verdes de los olmos y desviaba levemente la regular aspersión del sistema de riego.

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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