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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (10 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue… a mí mismo. Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?

Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.

El folclore de nuestra generación:
prehistoria del estadio avanzado del capitalismo

Nací en el año 1949. En 1961 empecé la enseñanza media y, en 1967, entré en la universidad. Cumplí los veinte años en pleno auge de las aparatosas revueltas estudiantiles que todos conocéis. En este sentido, creo que se me puede considerar un típico hijo de los años sesenta. Pasé el periodo más vulnerable, más inmaduro y a la vez más decisivo de mi vida respirando a pleno pulmón el aire salvaje, improvisado y espontáneo de los años sesenta, que, como es lógico, acabó emborrachándome por completo. ¡Había tantas puertas que debíamos abrir de una patada! Sí. ¡Y qué fantástico es tener ante los ojos puertas para que las abriéramos a puntapiés! Y todo eso con los Doors, los Beatles, Bob Dylan y los otros como música de fondo.

En la década de los sesenta, sin duda, ocurrió algo especial. Lo pienso ahora al mirar hacia atrás, y también lo creía entonces, cuando estaba inmerso en aquel torbellino. Que aquella época fue excepcional. Pero si la conversación deriva hacia la cuestión de si aquella década excepcional nos contagió con su fulgor a nosotros —es decir, a nuestra generación—, entonces, personalmente, no puedo evitar inclinar la cabeza en un gesto dubitativo. No puedo evitar balbucir una respuesta. ¿No nos limitamos, tal vez, a pasar por delante de todo aquello que era tan excepcional? ¿No nos limitamos, tal vez, de la misma manera que si se tratara de una película emocionante, a verla y vivirla con intensidad, sintiendo húmedas de sudor las palmas de las manos, para luego, una vez que se encendieron las luces del cine, salir a la calle apenas poseídos por una inofensiva exaltación? ¿No nos olvidamos, tal vez, por una u otra razón, de extraer de todo aquello una lección realmente valiosa?

Lo ignoro. Todo ello guarda conmigo una relación demasiado estrecha como para poder dar una respuesta precisa y justa.

Quiero aclarar una sola cosa: no es que me enorgullezca de los años que me vieron crecer. Sólo hablo concisamente de los hechos como tales. Sí, he dicho que
aquella época fue excepcional
. Sin embargo, si tomáramos una a una todas las cosas que se produjeron en aquellos años y las analizásemos, nos daríamos cuenta de que, en sí mismas, no fueron tan extraordinarias. Sólo el entusiasmo producto del cambio de época, las grandiosas promesas, un esplendor circunscrito a un determinado espacio donde confluyó un determinado estado de cosas en un momento determinado. Y, en cualquier caso, había una impaciencia fatal como la que se siente cuando se mira por el extremo opuesto al ocular de un telescopio. El heroísmo y la villanía, la embriaguez y el desengaño, el martirio y el arribismo, la generalización y la concreción, el silencio y la elocuencia, y también una manera de matar el tiempo sumamente aburrida, etcétera, etcétera… En cualquier época se ha dado todo esto, también se da ahora. Y quizá también se dé en el futuro. Pero en la época en que nos tocó vivir (permitidme esta expresión un poco grandilocuente) todo esto aparecía teñido de brillantes colores y siempre tenías la sensación de que, de un momento a otro, podrías tomarlo entre las manos. Estaba literalmente puesto en una estantería y se mostraba ante nuestros ojos de una manera clara y abierta.

No era como hoy, que cuando agarras algo te encuentras de rebote entre las manos una serie de cosas fastidiosas y complicadas: anuncios ocultos, octavillas con descuentos sospechosos, tarjetas de cupones de compra que no te atreves a tirar, opciones de compra semiobligatorias. Tampoco te plantaban delante tres manuales de instrucciones casi imposibles de descifrar. Es en este sentido que he dicho «de una manera clara y abierta». Y nosotros nos limitábamos a coger esa cosa y a llevárnosla directo a casa. Como si comprásemos un pollito en un puesto nocturno. Las cosas eran terriblemente sencillas y directas. Las causas y las consecuencias se daban la mano con franqueza, la teoría y la realidad se abrazaban como si fuera lo más natural del mundo. Posiblemente, aquélla fue la última época en que ocurrió una cosa parecida.

«Prehistoria de un estadio avanzado del capitalismo». Así es como yo denomino aquella época.

Hablaré de las chicas. De las relaciones sexuales alborozadas, placenteras, y también tristes, que manteníamos nosotros, los chicos —con los genitales aún por estrenar—, con ellas —todavía eran unas chiquillas—. Éste es uno de los temas de esta historia.

En primer lugar hablaré de la virginidad (por cierto, los caracteres con los que se escribe esta palabra me recuerdan un prado en un día soleado de primavera a primera hora de la tarde: ¿por qué será?).

