Sara estaba informada de la táctica de Álex, que consistía en venderle amor del falso a Cristina Vidal. Construyó para ella un romance a medida que transcurría entre constantes caricias y frases bonitas. Álex llevaba en la cartera una foto de su inexistente hermano pequeño, que vivía en un hospital de Barcelona. El hermano de Álex padecía una enfermedad que requería un complejo tratamiento. El drama del inexistente hermano enfermo ablandó el corazón de Cristina Vidal, que le daba a Álex, con frecuencia y pasmosa facilidad, altas sumas de dinero para ayudarle a costear el tratamiento. La necesidad había convertido a Álex en un estafador profesional.
—Me está dando mucho dinero —le contó Álex a Sara—. En breve desapareceré de su vida y volveré a la tuya, que es donde yo quiero vivir.
Eso sí lo decía muy en serio. Muchos decimos por decir que nos gustaría irnos al campo y vivir tranquilamente, sin las prisas que conlleva la vida en la ciudad. Álex Solsona lo había decidido. Había sido waterpolista profesional, gamberro vocacional, se había despertado en brazos de mujeres bellísimas y se acabó enamorando de una puta de lujo a tiempo parcial. Huyó de graves problemas en Barcelona para montarse un exilio de lujo en la ciudad más bonita de Brasil. Tras una vida cargada de literatura, Álex ya no quería más. A sus cuarenta y dos años, lo único que deseaba era tranquilidad absoluta, aburrirse con su mujer en algún pueblo perdido de algún rincón del mundo, un pueblo donde bastaran dos sueldos de media jornada para pagar un módico alquiler. Rompió con la necesidad de sentirse a cada instante dentro de una película. Al fin y al cabo, la vida iba en serio, no era ningún plató.
—Una vez encontremos un pueblo tranquilo y precioso, tal vez te pregunte si quieres tener un hijo —le dijo Álex a Sara.
—Suena a final feliz.
—A principio feliz, cariño. Desde luego, nuestro hijo no se aburrirá cuando le contemos nuestras vidas.
—Con las vidas que hemos llevado, mejor no contarle demasiado hasta que sea mayor de edad.
La batería del móvil de Sara se acabó antes que la conversación. Álex estuvo a punto de volver a llamarla para contarle el plan que había trazado para reencontrarse con ella solo unos días más tarde, pero el tiempo apremiaba. Antes de salir repasó su aspecto en la puerta del armario.
Caray, ese traje de Armani era sin duda el más elegante de su ropero.
Bajó en ascensor hasta el garaje. En la plaza 24 esperaba el flamante deportivo amarillo de Cristina. Sus relucientes zapatos italianos pisaban el triste suelo gris del segundo sótano del edificio. A pocos metros del coche pulsó el botón del mando a distancia que llevaba en su bolsillo para desconectar la alarma. Al sentarse al volante, su cara colonia y la tapicería de cuero se enzarzaron en una lucha sin cuartel por impregnar el ambiente. Puso la radio y activó el cierre centralizado; no se debe circular por Río con los pestillos abiertos. Antes de incorporarse a la calzada miró a ambos lados de la avenida, rebosante de coches. Uno de estos era el turismo de alquiler ocupado por los cuatro españoles que, solo unas horas después, iban a poner un trágico punto final a su vida.
—Míralo. Qué bien se vive con el dinero de los demás —se comentó en el coche.
—Síguelo. No vayamos a perderlo. Con lo que nos ha costado encontrarle.
El conductor desaparcó para incorporarse al denso tráfico. Tres coches le separaban del deportivo amarillo dentro del cual Álex Solsona tarareaba una canción de
Simply Red
.
—Ha girado a la derecha, Manolo —le dijeron al conductor.
—Lo he visto.
Solo cinco meses antes, Álex Solsona dormía en una pensión muy cercana a una favela que pudo pagar las primeras semanas con el poco dinero con el que aterrizó en Río y, posteriormente, con el salario de camarero en una empresa de
catering
.
—Servimos en las fiestas de los más ricos, Álex —le dijo el jefe de personal el día de la entrevista—. Tal vez, si eres muy simpático, una viuda decide adoptarte y te retira —bromeó.
—Haré lo imposible por conseguirlo —dijo Álex, estampando su rúbrica en el contrato.
A los dos meses de firmar le tocó servir en una fiesta celebrada en el chalé de un millonario. Acudió a esa fiesta la plana mayor del gobierno brasileño, con Lula a la cabeza. Entre los cerca de mil invitados que deambulaban por los jardines del chalé con trajes a medida y copa de cristal en mano destacaban otros brasileños ilustres como Paulo Coelho, Xuxa, Milton Nascimento, Ronaldo, varias
top models
o Pelé. También había personalidades de otros países. De España acudieron las dos infantas con sendos esposos. Berlusconi viajó desde Italia sin su mujer. Carlos Menem sí estuvo acompañado por su despampanante esposa, que llevaba un collar de diamantes no muy a juego con la prosperidad del país que su marido tan mal gobernó; desde California viajaron unos cuantos productores judíos y jóvenes viejas glorias cuyas carreras hacía años que habían entrado en barrena. Desde oriente habían volado unos cuantos jeques muy salidos que invitaban a todas las
top models
a pasar unos días en sus majestuosos palacios, y desde Japón, algunos ministros y un grupo de empresarios cuyas sonrisas escondían el amable lema japonés «los negocios son la guerra».
