—¿Es su hija? —pregunté.
—No —respondió Ramos, demostrando que se sabía la película de memoria—. Ariza está casado en segundas nupcias. De su primer matrimonio tuvo dos hijos. Del segundo, ninguno. Vive con su mujer, que no es esta monada.
La foto de Olivia se redujo y Molinos la colocó justo debajo de la foto de Ariza. Cliqueó luego sobre otro número de teléfono y apareció en el espacio de la pantalla que antes ocupaba el dulce rostro de Olivia la fotografía de una mujer madura. No tenía los ojos de gata de Olivia, a la que casi doblaba la edad, pero era también una mujer muy atractiva.
—Esta es la mujer de Ariza —me dijo Molinos—. Es guapa, o al menos supo elegir una buena foto para su DNI, expedido el 2 de julio…
—Molinos —le recriminó Varona—, ¿es que nunca piensas aprender a diferenciar entre información importante y detalles ridículos?
Bostecé sin taparme la boca. Había confianza como para no tener que disimular el sueño. Los ojos se me humedecieron. Otra vez el
jet lag
pasando factura.
—Capitán, podemos prácticamente asegurar que Ariza tiene una amante. Las llamadas a su mujer son solo ocho en tres semanas, mientras que a Olivia la llama dos veces cada día…
—Me da igual, Molinos, me da igual —le espetó Varona, haciendo aspavientos—, no somos un programa del corazón, no nos dedicamos a cazar maridos infieles. Elimine esa foto y la de la niña ahora mismo.
Molinos, resignado, cliqueó sobre la foto, que se colocó justo debajo de la de Olivia. A Varona no le pareció suficiente y le ordenó a Molinos que las hiciera desaparecer de la pantalla.
—Lo siento, capitán, pero no puedo. He diseñado esta presentación para que las fotos permanezcan a un lado de la pantalla. Si ahora intento eliminar algo, el programa puede colgarse. Además, puede que no nos interese saber quiénes son, pero el número de llamadas que realiza el sabueso parecen indicar algo. —Molinos empezó a teclear. A su lado, Varona se armaba de paciencia—. Observen, señores.
La lista de los teléfonos desapareció unos segundos. Cuando volvió a aparecer, cada teléfono tenía a su lado un número entre paréntesis que, según explicó Molinos, indicaba el número de veces que Ariza había llamado. El teléfono al que más veces había llamado, cómo no, era el de Olivia. El tercero era el de su despacho. El cuarto, el de su esposa. ¿Y de quién era el segundo?
—De este cabrón de aquí. —Cliqueando sobre el teléfono en cuestión, apareció en pantalla la foto de un tipo de papada prominente y mirada amarga. Cuarenta y siete años. De nombre, Manuel Ferrer Quiles.
—Tiene un bar de menús —dijo Ramos—. Se llama El Rincón de Manolo y Loli. El bar funciona bien, pero recientemente lo hipotecó. Parece ser que necesitaba mucho dinero, aún no sabemos para qué.
—¿Ya sabemos qué relación hay entre Ferrer y Ariza? —pregunté un segundo antes de volver a bostezar.
—Ramos, por favor, tráenos unos cafés bien cargados —ordenó Varona—. Mi inspector favorito se me va a quedar dormido.
—Lo siento, capitán, pero entienda que mientras ustedes dormían plácidamente en sus camas, yo tenía la espalda empotrada en un asiento de avión.
—Yo tampoco he dormido, Prats —dijo Molinos. Señalando el monitor, añadió—: Este puzle no se ha hecho solo.
Ramos tardó casi diez minutos en volver al despacho con cuatro cafés de máquina que traía en una pequeña bandeja. El aroma de ese asqueroso café pateó mis ganas de dormir. Su sabor era horrible, pero su efecto contundente. De haberle echado un poco en la boca a Solsona, tal vez le hubiéramos resucitado y podría habernos contado él mismo quién diablos lo mató.
