—No puedo aceptarlo, cariño, ya me has dado suficiente dinero —le dijo Álex, girando el volante a la derecha.
—Es para tu hermano. Y para ti.
—Son mis problemas, no tienes por qué hacerte cargo.
—Ya lo sé. Lo hago porque quiero. Y porque te quiero.
Cristina abrió la guantera para guardar el sobre. Al querer cerrarla, no pudo. De reojo, Solsona miraba cómo las manos de Cristina empujaban la puerta de la guantera, que se resistía.
—Tranquila, déjalo sobre el asiento trasero.
Haciendo oídos sordos, Cristina Vidal empezó a sacar todo tipo de papeles de la guantera. Solsona se puso nervioso, pero disimuló. En aquella guantera había, escondidos entre la documentación del coche, dos billetes de avión que, aquella misma tarde, antes de pasar a buscarla para ir a cenar al club de tenis, Álex compró en una agencia de viajes. Uno a su nombre; el otro a nombre de una mujer que no era Cristina. 1 de enero de 2005. Air France. París-Atenas.
—Si lo ordeno bien, podré cerrarla —dijo Cristina.
Varios papeles se le cayeron al suelo, entre ellos el seguro del coche. Entre los papeles del seguro estaban los dos billetes de avión. Álex conducía más pendiente de los papeles que había entre los pies descalzos de Cristina, liberados de unos zapatos carísimos que le hacían roce en el empeine, que de las señales de tráfico. Distinguió el borde de uno de los billetes y se temió lo peor. Empezó a tejer a toda máquina con su inagotable imaginación una mentira que sonara lo más verdadera posible. Cristina se agachó para recoger lo que se le había caído. Tal vez de no haber centrado la mayor parte de su atención en lo que Cristina pudiera o no encontrar, Solsona podría haber visto en el retrovisor los faros de un Nissan en el que cuatro españoles le llevaban siguiendo desde que salió del garaje del aparthotel. Le seguían a bastantes metros de distancia, ya que por el exclusivo barrio donde vivía la familia Vidal, repleto de mansiones a cual más lujosa, apenas circulaban coches. Álex le daba conversación a Cristina, que alineaba los papeles de forma que ninguno sobresaliera. Los billetes de avión volvieron a camuflarse entre la relación de coberturas de una póliza a todo riesgo. Cristina lo introdujo todo de nuevo en la guantera e intentó cerrar, lo que no logró en un primer intento; la maldita guantera seguía resistiéndose. Finalmente, Cristina presionó con más fuerza y el ruido del cerrojo al encajar tranquilizó por fin a Álex.
—No los vayas a olvidar —le dijo Cristina, refiriéndose al dinero.
—No los olvidaré —dijo él, refiriéndose al dinero, sí, y a los billetes también.
Al llegar a la mansión de los Vidal, dos vigilantes armados se pusieron frente al coche; un tercer vigilante se situó rápidamente detrás del vehículo, apuntando al cristal trasero con el rifle. Al reconocer a Cristina, la saludaron. La verja se abrió automáticamente.
El vigilante que estaba detrás del coche bajó su rifle y acto seguido se giró hacia la calzada. Le llamó la atención un coche japonés de gama simple que circulaba a velocidad muy reducida. El vigilante mantuvo bien visible el rifle en su mano, sin apuntar al turismo japonés pero con el dedo en el gatillo. Los cuatro ocupantes del vehículo dirigieron la mirada a la puerta de la mansión ignorando que estaban en el punto de mira de dos francotiradores de élite ocultos entre las copas de dos árboles del jardín muy próximos a la entrada. Sin aumentar la velocidad, el coche siguió su camino y se alejó de la mansión bajo la atenta mirada del vigilante, que permanecía detrás del coche de Solsona. Cogió el transmisor de su cinto e informó a sus compañeros de que acababa de ver un vehículo sospechoso merodeando por la casa.
—Lo hemos visto —le contestaron.
El jefe de seguridad dio la orden: si el vehículo sospechoso volvía a pasar por delante de la mansión de los Vidal, se le abordaba sin contemplaciones.
Ajeno a ello, el conductor del Nissan la emprendió a puñetazos con el volante. Solo un kilómetro atrás todo parecía ponerse de cara: la calle desierta, Solsona solo en compañía de una mujer joven… Habían planeado esperar a que se detuviera, bajar todos menos el conductor, agarrar a Álex de donde hiciera falta y meterle en el coche, pero la inesperada puesta en escena de los vigilantes armados arruinó por completo el plan.
—Tranquilo, Manolo —le dijo otro de los ocupantes, tratando de calmarle—. Ya le cazaremos.
Cristina y Solsona, todavía dentro del coche, se daban los últimos besos de despedida al amparo de la intimidad que los vigilantes les habían concedido.
—Espero que seas el hombre de mi vida —le dijo ella.
—Yo también lo espero —mintió él de forma vil.
