Authors: Antonio Muñoz Molina
Dice mi mujer que vivo en el pasado, que me alimento de sueños, como esos viejos desocupados que van a jugar al dominó en nuestra sede social y asisten a las conferencias o a los recitales poéticos que organiza Godino. Le contesto que más o menos eso mismo soy yo, casi un desocupado, un parado de larga duración, como dicen ahora, por mucho que me empeñe en emprender negocios que no llegan a nada, en aceptar trabajos casi siempre fugaces, y muchas veces ilusorios y hasta fraudulentos. Pero no le digo que ya me gustaría a mí vivir de verdad en el pasado, sumergirme en él con la misma convicción, con la voluptuosidad con que lo hacen otros, como Godino, que cuando come morcilla en caldera o recuerda algún chisme o algún apodo de un paisano nuestro o recita unos versos de nuestro poeta más célebre, Jacob Bustamante, enrojece de entusiasmo y felicidad, y está planeando siempre lo que va a hacer la próxima Semana Santa, y contando los días que faltan para el Domingo de Ramos, y sobre todo para el Miércoles Santo por la noche, cuando sale la procesión en la que él es cofrade y también directivo, «como lo fue en su día el insigne Mateo Zapatón, ahora retirado en la Villa y Corte», dice Godino, que aunque lleva toda la vida en Madrid conoce por su nombre y por su apodo a un número inusitado de nuestros paisanos, y llama a todo el mundo ilustre, celebérrimo, insigne, exagerando esa ge con tanta fuerza, a la manera de nuestra ciudad, que más de una vez suelta un perdigón de saliva al pronunciarla.
Es cierto, a muchos de nosotros nos gustaría vivir en el pasado inmutable de nuestros recuerdos, que parece repetirse idéntico en los sabores de algunos alimentos y en algunas fechas marcadas en rojo en los calendarios, pero sin darnos cuenta hemos ido dejando que creciera dentro de nosotros una lejanía que ya no remedian los viajes tan rápidos ni alivian las llamadas de teléfono que apenas hacemos ni las cartas que dejamos de escribir hace muchos años. Ahora que podríamos ir tan veloz y confortablemente por la autovía en apenas tres horas es cuando más de tarde en tarde regresamos. Todo está mucho más cerca, pero somos nosotros los que nos vamos quedando poco a poco más lejos, aunque repitamos las palabras antiguas y forcemos nuestro acento, y aunque todavía nos emocionemos al escuchar las marchas de nuestras cofradías o los versos que viene algunas veces a recitarnos «el vate insigne por antonomasia», como dice Godino, que le da coba y le admira y al mismo tiempo le toma el pelo, el poeta Jacob Bustamante, quien según parece no hizo caso a los cantos de sirena de la celebridad literaria y prefirió no venirse a Madrid cuando era más joven. Allí sigue, en nuestra ciudad, cosechando premios y acumulando trienios, porque es funcionario municipal, igual que otra de nuestras glorias locales, el maestro Gregorio E. Puga, compositor de mérito que tampoco hizo caso en su momento de esos cantos de sirena tan denostados por Godino: dicen (dice Godino, en realidad) que el maestro Puga culminó con brillantez sus estudios musicales en Viena, y que habría podido encontrar un puesto en alguna de las mejores orquestas de Europa, pero que pudo más en su ánimo el tirón de la tierra chica, a la que regresó con todos sus diplomas de excelencia en alemán y en letra gótica, y en la que muy pronto ganó por oposición y sin esfuerzo la plaza de director de la banda de música.
Nos gustaba volver con nuestros hijos pequeños y nos enorgullecía descubrir que se emocionaban con las mismas cosas que nos habían ilusionado en la infancia a nosotros. Querían que llegara la Semana Santa para ponerse sus trajes diminutos de penitentes, sus capuchones infantiles que les dejaban destapada la cara. Apenas nacían los inscribíamos como hermanos en la misma cofradía a la que nuestros padres nos habían apuntado a nosotros. Viajaban ansiosos en el coche, ya un poco más crecidos, preguntando nada más salir cuántas horas faltaban para la llegada. Habían nacido en Madrid y hablaban ya con un acento que no era el nuestro, pero nos daba orgullo pensar y decir que pertenecían a nuestra tierra tanto como nosotros mismos, y al llevarlos de la mano un domingo por la mañana por la calle Nueva igual que nos habían llevado a nosotros nuestros padres, al subirlos en brazos ante el paso de un trono para que vieran mejor al borriquillo que cabalga Jesús entrando a Jerusalén, o la cara verde y siniestra que tiene Judas en el paso de la Santa Cena, sentíamos consoladoramente que la vida estaba repitiéndose, que en nuestra ciudad el tiempo no pasaba o era menos cruel que el tiempo tan angustioso y trastornado de la vida en Madrid.