—A tu pregunta de antes —me dijo Molinos— no podemos contestar a ciencia cierta. En principio, es de suponer que su única relación sea de cliente-detective. Pero hay un detalle que te va a encantar, Prats: Manuel Ferrer también ha estado en Río de Janeiro dos veces, en agosto y en noviembre.
—Lo dicho —dijo Varona—: un caso muy fácil.
—¿Tenemos los movimientos del señor de los menús en Río? —pregunté sorprendido.
Molinos tecleó y la pantalla se fue llenando de palabras hasta formar un texto de tres párrafos. Me acerqué un poco al monitor para leer mejor. Manuel Ferrer Quiles tomó un vuelo la madrugada del 13 de noviembre de 2004 en el aeropuerto de Barcelona. Un vuelo directo a Río de Janeiro. Sin ninguna escala. Qué envidia me dio; yo había hecho escala en Fiumicino. El mismo día que Ferrer aterrizaba en Río de Janeiro, Tomás Ariza la abandonaba. Solo cuatro días después, el miércoles 17, hacia las 23.45 hora brasileña, asesinaron a Álex Solsona.
—¿Sabes cuándo abandonó Río de Janeiro Manuel Ferrer? —me preguntó Molinos, que contestó a su propia pregunta—: Exactamente nueve horas después de la muerte de Solsona, siempre y cuando demos por sentado que el forense de Río acertó al calcular las horas que Solsona llevaba muerto.
—Era un tío preparado —dije en defensa del doctor Machado.
Apareció en el monitor un mapamundi. Un punto rojo se iluminó sobre Río de Janeiro y de él surgió una línea del mismo color que se estiró, se estiró, se estiró y se estiró por encima del Atlántico. En la parte inferior de la pantalla se podía leer el número de vuelo, fecha, hora, compañía aérea, y el asiento que ocupó Manuel Ferrer. Lo fácil era pensar que se dirigía a Barcelona, pero conforme se acercaba a Europa observé que iba bastante más al sur: a Casablanca.
—¿Qué hizo este tío en Marruecos? —pregunté tras un sorbo de café.
Mi móvil recibió un sms. No miré de quién se trataba para evitar la recriminación de Varona, pero supuse que era Silvia.
—Haces la pregunta perfecta, Prats —me dijo Molinos—. Manuel Ferrer estuvo treinta horas en Casablanca y no hizo nada.
—Pues treinta horas dan para algo más —dije.
—Interpol lo ha confirmado hace menos de una hora: en Casablanca solo utilizó la tarjeta de crédito para sacar dinero de un cajero del aeropuerto, donde permaneció treinta horas.
—Es una fuga —sentenció Varona—. Él no iba a Casablanca, solo escapaba de Río. Se subió al primer avión que despegó. Todo lo que tenía que hacer en Casablanca era esperar un avión que le llevara a Barcelona.
—¿Había más españoles en el vuelo de Río a Casablanca? —pregunté.
—Ni uno —respondió Molinos—. Ya hemos pensado en ello. Ni un español, Prats.
—El forense carioca asegura que en el asesinato participaron como mínimo dos personas.
—Los detendremos a todos —dijo Varona—. Estén donde estén.
