Authors: Antonio Muñoz Molina
El amor entre Milena Jesenska y Franz Kafka está cruzado de cartas y de trenes, y en él importaron más la lejanía y las palabras escritas que los encuentros reales o las caricias verdaderas. En la primavera de 1939, unos días antes de que el ejército alemán entrase en Praga, Milena le entregó a su amigo Willy Haas las cartas de Kafka que había guardado desde que recibió la última de ellas, dieciséis años atrás, en 1923. En el viaje hacia el campo de exterminio, en las estaciones a oscuras donde el tren se detendría noches enteras, se acordaba sin duda de la emoción y la angustia de los viajes semiclandestinos de otros tiempos, cuando ella estaba casada y vivía en Viena y su amante vivía en Praga, y se citaban a medio camino, en la estación fronteriza de Gmünd, o de la primera vez que se encontraron, después de varios meses escribiéndose cartas, en la estación de Viena. Antes de empezar a escribirse se habían visto una sola vez, en un café, sin reparar mucho el uno en el otro, y de pronto él quería rescatar de los márgenes de la memoria un recuerdo que no podía ser preciso, la cara en la que no había llegado a fijarse, aunque tan sólo unos meses después iba a estar enamorado de ella. Advierto que no consigo recordar su rostro con detalle. Sólo recuerdo cómo se alejaba entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo. Ha subido al tren en Praga y sabe que al mismo tiempo ella ha subido a otro tren en Viena, y su impaciencia y su deseo no son más fuertes que el miedo, porque le angustia saber que dentro de unas horas va a tener tangiblemente en sus brazos a la mujer que casi no es más que un fantasma de la imaginación y de las cartas.
El miedo es la infelicidad
, le ha escrito. Tiene miedo de que llegue el tren y de encontrar frente a sí los ojos claros de Milena, pero también tiene miedo de que ella se haya arrepentido en el último instante, se haya quedado en Viena con su marido, que no la hace feliz, que la engaña con otras mujeres, pero del que no quiere o no puede separarse. Consulta el reloj, mira los nombres de las estaciones en las que el tren va deteniéndose, y lo atormenta la urgencia de que pasen cuanto antes las horas que faltan para llegar, y también el miedo a la llegada, y teme encontrarse solo en el andén de la estación de Gmünd, y al mismo tiempo tiene miedo de la impetuosa cercanía física de Milena, mucho más joven y más sana que él, más diestra y franca en los atrevimientos sexuales.
El recuerdo inconsciente es la materia y la levadura de la imaginación. Sin saberlo hasta ahora, mismo, mientras yo quería imaginar el viaje de Franz Kafka en un expreso nocturno, en realidad estaba recordando uno que yo mismo hice cuando tenía veintidós años, una noche entera de insomnio en un tren que me llevaba a Madrid, a una cita con una mujer de ojos claros y pelo castaño a la que le había enviado un telegrama minutos antes de comprar mi billete de segunda con dinero prestado y de dejarlo insensatamente todo para ir en su busca. Llegué al amanecer a la estación y no había nadie esperándome.
Cómo sería acercarse en tren a una estación fronteriza y no saber si uno sería rechazado, si no le impedirían cruzar al otro lado, a la salvación que estaba a un paso, los guardias de uniforme que examinaran con cruenta lentitud sus papeles, alzando la mirada arrogante para comparar la cara de la fotografía en el pasaporte con esa cara llena de miedo en la que apenas llega a mostrarse una expresión de normalidad, de inocencia. Después de encontrarse por primera vez con Milena y de pasar con ella cuatro días enteros Franz Kafka volvía en el expreso de Viena hacia Praga con la inquietud de llegar a su trabajo a la mañana siguiente, con una mezcla de felicidad y de culpa, de ebria dulzura e intolerable amputación, pues no sabía acostumbrarse ahora a estar solo ni podía calcular el tiempo que le faltaba para volver a encontrarse con su amante. Cuando el tren se detuvo en la estación de Gmünd la policía fronteriza le dijo que no podía continuar su viaje hacia Praga: le faltaba un papel entre sus copiosos documentos, un visado de salida que sólo podía ser expedido en Viena. La noche del 15 de marzo de 1938, cuando Franz Kafka llevaba ya casi catorce años muerto, a salvo de toda angustia o culpa, de toda persecución, ese mismo expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga se llenó de fugitivos, judíos e izquierdistas, sobre todo, porque Hitler acababa de entrar en la ciudad, recibido por multitudes que aullaban como jaurías, que alzaban el brazo y gritaban su nombre con el estruendo ronco y unánime de un océano atroz, dando vivas al führer y al Reich, clamando por la aniquilación de los judíos. Nazis austriacos uniformados subían al expreso de Praga en las estaciones intermedias y saqueaban los equipajes de los fugitivos, a los que golpeaban y sometían a vejaciones e injurias. Muchos de ellos no llevaban papeles: en la estación fronteriza los guardias checos les impedían continuar el viaje. Algunos saltaban del tren y huían a campo través queriendo cruzar la frontera al amparo de la noche.
