Acurrucado a la sombra de un peñasco, sobre la fría tierra de Andarien, no sabía que estaba llorando en sueños. Tampoco sabía que durante aquella larga noche se había llevado la mano una y otra vez a la gema que adornaba su frente, buscando sin cesar algo, pero sin encontrar respuesta alguna.
-¿Sabes? -dijo Diarmuid escudriñando el este con enigmática expresión-. Esto es casi suficiente para hacer que, después de todo, uno crea en los instintos fraternales.
Junto a él, en los bancales del río Celyn, Paul permanecía silencioso. Por el ramal noroccidental del lago se acercaba el ejército. Estaba aún demasiado lejos para poderlo distinguir con precisión, pero no importaba. Lo que realmente tenía importancia era que Diarmuid había estado en lo cierto.
Aileron no los había esperado, ni a ellos ni a nadie. Había llevado la guerra hasta los umbrales de la sede de Maugrim. El ejército del soberano rey se encontraba de nuevo en Andarien, mil años después de que hubiese atravesado por última vez esas salvajes y desoladas tierras norteñas. Y, esperándolo a la luz de la última hora de la tarde, estaba su hermano, con Arturo, Lancelot y Ginebra, con Sharra de Cathal y Jaelle, la suma sacerdotisa, con los hombres de la Fortaleza del Sur que habían tripulado el Ptydwen, y con Pwyll el Dos Veces Nacido, señor del Árbol del Verano.
Sólo por aquello, pensaba Paul, valía la pena ser el señor del Árbol. Por el momento no parecía mucho. Pero sabía que ya se acostumbraría a eso: a aquella sensación en estado latente fuera de control; y aquella sensación de poseer el poder sin utilizarlo. Se acordó de las palabras de Jaelle en las rocas de la playa, y se dio cuenta de que tenía razón; se dio cuenta de las muchas dificultades que creaba su exagerada necesidad de controlar las cosas. Sobre todo, de controlarse a sí mismo. Todo aquello era bien cierto; tenía sentido, e incluso podía entenderlo racionalmente. Sin embargo no por eso se sentía mejor. No en esos momentos, cuando estaban tan cerca del final, fuera lo que fuese lo que les esperaba, fuera cual fuese el futuro hacia el que penosamente avanzaban.
-¡Los enanos vienen con él! -gritó de pronto Brendel, cuya vista era muy aguda.
-¡Esas sí que son noticias! -dijo Diarmuid con entusiasmo.
-¡Entonces, eso significa que Matt lo consiguió! -exclamó Paul-. ¿Puedes verlo, Brendel?
El lios alfar de cabellos plateados escrutó el ejército aún bastante lejano.
-Aún no -murmuró-. Pero.., sí. ¡Tiene que ser ella! La vidente viene con el soberano rey. Nadie tiene los cabellos tan blancos como ella.
Paul echó una rápida mirada a Jennifer. Ella se la devolvió sonriéndole. Era extraño, pensó él; en cierto modo, era muy extraño cómo podía unas veces ser tan distante, tan remota, como Ginebra de Camelot, la reina de Arturo y la amada de Lancelot, y luego, tan sólo momentos después, con la prontitud de su sonrisa, podía ser de nuevo Jennifer Lowell, exultante de alegría por el regreso de Kimberly.
-¿Queréis que bordeemos el lago para salir a su encuentro? -preguntó Arturo.
Diarmuid sacudió la cabeza con aire resuelto.
-Tienen caballos -dijo con énfasis-, y nosotros en cambio nos hemos pasado la jornada caminando. Si Brendel puede verlos, también los lios alfar del ejército podrán vernos a nosotros. Lo siento en el alma, pero todo tiene un límite y no voy a andar a trompicones por esas peñas para encontrarme con un hermano que ni siquiera se molestó en esperarme.
Lancelot se echó a reír. Al mirarlo, Paul se sintió invadido por una renovada sensación de temor reverencial y, de forma premonitoria, por otra oleada de frustrada impotencia.
