Authors: Antonio Muñoz Molina
Los dos llevan muertos ya mucho tiempo, el sastre irascible y el escultor bohemio y moroso, pero el bromazo vengativo del uno contra el otro perdura en las facciones torvas y todavía iluminadas de verde del Judas de la Santa Cena, aunque cada vez queda menos gente que pueda identificarlas, o que se acuerde de esas historias del pasado que cuenta Godino, no sé si inventándolas enteras, de tanto como las redondea y las adorna. Tampoco habrá muchos que reconozcan el modelo real de otro de los apóstoles, el San Mateo que se vuelve hacia Cristo entre devoto y asustado, las altas cejas subrayando el asombro de los ojos, porque es el momento en que su maestro acaba de decir que esa noche uno de los doce le va a traicionar, y todos se asustan y se escandalizan, hacen gestos ampulosos de dignidad herida, preguntando, «Maestro, ¿soy yo?», y entre tanto barullo ninguno se da cuenta de la cara verde y rencorosa de Judas, ni repara en el bolsón hinchado de monedas que nuestras madres nos señalaban cuando éramos niños y nos subían en brazos cuando pasaba por delante el trono de la procesión.
No me hacía falta que Godino me explicara que aquel noble San Mateo, recio de cuerpo y colorado de carrillos, era el vivo retrato de Mateo Zapatón, que tuvo así su instante de gloria pública la misma noche de Semana Santa que el sastre acreedor se hundía en el ridículo. Después de tomarse las medidas de los trajes en la sastrería, el escultor Utrera cruzaba la calle Real y le encargaba a Mateo sus zapatos hechos a mano, cuando tenía dinero o perspectivas de cobrar, y le llevaba los pares viejos para que se los remendara en los tiempos difíciles. Pero a diferencia del sastre, Mateo Zapatón jamás le recordaba a Utrera las cuentas atrasadas, en parte por el fatalismo algo poltrón de su carácter, que le inclinaba a acomodarse a todo, y en parte también porque le tenía al escultor una admiración fervorosa, que se acentuaba hasta la rendida gratitud cada vez que el maestro pasaba por la zapatería y se quedaba horas charlando con él, ofreciéndole sus cigarrillos rubios, contándole historias de sus viajes por Italia y de su vida en los círculos artísticos de Madrid de antes de la guerra. «Amigo Mateo», le decía el escultor, «tiene usted una cabeza clásica que merecería ser inmortalizada por el arte». Dicho y hecho: Mateo nunca llegó a cobrarle ni un céntimo, pero dio por cancelada la deuda cuando vio con un golpe de vanidad y de pudor su cara indudable entre las de los apóstoles, y también la hechura corpulenta de sus hombros y aquel gesto tan suyo de mirar de lado, hacia arriba, desde la altura tan escasa del taburete en el que se pasaba la vida. Siendo él penitente y directivo de la cofradía de la Ultima Cena, ¿podía imaginar una honra más grande que la de ser incluido entre los comensales? Cada rasgo, la actitud entera del santo evangelista, era de una fidelidad portentosa, salvo la barba, que el Mateo de carne y hueso no llevaba, aunque parece que estuvo a punto de dejársela, lo cual habría sido un atrevimiento inconcebible en aquellos años de bigotes finos y caras rasuradas. La sastrería estaba casi enfrente de su portal de zapatero, pero el sastre agraviado, cuando se cruzaba con él por la otra acera, bajaba la cabeza o miraba hacia otro lado, la cara más verdosa y la nariz más semítica que nunca, y a Mateo, como a tantos otros, le entraba tal gana de reír que se tapaba la boca para aguantarse, y se le ponían colorados los carrillos, más propios de un muñecón de falla valenciana que de la imagen piadosa de un evangelista.