Cómo será llegar de noche a la costa de un país desconocido, saltar al agua desde una barca en la que se ha cruzado el mar en la oscuridad, queriendo alejarse a toda prisa hacia el interior mientras los pies se hunden en la arena: un hombre solo, sin documentos, sin dinero, que ha venido viajando desde el horror de enfermedades y las matanzas de África, desde el corazón de las tinieblas, que no sabe nada de la lengua del país adonde ha llegado, que se tira al suelo y se agazapa en una cuneta cuando ve acercarse por la carretera los faros de un coche, tal vez de la policía.
Viajando parece que gusta más leer libros de viajes. En un tren que me alejaba de Granada, recién terminado el curso en la facultad, a principios del verano de 1976, yo iba leyendo el relato del viaje a Venecia que hace Proust en
El tiempo recobrado
. Dos veranos después llegué por primera vez a Venecia, en un atardecer de septiembre, y me acordé de Proust y de su dolorosa propensión al desengaño cuando llegaba a los lugares a los que había deseado mucho ir. Conversando con Francisco Ayala sobre la felicidad de leer a Proust descubrí que él también la asociaba con la felicidad simultánea de un viaje. En mil novecientos cuarenta y tantos, cuando vivía exiliado en Buenos Aires, le ofrecieron unas clases en la universidad de la provincia de Rosario. Viajaba una vez a la semana, primero en tren hasta Santa Fe, después en un autobús que circulaba por la orilla del río Paraná. Llevaba siempre consigo un volumen de Proust, le parecía que la relectura era aún más sabrosa porque al apartar los ojos del libro veía unos paisajes cómo del otro extremo del mundo, transitaba en un instante de las calles de París en 1900 y de las playas nubladas de Normandía a las inmensidades deshabitadas de América por las que cruzaba el tren y luego el autobús. De pronto aquel libro que iba leyendo era su único lazo con su vida anterior, con la España perdida a la que tal vez no podría volver y la Europa que aún no había emergido de los cataclismos de la guerra. Leía a Proust en el autobús junto a la anchura marítima del Paraná y ese volumen que tenía en las manos era el mismo que había leído tantas veces en los tranvías de Madrid.
Una vez, en una de las paradas, alzó mecánicamente los ojos del libro y se fijó en un viejo de pelo muy blanco y aire de melancolía y pobreza que acababa de subir, con un abrigo muy usado, con una cartera igual de usada bajo el brazo, con cara de enfermedad y cansancio, la cara de un viejo al que los años no han absuelto de las necesidades más amargas de la vida. En un instante de sorpresa, de incredulidad, de avergonzada compasión, reconoció en ese viejo que tomaba un autobús en un remoto pueblo de Argentina al que había sido presidente de la República Española, don Niceto Alcalá Zamora. Temió que también el otro hombre lo reconociera: volvió la cara hacia la ventanilla, hundió los ojos en el libro, y cuando después de la siguiente parada levantó de nuevo la cabeza el hombre viejo ya no estaba en el autobús.
En un viaje se escucha una historia o se encuentra por azar un libro que acaba abriendo una onda concéntrica en la emoción de los descubrimientos sucesivos. En un tiempo en que estaba muy enamorado de una mujer que me huía cuando yo más la deseaba y venía a buscarme cuando yo intentaba apartarme de ella viajé en un tren a Sevilla leyendo
El jardín de los Finzi-Contini
, y a la bella y díscola heroína judía de Giorgio Bassani le otorgaba los rasgos de la mujer a la que yo quería, y el fracaso final del amor que siente hacia Mícol el protagonista de la novela me anticipó tristemente el fracaso del mío, con una clarividencia que por mí mismo no habría sido capaz de aceptar. Me acuerdo de un ejemplar barato y usado de las
Historias de Herodoto
que encontré en un puesto callejero de Nueva York, y del diario del viaje al Círculo Polar del capitán John Franklin, que hojeé por casualidad en una librería de viejo y leí luego sin descanso en la habitación de un hotel de Londres, una habitación estrecha, alta, de geometría perversa, con un cuarto de aseo no mayor que un armario, pero torcido en ángulos de decorado expresionista. Recién llegado a Buenos Aires en el otoño austral de 1989 yo pasaba las horas tendido en la cama de la habitación, escuchando la lluvia que redoblaba en los cristales y me impedía salir a las calles que deseaba tanto recorrer, leyendo durante horas, para distraer el tiempo claustrofóbico de los hoteles, el primer libro que descubrí de Bruce Chatwin,
En la Patagonia
. Ahora compruebo que justo en los días en que yo estaba leyendo ese libro Bruce Chatwin agonizaba de una enfermedad cuyo nombre no quiso decirle a nadie: una rara infección contraída en el Asia Central por culpa de algún tipo de comida o de una picadura, decían sus amigos, para ocultar la infamia, para no decir el nombre que despertaba pánico y vergüenza, la palabra que ya era en sí misma como uno de aquellos abscesos que hace siglos anunciaban el horror de la peste.