Hacía dos horas que habían encontrado a Lancelot esperándolos, sentado pacientemente a la sombra de los árboles, mientras ellos avanzaban por la orilla del río.
En la cortés contención de su encuentro con Ginebra y luego con Arturo, Paul había vislumbrado de nuevo los abismos de dolor que los unían a los tres. Era algo duro de contemplar.
Y luego Lancelot les había explicado, lacónicamente, con voz desprovista de inflexión alguna, el relato de su combate nocturno con el demonio en el bosquecillo sagrado, para defender la vida de Darien. Logró que sonara a prosaico, casi como un suceso insignificante. Pero todos los hombres y las tres mujeres que allí se encontraban pudieron ver las heridas y quemaduras que había recibido en la batalla, el precio que había pagado. ¿Para qué? Paul no lo sabía. Ninguno de ellos lo sabía, ni siquiera Jennifer. Y sus ojos habían permanecido inexpresivos mientras Lancelot contaba cómo la lechuza había podido volar libremente sobre Daniloth y cómo la había visto dirigirse al norte: era el hilo azaroso en aquel tejido de guerra.
Y la guerra parecía cernirse sobre ellos en aquellos momentos. El ejército ya estaba muy cerca; estaba rodeando el cabo del lago Celyn. Tras la irónica ligereza de Diarmuid, Paul podía leer una creciente y febril tensión, nacida del inminente encuentro con su hermano y de la proximidad de la guerra. Ya podían distinguir algunas figuras. Paul vio a Aileron bajo la bandera del Soberano Reino, y se dio cuenta de que la bandera había cambiado: todavía conservaba el árbol, el Arbol del Verano de quien él recibía el nombre, pero la Luna que se alzaba sobre él ya no era la plateada Luna creciente de antes.
La Luna que se cernía sobre el árbol era la roja Luna llena que Dana había hecho brillar en una noche de novilunio, el desafío de la diosa a Maugrim, desafío del que Aileron se había hecho cargo capitaneando el ejército de la Luz.
Y el ejército fue bordeando el lago, y así fue como los hijos de Ailell volvieron a encontrarse en los límites de Daniloth, al norte del río Celyn, entre los árboles aum de anchas hojas y las rojas flores de sylvain que crecían en los bancales.
Diarmuid, llevando a Sharra de la mano, se adelantó un poco y también Alleron avanzó dejando un poco atrás las tropas. Paul vio a Ivor que contemplaba la escena, y a un lios alfar que debía de ser Ra-Tenniel; también estaba allí Matt con Loren a su lado. Kim le sonreía y junto a ella estaba Dave, con torcida y torpe sonrisa. Al parecer, todos estaban allí, a las puertas de Andarien, para tomar parte en el principio del fin. Todos ellos. Mejor dicho, no todos. Faltaba uno. Siempre faltaría.
Diarmuid se inclinó ceremoniosamente ante el soberano rey.
-¿Por qué has tardado tanto? -preguntó.
-Me tomo tiempo para maniobrar con los carros en el bosque -contestó Aileron sin sonreír.
-Comprendo -dijo Diarmuid, asintiendo con aire grave.
Aileron, con ojos tan inescrutables como siempre, examinó despacio a su hermano de arriba abajo. Luego dijo con voz inexpresiva:
-Tus botas parecen necesitar urgente reparación.
Kim se echó a reír, dando a entender a los demás que podían hacerlo. Relajada la tensión, Diarmuid soltó un juramento impresionante, poniéndose de golpe colorado.
Por fin Aileron sonrió.
-Loren y Matt nos han contado lo que hiciste en la isla y en el mar. Ya he visto el bastón de Amairgen. Sabrás sin necesidad de que yo te lo diga cuán espléndidamente entretejido estuvo ese viaje.
-De todas formas, deberías decírmelo -murmuró Diarmuid.
Aileron fingió no haberlo oído.
-Hay un hombre contigo al que me gustaría dar la bienvenida -dijo.