Ya teníamos por dónde empezar. Había agentes siguiendo a Manuel Ferrer y al detective Tomás Ariza, al que había que seguir con sumo cuidado porque los buenos sabuesos tienen desarrollado un sexto sentido que les avisa cuando les están dando de su propia medicina. Se había solicitado a los aeropuertos de Barcelona y Río de Janeiro grabaciones de sus instalaciones registradas los días que Manuel Ferrer embarcó y aterrizó en ellos. A Marruecos, por el momento, no se le pedía nada. Las relaciones entre España y Marruecos suelen ser complicadas. Paralelamente a lo que nosotros pudiéramos averiguar en Barcelona, en Río, Bastos y Charly Cavaleiro intentarían seguir el rastro que Manuel Ferrer hubiera dejado. Nada más empezar a investigar, nuestros colegas de Río se sorprendieron de que Ferrer no utilizara su tarjeta de crédito en suelo brasileño, algo inusual en un turista que, a buen seguro, llegó a Río advertido de la inseguridad que gobernaba en las calles de la ciudad. Los únicos documentos que acreditaban su estancia en Río eran el pasaje de avión, una habitación de hotel y el contrato de un vehículo de alquiler cuya fianza depositó en metálico. Bastos hizo recopilar material registrado por las cámaras de varios establecimientos, esperando encontrar alguna imagen reconocible de Ferrer en compañía de alguien. Era un trabajo monótono que Bastos le ordenó llevar a cabo a algún subordinado. Mi apreciado homólogo tenía problemas más serios en el terreno sentimental y un as en la manga: si no se lograba demostrar que Ferrer estaba implicado en la muerte de Solsona, se le colgaba el muerto al negro del burdel.
—Lo que sí que es vital, y lo vais a hacer Ramos y tú —Varona me señaló—, es empezar a remover el entorno de Álex Solsona en Barcelona. ¿Tenía algún problema? ¿Enemigos? ¿Por qué se largó a Brasil? ¿Tenía amigos o familia en Río de Janeiro? Se acabó la tecnología, ahora hay que dar paso a la psicología para llegar hasta el fondo del contenedor, a ver qué encontramos.
—Una vez —contó Ramos—, un viejo, en un bar, me dijo que había dos clases de personas: las que trabajan y las que dan trabajo. Solsona debía de ser de los segundos.
—Desde luego a mí me lo está dando —sentencié.
—Prats —dijo Varona—, vete a casa y duerme un poco. Y quítate esa barba, no quiero a nadie en mi equipo que me recuerde a Robinson Crusoe. Ah, y antes de irte pasa por contabilidad, tienes que justificar lo que te has gastado en Río. Señores, quiero celeridad.
Interpretando libremente la celeridad exigida por mi jefe, quedé con Ramos en que empezaríamos a investigar al día siguiente. Había comprobado que el sms era de Silvia («stas x bcn?») y me apetecía mucho verla. La llamé al trabajo. Silvia trabajaba en el Gabinete de Prensa del presidente de Catalunya, un trabajo algo estresante, sueldo más que aceptable y dos horas para comer. Le propuse comer juntos.
—Me va bien. ¿Dónde quedamos?
Me vino la idea de forma tan repentina que, con el cansancio que arrastraba, no fui capaz de esquivarla: la cité en el bar de Manuel Ferrer, El Rincón de Manolo y Loli, ubicado en la calle Trafalgar, no demasiado lejos del trabajo de Silvia.
Cuando bajaba del taxi que me dejó delante de casa sonó mi móvil. Un número encabezado por un prefijo internacional. Escuchar la voz de Charly Cavaleiro a través del teléfono mientras entraba en el portal de mi casa me parecía surrealismo en estado puro.
—¿Cómo va, Charly?
—Adivine lo que tengo en mis manos…
—Por lo poco que le he tratado, diría que a una mujer.
—Su maleta. Alitalia nos la ha hecho llegar a comisaría.
Me la enviaban a Barcelona, a la comisaría. Entré en el edificio departiendo con Charly. Fui con el móvil pegado a la oreja hasta el buzón, empachado de publicidad. Saludé al conserje con la mano llena de correo comercial y me dirigí al ascensor, que me elevó hasta la tercera planta, donde había ni más ni menos que diez puertas. Mi apartamento era la número siete. Mientras abría las persianas, Charly me explicó que estaban siguiendo los movimientos de Manuel Ferrer. También me informó de que a Julio César, el negro del burdel, la poli le estaba dando de hostias a diario, pero el tío seguía asegurando que a Solsona no lo mató, que solo le había echado de su local.