Entre el nutrido ejército de camareros, uniformados con camisa y americana de color blanco impoluto, se encontraba un tipo nacido en Vallcarca y huido a Brasil por problemas personales muy graves. Atendía detrás de una mesa sobre la que había un gran recipiente de cristal lleno de ponche. Los invitados se acercaban y él hundía un cucharón en el ponche para llenarles la copa. Fiel a su modus operandi, Álex Solsona se saltó las dos normas principales de la empresa: no dirigirse a los invitados si no eran ellos quienes le hablaban primero y no beber ni comer nada. Respecto a lo de comer no pudo saltarse la regla porque en su mesa solo había ponche. Lo de beber sí se lo saltó, y a buen ritmo. Según nos dijo Cristina Vidal en el interrogatorio, el ponche entraba muy bien.
—Y Álex estaba guapísimo —añadió—. Y bastante borracho.
Borracho o no, departía con cualquiera que se acercara a su mesa a por una copa, soliendo además caer en gracia. Entrada ya la madrugada, se acercó a su mesa una niña bien aburrida de tanto hijo pijo de amigos de papá. Iba a pedirle un ponche al camarero cuando este, mirándola, empezó a cantar
Garota de Ipanema
.
—Tu acento no es portugués —dijo Cristina—. ¿De dónde eres?
—De Vallcarca.
—¿Y dónde está eso?
—¿Ves esa estrella de ahí? —dijo Álex, señalando el cielo—. La que más brilla.
—Esa es Venus.
—Exacto. Venus. Nuestros vecinos y rivales. Vallcarca es la estrella que hay a la derecha de Venus. No somos tan conocidos, pero vivimos mejor.
En las conversaciones mantenidas en fiestas, el cómo se empiece es lo de menos. Se puede empezar con un desfasado «estudias o trabajas» o con una parida de padre y muy señor mío como la de Álex con el planeta Vallcarca. A los cinco minutos de charla, lo que importa ya no es cómo ha empezado, sino que la conversación ha alcanzado los cinco minutos de vida, lo que denota interés por ambas partes de seguir conversando.
—Él decía tonterías y yo me reía —recordaba Cristina.
—En esos momentos —me contaría después Sara— él no se planteó sacarle ni un céntimo a esa niña bien, inspector. Estaba borracho, tenía problemas y su trabajo como camarero le repateaba el ego. Lo único que pensó esa noche fue en mandarlo todo a la mierda, seguir emborrachándose y, si además echaba un polvo con una pija monísima, pues tanto mejor. La historia del hermano enfermo y el amor postizo vino después.
—Estoy muy a gusto hablando contigo —le dijo Álex a Cristina llenando dos copas más de ponche, una para cada uno—. Eres lo mejor que me ha ocurrido desde que he llegado a Río.
—Quizás es que llevas poco tiempo.
—Detecto problemas de autoestima.
Y siguieron charlando. Ella con la copa de ponche en la mano. Él la tenía escondida detrás de una cubitera. En lugar de seguir atendiendo a otros invitados, como le sugerían sus compañeros que hiciese para evitarse problemas, Álex siguió bebiendo a escondidas y diciendo tonterías que hacían reír a Cristina.
—Es una pena que tengas que trabajar esta noche —le soltó ella—. La orquesta contratada lo está haciendo muy bien.
—Tienes razón, es una pena… pero podemos arreglarlo. ¿Por qué no me esperas junto a la piscina? Iré a buscarte en unos minutos y me enseñarás a bailar.
—No te creo. Además, si lo hicieras perderías tu empleo.
—Algo me dice que tengo más a perder si te pierdo la pista.
Cristina esperó sentada en el trampolín de la piscina iluminada por focos acuáticos, desde donde veía el tumulto de invitados que bailaba al son de una animada orquesta compuesta por varios mulatos ataviados con camisas rosas y pantalones blancos. Arropaban al cantante siete músicos y un par de mulatas ligeras de ropa que salían de vez en cuando al escenario a mover las nalgas a toda leche. Políticos, jeques, infantas y japoneses no bailaban. Los que perdían el control a los pies del escenario eran gente de la moda, del deporte, del cine o millonarios anónimos muy bien relacionados. Cristina Vidal no salía de su asombro cuando vio al simpático camarero del planeta Vallcarca arriesgando su puesto de trabajo para estar con ella. Álex se había sacado la camisa por fuera del pantalón y sustrajo un jersey que se anudó al cuello para que las mangas taparan el bolsillo de la camisa, donde estaba impreso el logotipo de la empresa de
catering
.
—Tendrás que ir tú a por las copas —le dijo Álex—. A mí pueden reconocerme.