Carantoñas, caricias, besos y hasta mañana si algún Dios quiere, que no iba a ser el caso. Bajo el sonido del motor encendido, Cristina salió del coche con los zapatos en la mano. Se giró para mandarle un beso, soplando para asegurarse de que el beso atravesara el parabrisas y se estampara en la mejilla de Álex. Él respondió haciéndole luces. La verja automática se empezó a cerrar. Álex sacó del cajón que había en la puerta del coche una petaca y bebió un sorbo largo de vodka que le provocó una sacudida de cabeza. Vio cómo, al otro lado de la verja, Cristina subía al coche eléctrico con el que, junto a dos vigilantes, cruzaría el jardín. Solsona imitó el gesto de Cristina: se besó los dedos, estiró la mano y sopló.
—Gracias por la pasta, niña pija —dijo—. Y hasta nunca.
Sintonizó una samba en la radio y circuló calle abajo en dirección al centro de la ciudad. Puso la petaca entre sus piernas para poder seguir bebiendo vodka durante el trayecto. Sin dejar de conducir, alargó la mano derecha para extraer de la guantera el sobre que había depositado Cristina. Conducía, silbaba, se emborrachaba y contaba el dinero. Demasiadas cosas a la vez como para percatarse además de que un turismo japonés le seguía de nuevo, esta vez con los faros apagados, por la zona residencial.
—Acelera —le decían a Manolo—, córtale el paso, salimos y nos lo llevamos. Esto es un desierto.
Manolo dudó. Creía que era mejor esperar a que Álex Solsona se detuviera. Amador y Rocky eran partidarios de cortarle el paso antes de que llegara a una zona más transitada para evitar ver aumentadas las posibilidades de perderle o de que entrara en algún aparcamiento privado donde ellos no pudieran acceder. Moisés se alineó con Manolo, esgrimiendo que cortarle el paso podía provocar una colisión que dañara los dos coches, dejándolos tirados en aquel barrio más bien inhóspito para todo aquel que no fuera propietario de uno de los tantos chalés con piscina.
Ajena a sus perseguidores, la liebre celebraba que en el último sobre que le daba Cristina hubiera más de ocho mil dólares en billetes grandes y pequeños. Los números eran escandalosamente evidentes: tomarle el pelo a la hija de los Vidal le había salido a Solsona mucho más rentable que haberse quedado en la empresa de
catering
sirviendo ponche o canapés. Y sin tener que madrugar ni un solo día. Daba vértigo calcular lo que podría sacarse si alargaba aquella farsa uno o dos años. Pero no; necesitaba borrarse del mapa. Primero, porque el corazón le pedía reunirse con la mujer a la que de verdad amaba; y segundo, porque sería muy peligroso que algún día Cristina descubriera las intenciones de Álex y se las explicara a su papá, quien tasaría la cabeza de Álex a un precio bajo pero suficientemente interesante para que sicarios en oferta o principiantes del mundo criminal se interesaran por el trabajo.
A Álex Solsona solo le quedaba una cosa por hacer en Brasil: huir. Tenía que pasar por su apartamento, coger el pasaporte, hacerse una maleta con lo estrictamente necesario, ir al aeropuerto y subir al primer avión que le llevara a París, donde, gracias al dinero que le había dado Cristina, podría alquilar un apartamento en Montparnasse, en el que se instalaría las últimas seis semanas de 2004. Sara se reuniría con Álex en París y celebrarían el año nuevo en algún restaurante cercano al Sena. El día 1 de enero volarían hasta Grecia para empezar una nueva vida juntos en algún pueblo tranquilo situado en una de sus islas.
Borracho y excitado, pisó el acelerador más de lo conveniente por las calles de Río de Janeiro, esquivando a coches cuyos conductores le recriminaban con el claxon su conducción temeraria. En el coche japonés, los perseguidores españoles se liaban a gritos en una discusión sobre si había sido o no buena idea no haberle abordado en la zona residencial.
—Creo que nos ha descubierto —dijo Rocky—. Corre así para perdernos de vista.
—Es imposible —replicaba Moisés—, siempre hemos mantenido una distancia prudente.
Manolo apenas gritaba: tenía los cinco sentidos puestos en no perder de vista al flamante deportivo, que avanzaba en constante zigzag. El color amarillo ayudaba a distinguirle de entre los demás coches. Manolo le vio girar por una avenida a dos calles de donde se encontraban ellos.
—¡Ha girado a la derecha! —gritó Rocky.
—Ya lo sé, coño —dijo Manolo.
Manolo aceleró y cambió bruscamente de carril, cortándole el paso a una furgoneta que frenó bruscamente para no embestirles. Doblaron la misma esquina que segundos antes había doblado Solsona, pero ellos la doblaron saltándose una luz roja.
—¿Dónde está? —preguntó Moisés.
—Le hemos perdido —dijo Rocky.
—Sigue recto, Manolo —propuso Amador.
Los cuatro miraban hacia todos lados esperando encontrar el coche amarillo. Manolo aceleraba en pos de divisar el coche de Solsona en el horizonte de aquella calle bien iluminada y bastante transitada.
—¡Ahí está! —gritó Moisés—. ¡Frena, Manolo!