Pero se han ido haciendo mayores sin que nos diéramos cuenta y se nos vuelven unos desconocidos, huéspedes huraños de nuestra misma casa, encerrados en esos cuartos que se han vuelto como madrigueras sombrías, de las que salen a veces músicas insufribles, olores o ruidos que preferimos no identificar. Ya no quieren volver, y si les dice uno algo lo miran como a un viejo lamentable, como a un inútil, como si estuviera en las manos de uno encontrar de nuevo un trabajo seguro y decente cuando se ha pasado de los cuarenta y cinco años. Ya se han olvidado de todas las cosas que tanto les gustaban, la emoción de las túnicas y de los capirotes que les cubrían la cara como novelescos antifaces (Godino insiste en que la palabra nuestra es capirucho), el escándalo de las trompetas y de los tambores, el gusto de los puntos americanos que se vendían sólo en Semana Santa, pirulís de caramelo rojo rodeado por una espiral de azúcar, comprados en el puesto callejero de aquel hombre diminuto al que apodaban oportunamente Pirulí, que se murió hace unos pocos años, aunque a nosotros, que lo veníamos viendo desde niños, nos pareciera tan inmutable como la misma Semana Santa. Tampoco las atracciones de la feria les llaman ya la atención, y es como si sólo nosotros, sus padres, conserváramos algo de nostalgia y de gratitud por los modestos carruseles de hace tantos años, las cunicas, según les decíamos de niños, según les enseñamos a ellos a decir. Nada de lo que a nosotros nos gusta tiene ya significado para ellos, y de vez en cuando se nos quedan mirando con lástima o con indiferencia, y nos hacen sentirnos ridículos, vernos a través de lo que ven sus ojos en nosotros, gente gastada y mayor a la que no sienten que deban agradecerle nada, que les provoca sobre todo irritación y aburrimiento, y de la que se apartan como queriendo desprenderse de las telarañas sucias de polvo del tiempo al que nosotros pertenecemos, el pasado.
Vivir en él, en el pasado, qué más quisiera yo. Pero ya no sabe uno dónde vive, ni en qué ciudad ni en qué tiempo, ni siquiera está uno seguro de que sea la suya esa casa a la que vuelve al final de la tarde con la sensación de estar importunando, aunque se haya marchado muy temprano, sin saber tampoco muy bien adonde, o para qué, en busca de qué tarea que le permita creerse de nuevo ocupado en algo útil, necesario. En una de las últimas comidas de hermandad, la que tuvimos con motivo de la entrega a Jacob Bustamante de nuestra Medalla de Plata, Godino me reprochaba afectuosamente que llevara ya dos años seguidos sin ir a nuestra ciudad en Semana Santa. Yo le daba a entender que estaba pasando una época algo difícil, con la esperanza de que él, hombre de tantos recursos y conocimientos, pudiera echarme una mano, pero tampoco le pedía su ayuda abiertamente, por orgullo y por miedo a perder consideración a sus ojos. El desánimo, el pundonor herido, me mantenían más apartado que otras veces de las actividades de nuestra casa regional, aunque procuraba no faltar a las reuniones de la directiva, y me mantenía escrupulosamente al día en el pago de mis cuotas mensuales, Pero iba, de la mañana a la noche, como ausente de mí mismo, de un lugar a otro de Madrid, de un trabajo a otro, promesas que nunca llegaban a materializarse, encuentros que por algún motivo siempre se frustraban, chapuzas inseguras que me duraban unas semanas, unos pocos días. Pasaba horas esperando sin hacer nada o tenía que apresurarme para llegar a algo que se me frustraba por unos minutos de retraso.