En la década de los sesenta, a la virginidad aún se le concedía, en comparación con hoy, una gran importancia. Me da la impresión —aunque no hice ninguna encuesta, por supuesto, de modo que sólo puedo hablar de impresiones— de que en nuestra generación, las chicas que perdieron la virginidad antes de cumplir los veinte años serían el cincuenta por ciento de la totalidad. En mi círculo, por lo menos, la proporción era más o menos ésta. Es decir, que alrededor de la mitad de las chicas, no sé si de forma consciente o no, permanecía aún virgen.

Ahora pienso que la mayoría de las chicas de nuestra generación (vendría a ser la corriente centrista, por decirlo de algún modo), fueran o no vírgenes, abrigaban muchas dudas y titubeos respecto al sexo. Dudo que, ya por entonces, creyeran aún que la virginidad era algo precioso que fuera necesario mantener a toda costa, pero tampoco se atrevían a afirmar con rotundidad que la virginidad no tuviera sentido o que fuera una tontería. Así que —hablando con franqueza— todo era cuestión de las circunstancias. Dependía de la situación, o del compañero. Lo que, creo yo, era una forma de pensar y de vivir bastante razonable.

A ambos flancos de la mayoría silenciosa se encontraban las chicas liberales y las conservadoras. Podías encontrarte desde chicas que creían que el sexo era una especie de deporte, hasta chicas que estaban convencidas de que tenían que llegar vírgenes al matrimonio. También entre los hombres había quienes afirmaban que jamás se casarían con una mujer que no fuese virgen.

En fin, que había, como en cualquier otra época, personas distintas y distintos sistemas de valores. Pero lo que diferenciaba la década de los sesenta de otras épocas cercanas era que nosotros estábamos convencidos de que, si lográbamos hacer progresar los tiempos, llegaríamos a ser capaces de solventar las diferencias entre esos sistemas de valores tan distintos.

¡Paz!

Ésta es la historia de un conocido mío.

Iba a mi clase en el instituto. Simplificando, era el tipo de chico capaz de hacerlo todo. Sacaba buenas notas, destacaba en deportes, era una persona amable, un líder nato. No era especialmente guapo, pero tenía un rostro limpio y atractivo. Siempre resultaba elegido como delegado de la clase. Tenía una voz profunda y cantaba bien. Poseía el don de la elocuencia. Cuando hacíamos algún debate en clase, siempre se encargaba de resumir el contenido y de sacar las conclusiones. Por supuesto, su opinión no era nunca muy original. Pero ¿quién buscaba una opinión original en un debate de clase? Lo que deseábamos todos era que el debate terminara lo antes posible. Y, cuando él tomaba la palabra, lo cierto era que siempre acababa a la hora fijada. En ese sentido, podríamos decir que resultaba indispensable. En el mundo en que vivimos, no son pocas las ocasiones en que lo que se necesita es algo poco original. De hecho, lo son la mayoría.

Aquel chico respetaba también la disciplina y apelaba a la buena conciencia. Cuando alguien armaba alboroto durante la hora de estudio sin profesor, él le llamaba la atención con serenidad. Era imposible formular la menor queja sobre él. Pero a mí no se me ocurría qué demonios podía pensar en su fuero interno. De vez en cuando me entraban ganas de arrancarle la cabeza del cuello y sacudírsela. ¿A qué sonaría? Sin embargo, tenía mucho éxito con las chicas. En el aula, cuando se ponía en pie y decía cualquier cosa, todas las chicas lo miraban arrobadas con aire de estar pensando: «¡Oh, sí! ¡Tiene razón!». Cuando no entendían algún problema de matemáticas, se lo preguntaban a él. Él era veintisiete veces más popular que yo. Sí, realmente, él era así.

Creo que quien haya estado en un instituto público sabrá enseguida de qué tipo de chico le estoy hablando. En todas las clases hay uno como él, y, si no lo hay, la clase no funciona. A lo largo de un dilatado periodo de educación escolar, todos nosotros vamos adquiriendo diversos manuales de vida, pero una de las enseñanzas más valiosas que extraje yo de aquello fue que, me gustara o no, había un ser como él en todas las comunidades.

No hace falta que lo diga, pero a mí ese tipo de personas no me gusta demasiado. No me llevo bien con ellas. Prefiero, ¿cómo lo diría?, las personas más imperfectas, más reales. Así que, a pesar de haber estado un año en su misma clase, no me relacioné en absoluto con él. Apenas hablamos. La primera vez que mantuve una conversación con él fue durante las vacaciones estivales del primer año de universidad. Por casualidad, ambos estudiábamos en la misma autoescuela y fue allí donde nos vimos algunas veces y hablamos. Nos tomábamos un té mientras esperábamos la hora de la clase. La autoescuela era el colmo del aburrimiento, así que no importaba con quién charlaras, pero a la que te encontrabas con algún conocido te entraban unas ganas terribles de dirigirte a él. No me acuerdo de qué hablamos, pero no me causó mala impresión. De hecho, la impresión no fue ni buena ni mala, es que, curiosamente, no me dejó impresión alguna.