Manolo frenó en medio de la calzada, obligando a frenar bruscamente a la misma furgoneta que unos metros antes casi se los llevó por delante. Los neumáticos de la furgoneta chirriaron sobre el asfalto llamando la atención de Solsona.
—La gente no sabe conducir —dijo Álex.
Acababa de aparcar el coche. Desde la acera, usó el mando a distancia para cerrar las puertas del coche y activar la alarma. Caminó unos metros y cruzó la puerta negra de un puticlub. Había pensado en despedirse de Brasil montándose una fiesta a lo grande. Después iría al apartamento. Y luego, a Europa.
El fornido conductor de la furgoneta, cansado de que el conductor del japonés que había hecho dos maniobras peligrosas seguidas no hiciera caso de los cláxones de toda la cola que estaba formando al mantenerse parado en medio del carril, se apeó y se puso frente a la ventanilla del coche. Golpeó el techo con el puño, increpando a su conductor. Moisés, en condiciones normales, hubiera salido del coche y le hubiera abierto la cabeza a puñetazos. El conductor de la furgoneta era corpulento, pero Moisés más, y Rocky, sentado a su lado en el asiento trasero, daba miedo. Los dos sabían hacer daño, pero no estaban por la labor de salir a pegarse en plena calle de Río. Habían venido de España únicamente a por Solsona, y llamar la atención era lo que menos les convenía. Los cuatro habían visto entrar a Álex en el puticlub. El tipo de la furgoneta seguía gritando al otro lado de la ventanilla, el concierto de cláxones persistía y los cuatro que lo habían provocado, como si la cosa no fuera con ellos, debatían si era mejor entrar en el puticlub o esperar a que Álex saliera.
El camarero negro vestía con la que era su indumentaria habitual detrás de la barra: una camiseta de tirantes y un pañuelo en la cabeza. Sonaba música desalmada de sintetizador. Una manada de chicas ligeras de ropa y de muy corta edad salió de entre la oscuridad del local y rodeó a Álex. Tiraron suavemente de su traje beige de Armani para llevárselo a los sofás, donde tratarían de ponerle cachondo para que le entraran ganas de follar. La que Álex eligiera se quedaba con el 30% del servicio. El 70% era para el camarero cachas.
—¡Un momento! —dijo Álex, levantando el brazo.
Las chicas, haciendo caso omiso a sus palabras, siguieron tirando del traje de Solsona, que iba apartando suavemente todas las manos que se agarraban a lo largo y ancho de su americana. No daba abasto. Contó con la mirada a cuantas le rodeaban; eran ocho.
—Me iré a la cama con las ocho —les dijo.
Al segundo de espetar lo que parecía una fanfarronada, las chicas dejaron de agobiarle y se miraron entre sí, desconcertadas, preguntándose si aquel gallego era solo un chulo o estaba realmente loco.
—No pida cosas que no podrá pagar —dijo el negro a sus espaldas—. Puede causarle mucha frustración.
Álex se giró. El vodka de la petaca había invocado al gamberro que habitaba en algún rincón de su alma.
—¿Cuánto vale cada una? —le preguntó al negro—. En dólares —matizó Álex—. Solo llevo dólares.
—Si te llevas ocho te las dejo todas a mil dólares la hora.
Sin pensárselo dos veces, Álex sacó de su bolsillo un fajo de billetes que hizo babear al negro y puso sobre la barra, billete a billete, los mil dólares. El camarero se dispuso a cogerlos, pero Álex colocó las manos sobre los billetes. Se miraron fijamente.
—Antes, tres condiciones —dijo Álex—. Primero, cambia de música. Segundo, quítate la camiseta. Tercero, dime cómo te llamas. —Ante la mirada desafiante del negro, Álex añadió—: O el mejor cliente de la polvorienta historia de este antro se va a gastar sus dólares a la competencia.
Mil dólares en una hora era demasiado buen negocio como para permitir que el orgullo lo estropeara, así que Julio César le siguió el juego a Solsona.
—Me llamo Julio César. ¿Qué música quieres? ¿Y por qué quieres que me quite la camiseta?
—Cualquier música que suene a música. Y quiero que te la quites porque lo puedo pagar. Quítatela.
El negro con nombre de emperador se quitó la camiseta, dejando al aire dos perfectos pectorales sobre los que descansaba la cadena con las dos placas de plata.
—¿He de meterme el dedo en el culo, o algo por el estilo? —preguntó Julio César.
—De momento no, pero cuidado con las ideas que des, podrían gustarme.
—Ahora suelta la pasta.
Álex cogió la mitad de los dólares y se los guardó en el bolsillo de la americana, dejando sobre la barra los otros quinientos.
—El resto te lo daré cuando me vaya.
—Los servicios de las niñas se pagan por adelantado.
—No al mejor cliente que has tenido jamás, Julio César. Ahora pon música de verdad, y luego súbenos a la habitación dos botellas de champán y nueve copas de cristal. Y sin camiseta, lógicamente. ¿Vamos, nenas?