En Buenos Aires yo leía a Bruce Chatwin mientras él estaba muriéndose en Londres. Mi viaje por la Argentina tenía así una parte de verdad y otra de literatura, porque leyendo aquel libro yo continuaba hacia los grandes espacios desolados del sur el itinerario que sin embargo se había detenido para mí en la capital del país, en la habitación de un hotel de la que apenas salía por culpa de las lluvias. Qué descanso para el alma, estar lejos de todo, aislado de todo, como un monje en su celda, una celda con todas las comodidades posibles, la cama intacta, el teléfono al alcance de la mano, el mando a distancia del televisor, la lluvia que le absuelve a uno de la obligación extenuadota del turismo, que le ofrece la coartada perfecta para quedarse horas sin hacer nada, sólo permanecer tendido, ligeramente incorporado, sobre la almohada doble, el libro entre las manos, el libro donde se cuenta un viaje hacia la extremidad del mundo, donde se recuerdan otros viajes mucho más antiguos, el de Charles Darwin en el gran velero
Beagle
, el de aquel indio patagón que viajó con Darwin a Inglaterra, aprendió el idioma inglés y los modales ingleses, visitó a la reina Victoria, y al cabo de unos años regresó a los parajes australes y a la vida primitiva de la que había desertado, ya un extranjero para siempre y en cualquier parte, un salvaje exótico con ropas civilizadas en Londres y un desconocido en su tierra natal.
En Copenhague una señora danesa de origen francés y sefardí me contó un viaje que había hecho de niña con su madre por la Francia recién liberada, a finales del otoño de 1944. La conocí en un almuerzo en el Club de Escritores, que era un palacio con puertas de doble hoja, columnas de mármol y techos con guirnaldas doradas y pinturas alegóricas. Asomado a uno de sus ventanales, vi pasar un alto navío de vela delante de mí como si se deslizara por la calle: navegaba por uno de esos canales que se adentran tanto en la ciudad y que dan de pronto a la perspectiva de una esquina una sorpresa portuaria.
Era a principios de septiembre, hace unos ocho años. Llevaba un par de días dando vuelta por la ciudad, y al tercero un editor amigo mío me invitó a aquel almuerzo. Tengo la memoria llena de ciudades que me han gustado mucho pero en las que sólo he estado una vez. De Copenhague recuerdo sobre todo las imágenes del primer paseo: salí del hotel caminando al azar y llegué a una plaza ovalada con palacios y columnas en cuyo centro había una estatua a caballo, de bronce, de un verde de bronce que adquiría en ciertos lugares, a causa de la humedad y el liquen, una tonalidad gris idéntica a la del cielo, o a la del mármol de aquel palacio del que luego me contaron que era el Palacio Real.
En todo el espacio frío y barroco de la plaza, atravesado de vez en cuando por un coche solitario (al mismo tiempo que el motor yo escuchaba el roce de los neumáticos sobre los adoquines), no había más presencia humana, descontando la mía, que la de un soldado de casaca roja y alto gorro lanudo de húsar que marcaba desganadamente el paso con un fusil al hombro, un fusil con bayoneta tan anacrónico como su uniforme.
No sabiendo a donde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo. Frente al jinete de bronce arrancaba una calle larga y recta que terminaba en la cúpula, también de bronce verdoso, de una iglesia con letreros dorados en latín y estatuas de santos, de guerreros y de individuos con levitas en las cornisas. La iglesia se parecía a esas iglesias barrocas de Roma tan iguales entre sí que tienen un aire antipático de sucursales de algo, de oficinas vaticanas y bancadas de la gracia de Dios.
Pero una de las estatuas que se erguía sobre aquella fachada era indudablemente la de Sören Kierkegaard. Jorobado, como al acecho, con las manos a la espalda, no tenía esa actitud de elevación o de inmovilidad definitiva que suele haber en las estatuas. Después de muerto, al cabo de siglo y medio de habitar en la inmortalidad oficial, de codearse con todos aquellos solemnes héroes, santos, generales y tribunos del panteón histórico de Dinamarca, Kierkegaard, su estatua, seguía manteniendo un ademán transeúnte, fugitivo, huraño, un desasosiego de ir caminando solo por una ciudad cerrada y hostil y de mirar de soslayo a la gente a la que despreciaba, y que lo despreciaba todavía más a él, no sólo por su joroba y su cabezón, sino por la extravagancia incomprensible de sus escritos, de su furiosa fe bíblica, tan desterrado y apátrida en su ciudad natal como si se hubiera visto forzado a vivir al otro lado del mundo.
Busqué el camino de vuelta al hotel. Al cabo de menos de una hora el editor —a quien en realidad tampoco conocía demasiado— vendría a recogerme. En una calle larga y burguesa, con tiendas de ropa y de antigüedades, vi un tejadillo que sobresalía más bien absurdamente de una pared encalada o pintada de blanco, en la que había una puerta de madera con herrajes y llamador, y una ventana enrejada y con geranios. Yo, que me sentía tan lejos de todo recorriendo un sábado por la tarde las calles vacías de Copenhague, había encontrado un sitio español que se llamaba Pepe's Bar.