Una mañana, en la plaza de Chueca, que yo cruzaba con el corazón en un puño, con la mirada recta, para no ver lo que sucedía alrededor, el trapicheo de la droga, el espectáculo de aquellos individuos sonámbulos, hombres y mujeres, con caras de muertos y andares de zombis, de enfermos de algo terrible, me encontré con mi paisano Mateo Chirino, al que cuando yo era pequeño llamaban Mateo Zapatón, no sólo por su oficio de zapatero, sino también por su tamaño, porque era un hombre más grande que la mayoría en esos tiempos, y usaba, me acuerdo, unos zapatos muy grandes, negros, con suela recia, unos zapatos inmemoriales que él mismo debería de llevar toda la vida remendando. Me fijé en eso cuando lo vi de nuevo, en sus zapatos inmensos, que parecían los mismos de hace no sé cuántos años, aunque ahora estaban deformados por los juanetes. Yo iba con mi traje oscuro de las entrevistas de trabajo, con mi maletín negro y mis carpetas: me habían aceptado, a prueba, como vendedor a comisión de materiales de autoescuela. Parado en el centro de la plaza de Chueca, con un abrigo grande, con un sombrero verde de corte tirolés al que no le faltaba ni el adorno de una pluma, Mateo Zapatón estaba observando benévolamente algo, como un jubilado fornido y holgazán, y parecía sostenerse sobre sus zapatones negros como sobre el pedestal de una estatua o el tocón de un olivo, así de arraigado al lugar donde estaba, el barrio de Madrid donde vivía ahora, y en el que daba la impresión de encontrarse igual de a gusto que en nuestra lejana ciudad común.
También su cara era la misma que yo recordaba, como intacta a pesar del tiempo: para un niño todos los adultos son más o menos viejos, así que cuando se hace mayor y vuelve a verlos al cabo de los años le parece que no han cambiado nada, que siguen en la misma edad estática que él les atribuyó cuando los veía en su infancia, cuando imaginaba que las personas han de permanecer siempre idénticas, y siempre han sido así, él siempre niño y sus padres siempre jóvenes, sin rastro de desgaste ni amenaza de morir. Lo vi una mañana muy fría de invierno, una de esas ingratas mañanas laborales de Madrid en las que las fachadas de los edificios tienen el mismo gris sucio del cielo sin lluvia. Yo iba, como siempre, angustiado por la falta de tiempo, por el apuro de llegar tarde a la cita con un cliente, el dueño de una autoescuela de la calle Pelayo. Había cometido el error de venir en mi coche y el poco tiempo que hubiera tenido para tomar un café lo perdí buscando aparcamiento por esas calles imposibles, llenas de tráfico, de gente, de travestís sin afeitar, de maleantes, de drogadictos, de repartidores de cosas, de furgonetas de carga y descarga que cortan la calzada y provocan una estridencia de cláxones que acaba ya de trastornarle a uno los nervios.
Iba tarde, iba en ayunas, había dejado el coche tan mal aparcado que no era improbable que se lo llevara la grúa, pero fue ver a Mateo Zapatón y el gusto de los recuerdos que su figura me despertaba pudo más que la prisa. Tan alto como siempre, erguido, con la misma expresión apacible en la cara, la nariz grande y los ojos un poco saltones, los carrillos rojos de frío y de salud, aunque ya aflojados por la edad, los andares tan firmes como cuando desfilaba vestido de penitente delante del trono de la Santa Cena, manejando su gran varal de directivo de la cofradía.
Aquel trono era uno de los más espectaculares de la Semana Santa, y el que más figuras tenía, los doce apóstoles en torno a la mesa con mantel de hilo y Cristo de pie en un extremo, una mano en el corazón y la otra alzada en el gesto de bendecir, y la orla de oro en torno a su cabeza vibrando con el movimiento majestuoso de las ruedas del trono sobre las calles adoquinadas o empedradas de entonces, con la misma tenue agitación con que se movían las llamas de las tulipas y el mantel blanco sobre el que estaban dispuestos el pan y el vino para el sacrificio litúrgico. Todos los apóstoles miraban hacia Jesús y tenían delante de las caras un pequeño foco que se las iluminaba dramáticamente de luz blanca; todos salvo Judas, que volvía la cabeza con un gesto de remordimiento y de codicia y miraba la bolsa de monedas de su traición, medio oculta detrás de su asiento. La luz que le daba a Judas en la cara era verde, un verde amarillento de malhumor hepático, y en nuestra ciudad todos sabían que esos rasgos que odiábamos los niños tanto como los de los malvados de las películas eran los de un sastre que tenía su tienda y su obrador en una esquina de la calle Real muy próxima al portal de Mateo Zapatón.
