Sendero de Tinieblas (49 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Entonces vieron aparecer de pronto por la cresta de la colina a los aubereis enviados en avanzadilla. El soberano rey coronó la cima, tiró de las riendas del caballo y lo obligó a detenerse. Ellos cuatro, cabalgando por primera y única vez todos juntos, alcanzaron también la cima, echaron una mirada sobre la vasta y pedregosa llanura y vieron eí ejército de la Oscuridad.

La llanura era enorme; con seguridad era la más vasta extensión de terreno llano que habían visto en Andaríen, y Paul sabía que aquello no era una casualidad. También adivinaba, mientras trataba de controlar los acelerados latidos de su corazón, que aquel lugar debía de ser la más vasta extensión de terreno que había entre el lugar donde se encontraban y el Hielo. Tenía que serlo. Sin posibilidad de establecer un orden de batalla dada la ausencia de accidentes de terreno, de poco valdría la experiencia de Aileron y menos aún sus preparativos para la guerra. La colina sobre la que estaban y desde la que contemplaban la ladera que descendía suavemente, era el único accidente de terreno que se distinguía en toda la llanura que se extendía al este y al oeste. Seria una batalla de choque frontal, sin posibilidad de esconderse o emboscarse, en la que sólo contarían los simples y puros números.

Entre el lugar en que se encontraban y la vasta llanura sin fin estaba apostado un ejército tan enorme que nublaba el cerebro: apenas podía abarcarse con la mirada. Esa era otra razón por la que se había escogido la llanura: en ningún otro lugar se hubiera podido reunir tan destructor número de fuerzas y moverse libremente sin estorbarse unos a otros. Paul levantó la mirada y vio centenares de cisnes, todos negros, volando amenazadoramente en circulo sobre el ejército de Rakoth.

-¡Bien hecho, Teyrnon! -dijo con calma el soberano rey.

Paul se dio cuenta con asombro de que Aileron, como siempre, parecía estar preparado incluso para aquello. El mago había estado utilizando sus poderes de percepción. Aileron había adivinado que el ejército estaba allí; por eso se había mostrado tan reacio a acampar durante la noche tan cerca de las nieblas del País de las Sombras.

Mientras contemplaba, con el corazón encogido, lo que les estaba esperando allí abajo, Paul sintió un repentino orgullo por el joven rey que los conducía. Imperturbable, Aileron estaba evaluando el tamaño del ejército que de algún modo debería tratar de vencer. Sin dejar de escrutar la llanura que se extendía a sus pies, comenzó a dar una retahíla de instrucciones.

-No nos atacarán esta noche -dijo con tono seguro-. No querrán encontrarse con nosotros sobre esta colina ni querrán desperdiciar en la oscuridad la ventaja que les proporciona la visión de los cisnes. Entraremos en combate cuando salga el Sol, amigos míos. Me gustaría hallar la forma de vencerlos en el control del aire, pero no puedo esperar ayuda alguna. Teyrnon, tendrás que ser mis ojos, tanto tiempo como podáis tú y Barak.

Podemos hacerlo tanto tiempo como precises -dijo el último mago que quedaba en Brennin.

Paul notó que Kim había palidecido al oír las últimas palabras de Aileron. Trató de captar su mirada, pero ella lo evitó. No tuvo tiempo de pensar por que.

-Los lios pueden prestar ayuda en eso -murmuro Ra-Tenniel.

Todavía había música en su voz, pero ya no era delicada ni tranquilizadora.

-Puedo apostar en esta colina a los que tengan la vista más aguda para que controlen la batalla -añadió.

-Bien -dijo Aileron-, hazlo. Apóstalos esta noche para que vigilen. También tendrán que seguir haciéndolo mañana. Ivor, asigna dos aubereis a cada lios para que traigan y lleven mensajes.

-Así lo haré -dijo con sencillez Ivor-. Y mis arqueros saben qué hacer si los cisnes se acercan demasiado.