Bailaron tres canciones y a la cuarta se besaron. Los años pasaban sin hacer mella en la capacidad de seducir de aquel pájaro cuarentón.
—Vamos a tu casa —propuso Álex.
—Vivo con mis padres. Vayamos a la tuya.
—Vivo en un barrio muy inseguro. Te matarían por quedarse con tus zapatos.
—Vayamos a un hotel —dijo ella, besándole apasionadamente.
—No puedo pagar un hotel.
—Yo sí.
Se alejaron del baile y cruzaron el jardín repleto de personalidades. Más de uno reparó en el rostro de Álex; ¿dónde le habían visto antes?, se preguntaban con un vaso de ponche en la mano. Cristina, que había llegado a la fiesta en el coche de una amiga, tuvo que conseguir un chófer, lo que en aquel ambiente tan selecto era tan fácil de conseguir como un vaso de agua. Solo tuvo que pedírselo a una componente del equipo de organización, una mujer joven vestida con traje negro, pinganillo en la oreja y micro en el ojal. Cinco minutos después, un guardaespaldas armado salía de la puerta del copiloto de un Volvo blindado y les abría la puerta de detrás a Cristina y Álex.
Álex Solsona seguía siendo el rey. Llegó a la fiesta en un autocar lleno de camareros y la abandonaba en un Volvo con chófer, guardaespaldas y una chica guapísima de facciones armoniosas que, además, resultaba ser la hija de uno de los tipos más ricos de Brasil. Por si todo esto no fuera suficiente, la niña bien empezó a masturbar a Álex en el mismo Volvo tras indicarle al chófer que iban a un cinco estrellas.
A la mañana siguiente, Álex se levantó con una resaca como hacía años que no tenía. Abrió los ojos, se incorporó y echó un vistazo a lo que había a su alrededor. Estaba en la suite principal de uno de los mejores hoteles de Río. A su lado, desnuda y boca arriba, dormía la mona una brasileña diecinueve años más joven que él. Álex se levantó de la cama y, al segundo paso, tropezó con la cubitera. La botella de champán, vacía, rodó por la moqueta hasta topar con la pata de un escritorio. El agua en que se habían transformado los cubitos derretidos dibujó una extraña forma en la moqueta. Solsona levantó la cubitera y comprobó que la chica seguía profundamente dormida sobre la cama. Observó que había una copa de cristal demasiado cerca de uno de los pies de Cristina y se apresuró a sacarla de la cama para evitar un posible corte. La dejó sobre la mesilla, junto a la otra copa. Luego abrió la puerta de la terraza y caminó desnudo por un pequeño e inesperado jardín, provisto de jacuzzi y piscina de ocho metros, alrededor de la cual habían dispuestas dos tumbonas y un balancín de cojines amarillos con capacidad para tres personas. Se tiró de cabeza a la piscina y buceó los ocho metros. Ya en el otro extremo, se impulsó con los brazos para salir del agua y seguir caminando hasta la barandilla que marcaba el final de la terraza. Desde allí vio cómo el sol se recogía en el horizonte. La luna pedía paso. El atardecer ofrece la mejor luz para contemplar cualquier paisaje. Solsona contempló el Pan de Azúcar y el Corcovado, con el Cristo Redentor encaramado a su cima. Fijó después su atención en las aguas del atlántico, al otro lado del cual empezaba la vieja Europa. La carne se le puso de gallina, no por la belleza de un bucólico paisaje que invitaba a la nostalgia, sino porque estaba mojado en lo más alto de un edificio y a cada segundo que permanecía allí el frío pegaba más fuerte.
Volvió a entrar en la suite, donde Cristina seguía durmiendo a pierna suelta. El alcohol ingerido la noche anterior había causado un cortocircuito en su memoria y apenas era capaz de recordar algunas imágenes: la llegada al hotel, Cristina paseándose desnuda por la habitación con una copa de champán en la mano, sus manos arrancándole el tanga naranja, ella comiéndole los pezones dentro de la bañera rebosante de espuma…
Un ruido al otro lado de la puerta llamó su atención. Le pareció oír unas voces. Cristina cambió de postura, pero siguió durmiendo. Álex oyó un ruido que procedía claramente de la cerradura. En un hotel de tan alta categoría el servicio de habitaciones no entraría sin llamar antes. El pomo empezó a girar lentamente y Álex corrió hacia la puerta, que alguien ya estaba abriendo muy lentamente. Álex tiró del pomo y, de pronto, una mano grande le cayó encima, apretándole la cara. Intentó zafarse en vano: en un santiamén tenía la nariz pegada en la moqueta, una mano sujetándolo por la nuca, otra mano torciéndole el brazo a su espalda y una rodilla presionándole una nalga. Quien le estaba inmovilizando no era la primera vez que hacía esa llave. Oyó pasos y voces. Gritó para alertar a Cristina.
—¿Estás bien? —oyó que preguntaba una voz.
—Claro, ¿qué está pasando? —oyó decir a Cristina, que un segundo después gritó—: ¡Dejadle, es amigo mío!