Godino me explicó la historia, no sin prometerme que me contaría otras aún más sabrosas: las figuras del trono, como casi todas las de nuestra Semana Santa, fueron esculpidas por el célebre maestro Utrera, según Godino uno de los artistas más importantes del siglo, que no obtuvo el reconocimiento que se merecía por haber preferido quedarse en una ciudad tan hospitalaria, aunque tan apartada, como la nuestra. Siendo un escultor genial, Utrera también fue un tremendo bohemio, y andaba siempre comido de deudas y perseguido por los acreedores, uno de los cuales, el más constante y también el más perjudicado, era aquel sastre del Real, que le hacía a medida sus camisas con monogramas, sus chalecos ceñidos, sus trajes con una hechura como los de Fred Astaire y hasta los batones flotantes que se ponía Utrera para trabajar en el taller. Cuando la deuda ya alcanzaba una cuantía inaceptable, el sastre se presentó en el café Royal, donde se reunía cada tarde la tertulia literaria y artística capitaneada por Utrera, y llamó en público al escultor sinvergüenza y ladrón, agitando vanamente en su cara el puñado de facturas impagadas. Muy digno, pequeño y recto, como empaquetado de tan elegante en el traje a lo Fred Astaire que no había pagado ni pensaba pagar, el escultor miró hacia otra parte mientras camareros y amigos sujetaban al sastre, que tenía los ojos saltones y la cara sudorosa por la ira, y que acabó marchándose tan de vacío como había venido, no sin haber recogido ignominiosamente del suelo del café las facturas que se le habían caído de las manos en el calor de su berrinche, como valiosas pruebas de una injuria que según amenazó sería reparada por los tribunales. Cuál no sería su sorpresa, me dijo Godino, anticipando el golpe con una gran sonrisa en su cara astuta y jovial, cuando unas semanas más tarde, el primer miércoles de Semana Santa en que desfilaba el nuevo grupo escultórico de la Santa Cena (el antiguo, como casi todos, lo habían quemado los rojos durante la guerra), el sastre vio con sus propios ojos lo que personas veloces y malévolas ya le habían contado, lo que ya corría por toda la ciudad, en palabras de Godino, «como un reguero de pólvora»: la cara torcida de Judas, la cara verde que se apartaba de la mirada bondadosa y acusadora del Redentor para examinar con codicia una bolsa mal escondida de monedas, era su vivo retrato, exactamente fiel a pesar de la exageración cruenta de la caricatura: aquellos mismos ojos saltones que miraron al escultor en el café como queriendo taladrarlo, «o petrificarlo, como los ojos de la Medusa», dijo Godino, que al enardecerse en sus relatos declamaba sus palabras preferidas: «¡Y la nariz semítica!». Al decir ese adjetivo Godino hacía un gesto adelantando la cara y mirando como debió de mirar el sastre al descubrir su retrato en la figura de Judas, y torcía o fruncía su nariz, que era pequeña y más bien chata, como si la enunciación de la palabra «semítica», en la que se deleitaba tanto que la repitió dos o tres veces, tuviera la virtud de volverle también a él tan narigudo como el sastre y como Judas, y como todos los sayones y fariseos de los pasos de Semana Santa, los judíos que le escupieron al Señor, según decíamos los niños en nuestros juegos de tronos y desfiles: había, en las calles empedradas o de dura tierra de entonces, otras semanas santas infantiles, y los niños desfilábamos en ellas tocando tambores hechos con grandes latas de conservas vacías, y trompetillas de latón o de plástico, y hasta paseábamos tronos que eran cajones de madera o cartón, y nos poníamos capirotes de papel de periódico.