-Lo sé —dijo Aileron lacónicamente—. Durante la noche disponed que vuestros hombres hagan guardia en tres turnos y que tengan las armas al alcance de la mano mientras descansan. Y para mañana…

-Espera -dijo Diarmuid, que estaba junto a Paul-. Mira, parece que tenemos visita.

Hablaba en un tono tan ligero como siempre.

Paul vio que estaba en lo cierto. En la luz roja del crepúsculo resaltaba una enorme figura vestida de blanco que se había separado en solitario del grueso del ejército apostado en la llanura. Cabalgando sobre un monstruoso slaug de seis patas, avanzó sobre el pedregoso terreno hasta una posición fuera del alcance de las flechas que pudieran dispararle desde la colina.

Sobrevino una natural quietud. Paul tenía aguda conciencia de la brisa, de la inclinación del Sol, de las nubes que se deslizaban allá arriba. Buscaba con desesperación en su interior el lugar que revelara la presencia de Mornir. Allí estaba, pero débil y desesperanzadoramente lejano. Sacudió la cabeza.

-¡Uarhach! -gruñó de pronto Dave Martyniuk.

-¿Quién es? -preguntó Aileron con mucha calma.

-El que los comandaba en la batalla junto al Adein -replicó Ivor con una voz estrangulada por el odio-. Es un urgach, pero también mucho más que eso. Rakoth lo ha convertido en algo más.

Aileron asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Fue Uathach quien habló:

-¡Oídme! -dijo con una voz que era un viscoso aullido, tan sonora que parecía barrer el aire-. Soberano rey, bienvenido a Andarien. Los amigos, que veis detrás de mí, están hambrientos esta noche, y les he prometido para mañana carne de guerrero, y después un bocado aún más apetitoso cuando lleguemos a Daniloth.

Soltó una carcajada, irguiéndose enorme y feroz sobre la llanura, mientras la luz roja del crepúsculo teñía la burlona blancura de su vestidura.

Aileron no se dignó contestarle, ni tampoco ninguno de los que estaba con él en la cima de la colina. Con grave y contenido silencio, un silencio de piedra como la tierra en la que se encontraban, contemplaban desde arriba al jefe del ejército de Rakoth.

El slaug se movía sin cesar, y Uathach le tiraba de las riendas con crueldad. Soltó otra carcajada cuyo eco hizo estremecer a Paul, y dijo:

-Les he prometido a los svarts alfar comida para mañana y deporte para esta noche.

Decidme, guerreros de Brennin, de Daniloth, de los dalreis, de los traidores enanos; decidme si entre vosotros hay alguno que se atreva a bajar solo para enfrentarse conmigo. ¿O permaneceréis escondidos como los frágiles lios se esconden en sus sombras? ¡Os desafio en presencia de estos ejércitos! ¿Hay alguien dispuesto a aceptar el desafío o estáis todos acobardados ante mi espada?

Un estremecimiento recorrió la colina. Paul vio que Dave, con la mandíbula apretada, se volvía con presteza para mirar al hijo del aven. Levon había comenzado a desenvainar la espada con mano temblorosa.

-¡No! -dijo Ivor dan Banor, y no sólo dirigiéndose a su hijo-. Lo he visto combatir. ¡No podemos vencerlo, y no podemos permitirnos el lujo de perder ni un solo hombre!

Antes de que algún otro pudiera hablar, sonó de nuevo la grosera risa de Uathach, un legamoso torrente de sonido. Había oído las palabras de Ivor.

-¡Estamos de acuerdo! -dijo-. Permitidme que diga otra cosa más a los valientes que estáis en esa colina. Os traigo un mensaje de parte de mi señor.

El tono de voz cambió; ahora era más fría, menos ruda, más aterrorizadora.