Con un sobresalto de alegría vi en medio de la ciudad hostil esa cara venida de mi infancia, vinculada a los recuerdos más dulces de mi ciudad y de mi vida. De niño mi madre me mandaba muchas veces al portal de Mateo Zapatón, que sin conocerme de nada solía darme una palmadita en la cara y me llamaba «sacristán». «Vaya, sacristán, poco te han durado esta vez las medias suelas»; «Dile a tu madre que no tengo cambio, sacristán, que ya me pagará ella cuando venga». El portal era muy alto y estrecho, casi como un armario, y estaba separado de la calle por una puerta de cristales, que Mateo sólo cerraba en los días más rigurosos de invierno. Todo el espacio disponible, incluidos los laterales del cajón que usaba como mesa de trabajo y mostrador, estaba cubierto de carteles de toros y de Semana Santa, las dos pasiones del maestro zapatero: carteles pegados con engrudo, ya amarillos por los años, superpuestos algunos encima de los otros, anuncios de corridas celebradas a principios de siglo o en la feria del año anterior, en una confusión de nombres, lugares y fechas que alimentaba la erudición charlatana de Mateo, casi siempre rodeado de contertulios, con un cigarro o una tachuela entre los labios, o las dos cosas a la vez, narrador incansable de faenas históricas y de anécdotas del mundo taurino, que él conocía muy de cerca, porque los presidentes de las corridas de toros solían pedirle que les hiciera oficiosamente de consejero o asesor. Se le quebraba la voz y los ojos se le llenaban de lágrimas cuando rememoraba ante sus contertulios la tarde de luto en que vio, desde una grada de sol de la plaza de Linares, cómo el toro Islero embestía a Manolete. «Que te va a coger, no te arrimes tanto», decía que le había gritado él desde su grada, y se inclinaba como si estuviese en la plaza y hacía bocina con las manos, poniendo una cara trágica de anticipación, viviendo otra vez el instante en que Manolete aún podía haberse salvado de la cornada homicida, «la cornada fatídica», como decía Godino al imitar el relato y los aspavientos del zapatero apasionado, del que siempre me prometía que iba a contarme una gran historia misteriosa, un secreto que sólo él conocía en sus detalles más picantes.
Me acerqué a Mateo en la plaza de Chueca y me miró con la misma sonrisa ancha y benévola con que recibía a los parroquianos y a los contertulios en su portal de remendón. Me emocionó pensar que me reconocía a pesar de los años y de todo lo que yo habría cambiado desde las últimas veces que nos viéramos. Reparé entonces en otra circunstancia casual que lo vinculaba a mis recuerdos más antiguos y lo convertía sin que él lo supiera en parte de mi vida infantil: en el portal contiguo al de Mateo Zapatón estaba la barbería a la que me llevaba mi padre, y en la que también se había pelado y afeitado siempre mi abuelo, la de Pepe Morillo, que fue quedándose vacía según iban muriendo los clientes más viejos y los jóvenes adoptaban la moda del pelo largo. Ahora su puerta está tan cerrada como la de Mateo Zapatón y la del sastre con la cara de Judas, y como la de tantas tiendas que había en la calle Real antes de que la gente se fuera olvidando poco a poco de pasear por ella, dejándola convertida, sobre todo de noche y en los días de lluvia, en una calle deshabitada y fantasma. Pero entonces la barbería de Pepe Morillo estaba tan animada como el portal de Mateo Zapatón, y muchas veces, en las tardes templadas de abril y mayo, los parroquianos de la una y de la otra sacaban sillas a la acera, y fumaban y conversaban en una sola tertulia, observados desde el otro lado de la calle, desde la penumbra de su taller vacío, por el sastre huraño que se frotaba las manos detrás del mostrador y hundía entre los hombros la cabeza cada vez más idéntica a la del Judas de la Santa Cena, el misántropo de cara verdosa y nariz ganchuda al que empujaba lentamente a la quiebra la irrupción irresistible de la ropa confeccionada en serie.
Mi padre me llevaba de la mano a la barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe Morillo me decía, «cierra bien los ojos», y era que iba a cortarme el flequillo recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él.
De todo eso me acordé como si volviera a vivirlo al ver de improviso a Mateo Zapatón en la plaza de Chueca, y también de algo más que hasta ese momento no supe que estaba en mi memoria: una vez, mientras guardaba turno leyendo un tebeo que mi padre acababa de comprarme, me dio sed y le pedí permiso a Pepe Morillo para beber agua. Me señaló un patio interior, pequeño y umbrío, al fondo de la barbería, tras una puerta de cristales y un pasillo oscuro. Cuando uno era niño los lugares remotos podían encontrarse a unos pocos pasos. Empujé la puerta, creo que un poco mareado, quizás empezaba a tener fiebre y por eso tenía tanta sed. Las baldosas eran blancas y grises, con flores rojizas en el centro, y resonaban al pisarlas. Sobre una repisa, en una esquina del patio diminuto, con plantas de grandes hojas que acentuaban la humedad, estaba el botijo, sobre una repisa cubierta con un paño de ganchillo, uno de aquellos botijos de invierno que había entonces, de cerámica policromada y vidriada, un botijo en forma de gallo, recordé con toda exactitud, de los que hacían los alfareros en la calle Valencia. Bebí y el agua tenía una consistencia de caldo y un sabor de fiebre. Volví por el pasillo y de pronto me vi perdido: no estaba en la barbería, sino en un sitio que tardé en identificar como el portal del zapatero, y a quien vi fue al apóstol San Mateo en carne y hueso, aunque con un mandil de cuero y no una túnica de cofrade o de santo, sin barba, con un puro chato y apagado en un lado de la boca y una tachuela en el otro. «Anda, sacristán, pero qué haces tú aquí, vaya susto que me has dado.»