Todos vieron cómo Lancelot se adelantaba en silencio, cojeando un poco.
Dave Marryniuk se estaba acordando de algo: una cacería de lobos en el bosque de Leinan, en la que el soberano rey había matado él solo los últimos siete lobos. Y Arturo Pendragon había dicho con una voz llena de extrañeza: «Sólo un hombre al que conocí en otro tiempo podría hacer lo que acabas de hacer».
Ahora ese hombre estaba allí, arrodillado ante Aileron. Y el soberano rey le rogó que se levantara y, con mucha delicadeza, cuidando de no hacerle daño en las heridas, lo abrazó como no había abrazado a su hermano, que permanecía un poco apartado con una ligera sonrisa en el rostro, dando la mano a la princesa de Cathal.
-Mi soberano rey -dijo Mabon de Rhoden, adelantándose un poco desde las filas del ejército-, la luz del día disminuye y hemos recorrido a caballo una larga jornada hasta este lugar. ¿Te complacería acampar aquí? ¿Quieres que dé las órdenes oportunas?
-Yo no te lo aconsejaría -dijo con prontitud Ra-Tenniel de Daniloth, que estaba conversando con Brendel.
Aileron ya había empezado a denegar con la cabeza.
-Aquí no -dijo-, no tan cerca del País de las Sombras. Si el ejército de la Oscuridad avanzara de noche, no podríamos retirarnos atravesándolo entre la niebla. No, avanzaremos. No se hará de noche hasta dentro de unas cuatro horas.
Mabon hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a dar las órdenes pertinentes a los capitanes del ejército. Paul se dio cuenta de que Ivor había hecho montar de nuevo a los dalreis, que esperaban la señal de marcha.
Diarmuid carraspeó sonoramente:
-¿Me permites -dijo con tono lastimero cuando su hermano se volvió hacia él- que tome prestados unos caballos para mis hombres? ¿O es que quieres que me arrastre tras de ti?
-Eso -dijo Aileron riendo por primera vez- tiene más atractivo de lo que supones.
Dio media vuelta, pero añadió por encima del hombro, como quien no quiere la cosa:
-Trajimos tu caballo, Diar. Pensé que encontrarías la forma de regresar a tiempo.
Montaron. Tras ellos, mientras se alejaban del río para adentrarse en el pedregoso territorio de Andarien, un bote se deslizaba corriente abajo por el Celyn. En ese bote, Leyse de la Marca de Swan iba escuchando la música de su canción, y la seguía oyendo cuando llegó al mar y navegó hacia el Sol poniente a través del anchuroso océano.
Kim miró a Dave para darse valor. En realidad no tenía derecho a esperar apoyo alguno, pero el hombretón le dirigió inesperadamente una sagaz mirada, y cuando ella se dispuso a acelerar la marcha desviándose hacia la izquierda, hacia el lugar donde Jennifer cabalgaba, Dave abandonó su puesto junto a Ivor y la siguió.
Tenía algo que decirle a Jennifer, pero no tenía demasiadas ganas de hacerlo; sobre todo al pensar en los desastrosos resultados que se habían derivado de su empeño por enviar a Darien al Anor hacía dos días. Sin embargo, no había modo de evitarlo, y tampoco ella estaba dispuesta a hacerlo.
-¡Hola! -dijo con animación a su más íntima amiga-. ¿Todavía quieres hablar conmigo?
Jennifer sonrió cansadamente y se inclinó en la silla de montar para besar a Kim en una mejilla.
-¡No seas tonta! -dijo.
-No es ninguna tontería. Estabas muy enfadada.
Jennifer bajó la mirada.
-Lo sé. Y lo siento.
Hizo una pausa y luego añadió:
-Me gustaría poder explicar mejor por qué hago lo que estoy haciendo.
-Querías que lo dejáramos solo. No es tan complicado.
Jennifer alzó de nuevo la mirada.