-Hace poco más de un año, Rakoth gozó con una de vuestras mujeres. Le gustaría hacerlo de nuevo, pues ella le deparó una singular y complaciente diversión. El negro Avaia está aquí, conmigo, para llevarla otra vez a Starkadh en cumplimiento de sus órdenes. ¿Hay entre vosotros alguno dispuesto a enfrentarse con mi espada para oponerse a Rakoth, que exige la carne desnuda de esa mujer?

Paul se sentía enfermo, de asco y premonición.

-Mi soberano rey -dijo Arturo Pendragon mientras se levantaban y luego se desvanecían las carcajadas de Uathach y los aullidos de los svarts alfar-, ¿podrías decirme cómo se llama este lugar?

Paul vio que Aileron miraba al Guerrero.

Pero fue Loren Manto de Plata quien le contestó con una voz llena de la tristeza que se deriva del conocimiento.

-Esta llanura era verde y fértil hace mil años -dijo-. Y en aquellos días se llamaba Camlann.

-Ya me parecía -replicó Arturo con mucha tranquilidad.

No dijo nada más y comenzó a comprobar si llevaba la espada bien ceñida a la cintura y la Lanza del Rey convenientemente inclinada en la silla de montar.

Paul miró a Jennifer, a Ginebra. Lo conmovió hasta lo más profundo del corazón la expresión del rostro de ella mientras contemplaba los silenciosos preparativos del Guerrero.

-Mi señor Arturo -dijo Aileron-, debo pedirte que lo dejes en mis manos. El jefe del ejército enemigo debe pelear con el jefe del nuestro. Es una batalla que me corresponde a mí y así lo exijo.

Arturo no desvió la mirada de los preparativos que estaba llevando a cabo.

-No tienes razón -dijo-, y lo sabes muy bien. Mañana te necesitarán aquí más que a ningún otro hombre. Hace bastante tiempo, la víspera de emprender el viaje a Cader Sedat, te dije que nunca se me permite ver el final de los acontecimientos cuando se me llama. Y el nombre que Loren ha pronunciado ha aclarado las cosas: en cada mundo ha habido un Camlann esperándome. Para eso me trajeron aquí, soberano rey.

Junto a él, Cavalí dejó escapar un sonido que parecía más un gemido que un gruñido.

El Sol rojo estaba ya muy bajo y dejaba caer sobre los rostros una extraña luz. Allá abajo las risas habían cesado.

-¡No, Arturo! -dijo Kimberly con pasión-. Estás aquí para algo más. No debes bajar ahí.

Os necesitamos a todos vosotros. ¿Es que no te das cuenta de cómo es ese monstruo?

¡Nadie puede vencerlo! Jennifer, diles que es una locura. ¡Debes decirselo!

Pero Jennifer, sin apartar los ojos del Guerrero, no dijo nada.

Arturo había acabado los preparativos. Levantó la vista y miró a Kim, que era quien lo había llamado, quien lo había arrastrado hasta ese lugar con la cadena de su nombre; y fue a ella a quien contestó en unos términos que Paul sabía que jamás podría olvidar.

-¿Cómo es posible que no podamos vencerlo, vidente? ¿Cómo es posible que pretendamos llevar las espadas en nombre de la Luz, si nos acobardamos cuando nos encontramos ante la Oscuridad? Ese desafío retrocede mucho más atrás que cualquiera de nosotros. Mucho más atrás incluso que yo mismo. ¿Quiénes somos si nos negamos a bailar?

Aileron asentía lentamente con la cabeza, y también Levon; y los ojos de Ra-Tenniel brillaban de conformidad. En lo más profundo del corazón, Paul sentía que en las palabras del Guerrero se escondía una fuerza ancestral, y mientras las aprehendía en su pleno significado, con harto dolor, sintió otra cosa: el latido del dios. Era cierto. No podían negarse a bailar. Y, según parecia, le correspondía a Arturo hacerlo.

-No -dijo Ginebra.