—Salude a Bastos de mi parte —dije antes de colgar. Dejé el teléfono sobre la mesa del comedor y susurré—: Cómo se enrolla el mulato de los cojones…
La mujer de la limpieza había venido el sábado por la mañana y había eliminado hasta el último rastro de la precipitación con la que había salido hacia el aeropuerto demasiado justo de tiempo. Cogí una cinta métrica y tomé medidas de las cuatro botellas de alcohol que tenía en el mueble bar. Mis sospechas eran ciertas: la mujer de la limpieza se me estaba puliendo el vodka. Decidí pasarlo por alto. Al fin y al cabo, la filipina limpiaba tan a fondo que parecía vocacional, y ordenaba de tal modo que yo siempre encontraba lo que buscaba. No se quejó nunca de la miseria que le pagaba ni de que no me acordara nunca de cumplir mi promesa de hablar con los de Extranjería para que le tramitaran el permiso de residencia. Pese al vodka robado, era una mujer muy rentable.
Bostecé. Me tumbé en el sofá. Me levanté al acto. Había quedado con Silvia para comer y no quería dormirme. Para reactivar mis energías, puse en el equipo musical un CD de canciones robadas en internet a un volumen lo suficientemente alto para poder oírlo desde el baño, donde me quité la barba antes de tomar una ducha de las que hacen época: cuarenta minutos debajo del chorro caliente en unas fechas en las que los pantanos estaban a niveles alarmantes y se hablaba de restricciones. En todo caso, a mí esa ducha me sentó muy bien.
Ya vestido y con las gotas justas de colonia en el cuello y las muñecas, ordené cuatro cosas para hacer tiempo. En ello estaba cuando sonó el teléfono de casa. Con una carpeta en la mano que no había decidido dónde guardar, respondí tras el segundo timbrazo.
—¿Buenos días, es usted el señor Prats? —preguntó una voz de mujer.
—Si pretendes venderme algo, no.
—Soy la secretaria del señor Solano. Le paso con él.
—¿Con quién?
Mi pregunta llegó tarde. La chica ya me había puesto el hilo musical. Con el teléfono pegado a la oreja, me esforcé en recordar a alguien llamado Solano. ¿Solano? ¿Solano? No tenía ni la más remota idea.
—¿Prats? —preguntó un hombre, cortando bruscamente la melodía.
—Soy Prats. ¿Con quién hablo?
—Damián Solano… aunque supongo que este nombre no te dice nada.
Me estaba tuteando, lo que en principio descartaba que ese tipo persiguiera venderme algo, aunque cierto es que algunas técnicas de márketing aconsejan tratar de tú al cliente para establecer un falso vínculo de proximidad. Un rápido e infructuoso rastreo por mi memoria no me ayudó a despejar la incógnita.
—¿Quién dice que es? —le pregunté sin entrar en el tuteo. Prefería mantener la distancia.
—Seguramente me conoces como el marido de tu ex —dijo Solano.
El marido de Elena. Ni sabía qué cara tenía. Nunca habíamos sido presentados. Por su tono de voz entendí que no había pasado nada grave, pero para anotarme el tanto de padre responsable le pregunté si Óscar estaba bien.
—Tu hijo está perfecto, Prats. Un poco tozudo, eso sí… ha salido a su madre.
Me mantuve en silencio, esperando a que él me explicara el motivo de aquella llamada. Sin rodeos ni digresiones, Solano propuso que nos viéramos para hablar con calma sobre la carta que le había escrito a Elena.
—No quiero parecer grosero, pero ese asunto es entre Elena y yo —le dije.
—No te equivoques, Prats. Sé que puede parecer que me esté entrometiendo en asuntos ajenos…
—Y tanto que lo parece —interrumpí.
—Pues todo lo contrario, amigo mío —dijo. Empezaba a incomodarme tanto compadreo—. Lo que intento es unir puentes, yo estoy de tu parte, por rocambolesco que parezca. ¿Te iría bien que nos viéramos esta tarde, hacia las ocho? En mi despacho podemos hablar con calma. Tengo una máquina que hace un café excelente.