-Tenemos que dejarlo solo -dijo con calma-. Si hubiera tratado de retenerlo, jamás habríamos sabido realmente cómo era. Podría haber cambiado en cualquier momento, y nunca habríamos estado seguros de lo que era capaz de hacer.
-Tampoco estamos muy seguros ahora -dijo Kim con un tono más áspero del que quería.
-Lo sé -repuso Jennifer-. Pero, por lo menos, cualquier cosa que haga, la hará libremente, por propia elección. Creo que ése es el quid de la cuestión, Kim. Creo que tiene que serlo.
-¿Habría sido tan terrible -preguntó Kim sin poder contenerse- decirle que lo querías?
Jennifer no pestañeó; ni siquiera se enfadó.
-Lo hice -dijo apaciblemente, con un destello de sorpresa en la voz-, se lo di a entender. A lo mejor tú no te das cuenta de que así lo hice. Lo dejé en libertad para que escogiera por sí mismo. Al hacerlo.., confié en él.
-¡Muy bien hecho! -dijo Paul Schafer, que se había acercado a caballo sin que lo oyeran-. Fuiste la única de nosotros que obraste justamente. Los demás -añadió- nos empeñamos en engatusarlo u obligarlo a actuar de determinada manera. Incluso yo, supongo, al llevarlo al bosque del dios.
-¿Sabes -preguntó de pronto Jennifer a Paul- por qué el Tejedor creó la Caza Salvaje?
¿Sabes lo que Owein significa?
Paul negó con la cabeza.
-Recuérdame que te lo cuente si es que alguna vez tenemos tiempo -dijo ella-. Y a ti también -añadió dirigiéndose a Kim-. Creo que eso os ayudaría a entender.
Kim no dijo nada. En verdad no sabia qué responder. Toda la cuestión en torno a Darien era muy complicada, y después de lo que había hecho, o rehusado hacer, la noche pasada en Calor Diman, ya no confiaba en sus propios instintos para ninguna clase de asunto. Además no se había acercado a Jennifer para discutir aquel problema.
Suspiró.
-Quizás me odies de todos modos -dijo-. Temo que he vuelto a inmíscuirme.
Sin embargo, los ojos verdes de Jen seguían muy tranquilos.
-Adivino cómo. Les hablaste de Darien a Aileron y a los demas.
Kim pestañeó. Su expresión debía de ser cómica, porque Dave soltó una risita y Jennifer se inclinó para darle una palmadita en la mano.
-Ya suponía que quizás lo habías hecho -explicó Jen-. Y no puedo afirmar que obraras mal. Ya era hora de que Aileron lo supiera. La noche pasada, en el barco, Arturo me lo dijo. Yo misma le habría hablado de Darien si tú no lo hubieras hecho. Esta cuestión puede alterar sus planes, aunque no sé bien cómo.
Hizo una pausa y luego con voz diferente continuó:
-¿No lo crees así? El secreto es lo que menos importa ahora, Kim. Nadie puede impedirle que haga lo que va a hacer, sea lo que sea. Ayer por la mañana, Lancelot lo liberó de las sombras de Daniloth, y ahora está muy al norte, lejos de nosotros.
Involuntariamente la mirada de Kim se dirigió hacia la tierra que se extendía frente a ellos. Vio que Dave hacia lo mismo. Salvaje y desierta a la última luz del atardecer, Andarien se extendía, con sus colinas pedregosas y sus áridas hondonadas, y sabía que el paisaje sería el mismo hasta el río Ungarch. Hasta el puente de Valgrind que cruzaba ese río, hasta Starkadh, que se alzaba en la otra orilla.
Y sucedió que no tuvieron que llegar tan lejos. Se hallaban cerca de la vanguardia del ejército, sólo a unos pasos de Aileron y Ra-Tenniel, y ascendían por una ancha colina de suave pendiente que terminaba en una pelada depresión. El Sol, teñido de rojo, se ponía por el oeste, y se había levantado la brisa que precede al crepúsculo.