Todas las miradas se clavaron en ella. En el silencio barrido por el viento de aquel desolado paraje, su belleza parecía brillar como si una estrella de la tarde hubiera caído entre ellos, con un fulgor tan salvaje que casi hería la vista.

Inmóvil sobre el caballo, retorciéndole con nerviosismo las crines, dijo:

-Arturo, no voy a perderte otra vez. No podría soportarlo. No fuiste llamado para luchar en un combate singular, amor mio; no puede ser. Estemos en Camlann o en otro lugar, este combate no debe corresponderte a ti.

El rostro de él, bajo los cabellos grises, estaba muy tranquilo.

-Estamos atrapados en un destino entretejido del que no nos está permitido escapar -dijo-. Sabes muy bien que debo bajar a combatir con él.

Los ojos de ella estaban llenos de lágrimas. No dijo nada, pero movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación.

-¿A quién le corresponde ese combare, si no es a mí? -preguntó él con una voz que era menos que un susurro.

Ella inclinó la cabeza y movió las manos en un ligero y desamparado gesto de desesperación.

Luego, sin levantar la mirada, dijo con repentina y terrible ceremonia:

-En este lugar y ante toda esta gente mi nombre ha sido mancillado. Necesito que alguien acepte el desafío y limpie mi honra con su espada.

Después levantó la cabeza y miró. Miró a alguien que había permanecido inmóvil sobre el caballo, sin decir nada, sin moverse, esperando pacientemente lo que sin duda sabía iba a suceder. Y Ginebra le dijo:

-Tú, que has sido tantas veces mi paladín, ¿querrás serlo ahora otra vez? ¿Aceptarás ese desafío en mi nombre, mi señor Lancelot?

-Así lo haré, mi señora -dijo él.

-¡No puedes! -exclamó Paul, incapaz de reprimirse, con una voz que se estrelló contra el silencio-. Jennifer, ¡está herido! Mira la palma de su mano. ¡Ni siquiera podrá sostener la espada!

Junto a él alguien emitió un curioso y ahogado sonido.

Las tres figuras en medio del circulo lo ignoraron por completo. Era como si no hubiese hablado. Se hizo otro silencio, cargado de cosas no dichas, cargado de los innumerables estratos de tiempo. Una ráfaga de viento apartó los cabellos del rostro de Jennifer. Arturo dijo:

-Señora, he conocido demasiadas cosas durante demasiado tiempo como para negarle a Lancelot el derecho a ser tu paladín. O negar que, en plena forma, puede vencer a ese enemigo con mucha más facilidad que yo. Aun así, esta vez no voy a permitírselo. Esta vez no, amor mío. Le has pedido a él, seriamente malherido, que acepte el desafío no en tu nombre, ni en el suyo, sino en el mio. No se lo has pedido por amor.

Ginebra echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos verdes se agrandaron y relampaguearon con desnuda y deslumbrante cólera. Sacudió la cabeza con tanta violencia que las lágrimas cayeron fuera del rostro, y con la voz de una reina, una voz que los encadenó con la fuerza del dolor que expresaba, gritó:

-¿No lo he pedido por amor, mi señor? ¿Y eres tú quien me lo dice? ¿Serías capaz de desgarrar mi carne para que todos estos hombres pudieran sondar mi corazón como hizo Maugrim?

Arturo retrocedió como alcanzado por una explosión, pero ella aún no había terminado.

Con gélida e imparable furia dijo:

-¿Qué hombre, incluido tú, mi señor, se atreve en mi presencia a decir si he hablado o no por amor?

-Ginebra… -empezó a decir Lancelot, pero se acobardó también ante la relampagueante mirada que ella le dirigió.

-¡Ni una palabra! -silbó ella-. ¡Ni de ti ni de ningún otro!

Arturo había desmontado del caballo. Se arrodilló ante ella con el dolor pintado en el rostro como una herida, y abrió la boca para decir algo.

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