Aparte de lo que he contado, recuerdo que él tenía novia, una chica que iba a otra clase, y que era de las más bonitas del instituto. Era guapa, sacaba buenas notas, destacaba en los deportes, ejercía de líder, cuando se debatía en clase siempre pronunciaba la última palabra. En todas las clases hay una chica como ella.

En resumen, que formaban la pareja perfecta. Mister Clean y Miss Clean, como un anuncio de dentífrico.

Se los veía juntos por todas partes. Durante la hora del recreo de mediodía solían hablar sentados en un rincón del patio de la escuela. Y siempre se esperaban, el uno al otro, para volver juntos a casa. Cogían el mismo tren y bajaban en estaciones distintas. Él pertenecía al club de fútbol, ella al club de conversación inglesa. Cuando las actividades de sus respectivos clubes no acababan a la misma hora, el primero en terminar aguardaba al otro estudiando en la biblioteca. Parecía que pasaban juntos todo el tiempo del que podían disponer. Y, siempre, siempre, siempre hablaban. Recuerdo que me admiraba que pudieran tener tantos temas de conversación.

Nosotros (quiero decir, yo y los chicos con quienes me relacionaba) no sentíamos ninguna aversión hacia ellos. No nos burlábamos de ellos ni tampoco los criticábamos. Lo cierto es que apenas reparábamos en ellos. No excitaban en absoluto nuestra imaginación. Ellos dos existían y funcionaban como si fueran un fenómeno atmosférico. ¿Quién puede albergar dudas sobre la lluvia o el viento del sur? Nosotros, por nuestro lado, perseguíamos activamente cosas que nos interesaban mucho más, es decir, cosas más vitales, contemporáneas y emocionantes. Como, por ejemplo, el sexo, el
rock'n'roll
, las películas de Jean-Luc Godard, los movimientos políticos, las novelas de Kenzaburô Ôe, etcétera. Pero,
especialmente
, el sexo.

Ni que decir tiene que éramos ignorantes y orgullosos. Desconocíamos por completo de qué iba la vida. En el mundo real no existían Mister Clean ni Miss Clean. Sólo existían en los anuncios de la televisión. En resumen, que entre nuestras fantasías y las suyas no había mucha diferencia.

Ésta es su historia. No se trata de una historia divertida y, al echar una mirada retrospectiva, tal vez no podamos extraer una sola lección de ella. Pero, en todo caso, ésta fue su historia y, al mismo tiempo, la nuestra. Algo parecido al folclore de nuestra generación. Yo la recogí y ahora os la cuento. Como un narrador sin ingenio.

Ésta es la historia que él me contó. Me la refirió de pasada, hablando de unas cosas y otras mientras bebíamos vino. Así que en sentido estricto no puede llamarse historia real. Ya que hay partes que yo he olvidado porque estuve escuchándolas como quien oye llover, y hay también detalles que he añadido siguiendo mi imaginación. También he cambiado algunas cosas intencionadamente (aunque con cuidado de no distorsionar el argumento) para no causar ningún problema a las personas reales. Pero, de hecho, la historia casi debió de ser así. Porque por más que se me hayan olvidado algunos detalles de la historia recuerdo muy bien el tono con que me la contó. Y lo más importante cuando alguien te cuenta una historia y tú la conviertes en un texto escrito es reproducir el tono con que te la contaron. Si captas el tono, la historia se convertirá en una historia real. Es posible que haya algunas diferencias respecto a los hechos, pero será una historia real. Incluso hay casos en que ese error aumenta la
verosimilitud
de la historia. Por el contrario, en el mundo hay historias que narran hechos reales pero que, sin embargo, no son nada verídicas. Suele tratarse de historias aburridas y, en algunos casos, incluso peligrosas. De todos modos, pueden distinguirse enseguida simplemente por el olfato.

Otro punto que quiero aclarar es que él era un narrador de segunda categoría. Vete a saber por qué, pero Dios, que tan generoso había sido con él en otros aspectos, al parecer no le otorgó el don de narrar historias (claro que esta destreza bucólica no sirve para nada en la vida real). Por eso, y estoy hablando en serio, mientras él me refería la historia yo estuve, en más de una ocasión, a punto de bostezar (por supuesto que no lo hice). Hacía digresiones innecesarias. Daba también vueltas en círculo alrededor del mismo punto. Le costaba recordar los hechos. Iba tomando retazos de la historia en la mano, los observaba con atención y, cuando se convencía de que no contenían ningún error, iba colocándolos sobre la mesa, uno tras otro, siguiendo un orden determinado. Pero ese orden era a menudo erróneo. Yo, como novelista —en principio como un especialista—, he ido alterando el orden de esos fragmentos y enganchándolos cuidadosamente con pegamento.

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