Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando zumo de naranja, unos pájaros de larga cola que volaban a alguna parte, el mar asomando tras unas pistas de tenis sin red… Pero se trataba de una ilusión. Era una sensación terriblemente vívida e intensa, pero yo sabía que no era más que una ilusión. Era la primera vez que pisaba aquel hospital.
Apoyé los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los ojos. En la oscuridad vi una masa blanca. Se dilataba y contraía en silencio como un microorganismo bajo la lente del microscopio. Mutaba y se multiplicaba, se dispersaba y volvía a agruparse.
Hacía ochos años que había ido a
aquel
hospital. Un pequeño hospital junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se veían unos laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían operado del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.
No fue una intervención quirúrgica importante. Sólo le corrigieron la posición de una costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente desplazada hacia dentro. Tampoco se trató de una operación de urgencia, sino de una de esas operaciones ineludibles que, ya que tienes que hacértela un día u otro, te la quitas de encima en cuanto puedes. La intervención en sí fue muy breve, pero después tuvo que hacer reposo, así que permaneció hospitalizada unos diez días. Nosotros dos fuimos a verla al hospital montados en una Yamaha 125 c.c. A la ida condujo él, a la vuelta, yo. Me había pedido que lo acompañara. «No quiero ir solo al hospital», me dijo.
Mi amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación y compró unos bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón mientras, con la otra, asía la caja de los bombones. Aquel día hacía calor y nuestras camisas se empaparon enseguida de sudor para, acto seguido, secarse al viento. Mientras conducía, mi amigo cantaba una cancioncita estúpida a voz en cuello. Aún recuerdo el olor de su sudor. Aquel amigo murió poco después.
La novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata que le llegaba hasta las rodillas. En la cafetería nos sentamos los tres a una mesa, nos fumamos unos Short Hope, bebimos Coca-Cola y comimos helados. Ella tenía mucho apetito y se tomó dos donuts espolvoreados con azúcar y un cacao con toneladas de nata. Ni siquiera después de zamparse todo eso pareció satisfecha.
—Aquí en el hospital te pondrás como una cerdita —dijo mi amigo, atónito.
—Bueno, ¿y qué? Estoy convaleciente, ¿no? —replicó ella secándose con una servilleta las yemas de los dedos, impregnadas de la grasa de los donuts.
Mientras ellos hablaban, yo contemplaba los laureles al otro lado de la ventana. Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un bosque. Se oía el rumor de las olas. La barandilla de la ventana estaba oxidada por el aire húmedo del mar. El ventilador que colgaba del techo, una auténtica pieza de anticuario, removía el aire caliente de la estancia. La cafetería olía a hospital. Incluso la comida y la bebida, como de común acuerdo, estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la chica tenía dos bolsillos en el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo dorado. Cuando se inclinaba hacia delante, tras el escote de pico se veía un pecho liso y blanco al que no le había dado la luz del sol.
Mis recuerdos se detenían en este punto. Intenté recordar qué sucedió a continuación. Me tomé una Coca-Cola, contemplé los laureles, le vi el pecho y, ¿qué ocurrió después? Me removí sobre la silla de plástico y, con la mejilla apoyada en el cuenco de la mano, hurgué en los estratos más profundos de mi memoria. Como si intentara extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.
Yo aparté la mirada e intenté imaginar cómo los médicos le rasgaban la carne del pecho, cómo introducían los dedos enfundados en guantes de plástico, cómo le corregían la posición del hueso. Me pareció terriblemente irreal. Igual que una metáfora.
Sí. Luego hablamos de sexo. Fue mi amigo quien lo hizo. ¿Qué dijo? Posiblemente contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue frustrado o algo por el estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del otro mundo, en realidad. Pero lo exageró tanto que ella acabó riéndose a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi amigo era muy bueno contando historias.
—No me hagas reír —dijo la novia con una mueca de dolor—. Al reír me duele el pecho.
—¿Dónde? —le preguntó mi amigo.
Ella se apretó, por encima del pijama, un punto en la parte interior del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el corazón. Mi amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.
Miro mi reloj de pulsera. Son las once y cuarenta y cinco minutos y mi primo aún no ha regresado. Como se acerca la hora del almuerzo, el comedor ha empezado a llenarse. Una mezcla de sonidos diversos y de voces envuelve la estancia como si fuera una nube de humo. Regreso a mis recuerdos. Pienso en el pequeño bolígrafo dorado que la novia de mi amigo llevaba en el bolsillo del pecho.
… Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un dibujo. Pero el papel de la servilleta era demasiado blando y la punta del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.
—¿Y qué diablos son los sauces ciegos? —preguntó mi amigo.
—Pues esos árboles de ahí.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—Es que me los he inventado yo —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.
La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era un árbol de tamaño similar a la azalea. Tenía flores, pero éstas estaban rodeadas de gruesas hojas verdes. Las hojas recordaban un ramillete de colas de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.
—¿Tienes tabaco? —me preguntó mi amigo. Le arrojé por encima de la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados de sudor.
—Los sauces ciegos parecen pequeños, pero sus raíces son terriblemente profundas —explicó ella—. De hecho, cuando llegan a determinada edad, los sauces ciegos dejan de crecer hacia arriba y empiezan a extenderse hacia abajo. Como si se nutrieran de las tinieblas.
—Entonces, las moscas transportan el polen, penetran en el oído de una mujer y la duermen, ¿no? —dijo mi amigo mientras intentaba trabajosamente encender un cigarrillo con una cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?
—Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro —explicó ella.
—¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.