Como aquella vez, ahora lo miraba y tampoco sabía qué decirle. De cerca era mucho más viejo y ya no se parecía al San Mateo inmutable de la Ultima Cena. Ni su mirada ni su sonrisa estaban dirigidas a mí: permanecieron idénticas cuando dije su nombre y adelanté la mano para saludarlo, cuando le conté torpe y embarulladamente quién era yo, y quise recordarle los nombres de mis padres y el apodo que en otros tiempos tenía mi familia. Apretando flojamente mi mano asentía y miraba hacia mí, aunque no daba la impresión de que estuviera viéndome, o concentrando en algo la atención de sus ojos, que hasta un momento antes me habían parecido observadores y vivaces. Más que ladeado, llevaba el sombrero torcido, como si se lo hubiera puesto de cualquier modo al salir de su casa, o con el desaliño de quien ya no se ve bien en los espejos. Le recordé que mi madre fue siempre parroquiana de su zapatería —entonces las tiendas tenían parroquianos, no clientes— y que mi padre, también muy aficionado a los toros, participó muchas veces en sus tertulias, y en las de la barbería contigua de Pepe Morillo, la que estaba comunicada con su portal por un patio interior. Mateo escuchaba esos nombres de personas y lugares con el gesto de quien no llega a acordarse del todo de algo muy lejano. Inclinaba la cabeza y sonreía, aunque también me pareció advertir en su cara una expresión de recelo o alarma, o de incredulidad, quizás temía que yo quisiera timarlo o atracarlo, como cualquiera de los maleantes que rondaban por las cercanías, que intercambiaban furtivamente cosas acuclillados en grupos junto a la entrada del metro. Yo tenía que irme, se me hacía muy tarde para una cita que ya quizás estaba fracasada de antemano, no había desayunado, tenía el coche aparcado en doble fila, y Mateo Zapatón seguía sujetando mi mano con distraída cordialidad y me sonreía con la boca entreabierta, con la mandíbula inferior un poco caída y un brillo de saliva en las comisuras de los labios.
—¿No se acuerda, maestro? —le dije—. Usted me llamaba siempre sacristán.
—Claro que sí hombre, cómo no —guiñó los ojos, se adelantó un poco hacia mí, y entonces me di cuenta de que ahora yo era más alto que él, me puso la otra mano en el hombro, como en una tentativa benévola de no defraudarme—. Sacristán.
Pero ni siquiera parecía que recordara el significado de esa palabra, que repitió de nuevo mientras seguía sujetándome la mano que yo ahora quería desprender, atrapado, angustiado por irme. Me aparté de él y siguió quieto, la mano de palma blanda y húmeda que había sujetado la mía aún ligeramente levantada, el sombrero con la pequeña pluma verde torcido sobre la frente, solo como un ciego en mitad de la plaza, sustentado sobre la gran peana de sus zapatones negros.
A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros. Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo que esperan que seamos, a actuar en cumplimiento de ciertos hábitos que nuestros actos anteriores han establecido, o de sospechas que nosotros no tenemos conciencia de haber despertado. Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo en nosotros, qué inventan o deciden que somos. Para quien se encuentra contigo en el tren de un país extranjero no eres más que un desconocido que sólo existe circunscrito al presente. Una mujer y un hombre se miran con una punzada de intriga y deseo al acomodarse el uno frente al otro en un tren: en ese momento están tan despojados de ayer y de mañana y de nombre como Adán y Eva al mirarse por primera vez en el Edén. Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga y tal vez procura no cruzar su mirada con la de los otros pasajeros que van entrando en el mismo vagón, alguno de los cuales lo examina con recelo y decide que debe de ser judío. Tiene las manos largas y pálidas, lee un libro o se queda ausente mirando por la ventanilla, de vez en cuando sufre un golpe de tos seca y se cubre la boca con un pañuelo blanco que desliza luego casi furtivamente en un bolsillo. Cuando el tren se acerca a la frontera recién inventada entre Checoslovaquia y Austria el hombre guarda el libro y busca con cierto nerviosismo sus documentos, y al llegar a la estación de Gmünd se asoma enseguida al andén, como esperando ver a alguien en la solitaria oscuridad de esa hora de la noche.