Sauce ciego, mujer dormida (4 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Pensé en las minúsculas moscas del poema de la novia de mi amigo, anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce polen adherido a sus seis patitas, mordisqueaban la rosada y suave carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas.

—Ya está bien —dije yo.

Mi primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.

—¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?

—Por lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada.

—¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño que sea?

—Pues, no. Está de lo más normal.

Mi primo pareció decepcionado. Tal vez había pronunciado las palabras equivocadas.

—¿Te han hecho daño durante la visita? —le pregunté.

—No mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar. Deben de haberlo desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de que la oreja sea mía.

—¡El veintiocho! —dijo poco después mi primo volviéndose hacia mí—. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?

Yo me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando le oí y alcé la mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la cuesta disminuyendo la velocidad. No se trataba del autobús moderno de antes sino de aquel modelo antiguo al que yo estaba acostumbrado. Al frente, colgaba el número 28. Me dispuse a levantarme. Pero fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas, como si estuviera en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.

Entonces me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella tarde de verano al hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja, no quedaba ni rastro de la docena de pequeños bombones, convertidos en una masa pegajosa adherida a los papeles separadores y a la tapa. A mitad de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos detenido la motocicleta en la playa. Nos habíamos tendido en la arena a charlar. Dejamos la caja de bombones bajo el ardiente sol de agosto. Y, debido a nuestra negligencia, a nuestra arrogancia, los dulces se habían estropeado, habían perdido su forma, se habían echado a perder. Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido algo al respecto. Alguien, uno de los dos, debería haber dicho algo con sentido, aunque no fuera mucho, sobre aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde, nosotros no sentimos nada, intercambiamos algunas bromas estúpidas y nos separamos. Nada más. Y dejamos atrás la colina donde proliferaban los sauces ciegos.

Mi primo me agarró del brazo con fuerza
.

—¿Estás bien? —preguntó.

Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos segundos en un extraño lugar envuelto en tinieblas. En un lugar donde no existía lo visible y sí existía lo invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos dirigíamos a otra parte.

Apoyé una mano en el hombro de mi primo.

—Estoy bien —le dije.

La chica del cumpleaños

El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho,
aquel
viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo
gnocchi
de calabaza y
fritto misto di mare
entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Ésa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo.

—No te preocupes —consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas—. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial.

En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería. Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.

Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de
Roppongi
[1]
. El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona.

Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora. Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de
La pequeña Dorrit
de Dickens. Cobraba y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.

El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones. Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.

El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.

—El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho —dice ella.

Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.

—Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.

—¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante?

—Pues sí —dice ella—. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.

El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles. Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que
fuese pollo
era todo lo que se les pedía.

El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre. La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero. A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col,
mousse
de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.

El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido. El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.

Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre. Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.

—Creo que debería ir al hospital —dijo con voz pesada.

Era muy raro que se encontrara mal. Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ése era otro motivo de orgullo para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.

Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:

—A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir: «Aquí tiene su comida», y dejarla allí.

—La seiscientos cuatro, ¿verdad? —dijo ella.

—A las ocho en punto —insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor. La portezuela del taxi se cerró y él se fue.

Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez. Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.

A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.

Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.

Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata. La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.

—Aquí tiene su cena —dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.

—¿La cena?

—Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le traigo yo la cena en su lugar.

—¡Ah, claro! —dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta—. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal?

—Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.

—¡Vaya! —exclamó el anciano—. ¡Qué mal!

Ella carraspeó.

—¿Desea el señor que le entre la cena?

—¡Ah, claro! —dijo el anciano—. Si tú quieres.

«¿Si yo quiero?», pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo?

El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio. Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la
Torre de Tokio
[2]
completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá. Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena. La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.

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