Sí. Aquel verano, ella estaba escribiendo un largo poema sobre los sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano. Se inventó una historia basada en un sueño que había tenido una noche y tardó una semana en escribir, en la cama, una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó aduciendo que todavía no había perfilado los detalles y, a cambio, hizo un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.
Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces ciegos.
—Ése soy yo. Seguro —intervino mi amigo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no eres tú.
—¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.
—Sí —dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?
—Pues, claro. ¡Tú dirás! —dijo mi amigo, medio en broma, frunciendo el entrecejo.
El joven iba subiendo despacio la colina y abriéndose paso entre los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la gorra encasquetada hasta la cejas, el joven avanzaba ahuyentando con una mano las moscas que pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo sueño.
—Pero, allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado el cuerpo de la mujer, ¿verdad? —dijo mi amigo.
—En cierto sentido —respondió ella.
—Eso de que, en cierto sentido, su cuerpo haya sido devorado por las moscas debe de significar que, en cierto sentido, ésta es una historia triste. Seguro —dijo mi amigo.
—Pues, tal vez —dijo ella tras reflexionar unos instantes—. ¿Qué te parece a ti? —me preguntó.
—Pues que suena, en efecto, a historia triste —respondí.
Mi primo volvió a las doce y veinte minutos. Tenía la mirada perdida y llevaba una bolsa con medicamentos en la mano. Plantado en la entrada de la cafetería, tardó mucho tiempo en localizar mi mesa. Sus pasos eran rígidos, como si le costara mantener el equilibrio. Al tomar asiento frente a mí, aspiró una profunda bocanada de aire, como si hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.
—¿Cómo ha ido? —le pregunté.
—¡Uf! —suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara a hablar, pero no dijo nada.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
Mi primo asintió en silencio.
—¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos a comer a la ciudad? ¿Qué prefieres?
Mi primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:
—Aquí mismo está bien.
Compré los tiquets y pedí el almuerzo para dos. Hasta que nos trajeron la comida, mi primo estuvo contemplando en silencio el paisaje al otro lado de la ventana. El mar, la hilera de robles, los aspersores: la misma vista, en definitiva, que había estado contemplando yo hacía unos instantes.
En la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado, comía unos sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado por cáncer. De que si cinco años atrás le habían prohibido fumar pero que, al parecer, ya entonces era demasiado tarde, de que si al levantarse escupía sangre, cosas por el estilo. La mujer preguntaba y el marido respondía. El marido le explicó que, en cierto sentido, el cáncer era el reflejo de la vida de quien lo padecía.
Nuestro almuerzo consistió en hamburguesas y pescado blanco frito. Ensalada y pan. Comimos el uno frente al otro, en silencio. Mientras tanto, el matrimonio siguió hablando con pasión de la génesis del cáncer. Por qué se había extendido tanto en los últimos tiempos, por qué no había sido posible conseguir un medicamento eficaz, cosas por el estilo.
—En todas partes, igual —dijo mi primo con voz carente de inflexión contemplándose las dos manos—. Siempre te preguntan las mismas cosas, todos te hacen las mismas pruebas.
Estábamos delante del hospital, sentados en un banco esperando el autobús. Sobre nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando las hojas de los árboles.
—¿Y hay veces en que pierdes el oído por completo? —le pregunté a mi primo.
—Sí —respondió él—. Y no oigo nada.
—¿Y qué se siente en esos momentos?
Mi primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.
—De pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte cuenta. No oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del mar con tapones en los oídos.
Eso
continúa durante un tiempo. Mientras, no oyes nada, pero no se trata sólo del oído. No oír es sólo una parte de todo
eso
.
—¿Es desagradable?
Mi primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.
—No sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder oír nada.
Intenté hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.
—¿Has visto
Fuerte Apache
de John Ford? —me preguntó mi primo.
—Sí, la vi hace mucho tiempo —respondí.
—El otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.
—Sí, sí que lo es —asentí.
—Al principio de la película sale un general recién destinado al fuerte. A este general sale a recibirlo un capitán veterano, que es John Wayne. El general no conoce todavía la situación en la que se encuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte los indios se han rebelado.
Mi primo se sacó del bolsillo un pañuelo blanco doblado y se secó las comisuras de los labios.
—Al llegar al fuerte, el general se dirige a John Wayne y le dice: «De camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne, con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general. Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí». No recuerdo las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes lo que quiere decir?
No recordaba que en
Fuerte Apache
existiera tal diálogo. Me daba la impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una película de John Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.
—Pues querrá decir que lo que cualquiera puede ver no tiene gran importancia. Vaya, eso me parece.
Mi primo frunció el entrecejo.
—Tampoco acabo de entenderlo yo, pero cada vez que alguien me compadece por lo del oído, no sé por qué, pero me acuerdo de estas palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí».
Me reí.
—¿Es raro? —me preguntó mi primo.
—Sí, lo es —dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo veía reír.
Tras dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara algo:
—Oye, ¿puedes mirarme el oído?
—¿Mirarte el oído? —le pregunté con una ligera sorpresa.
—Basta con que lo mires desde fuera.
—Sí, claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?
—Pues, no sé —contestó mi primo sonrojándose—. Es que me gustaría que miraras qué aspecto tiene.
—Vale —dije—. Ahora mismo te lo miro.
Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha. Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo aparecía abultada como una magdalena recién horneada. Se trataba de la primera vez que le inspeccionaba la oreja a alguien. Observándola con atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es, desde el punto de vista morfológico, un gran enigma. Presenta, en algunos puntos, pliegues y vueltas hasta lo irrazonable, en otros, protuberancias y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes deformes, parece un único agujero negro que se abre como si fuera la entrada de una gruta misteriosa.