Por lo menos era algo que hacer, algo en lo que ocuparse. Salió rozando a Shiel al pasar y recorrió con premura los corredores que conducían a la entrada del templo. Allí aguardaban tres sacerdotisas y una acolita de parda túnica. Las puertas estaban abiertas, pero los hombres aguardaban pacientemente afuera.
Llegó hasta el umbral y vio quiénes eran. Conocía a los tres: Gorlaes, el canciller, Shalhassan de Cathal y un hombre gordinflón, Tegid, que se había esmerado mucho en el servicio de Sharra mientras la princesa estuvo allí.
-¿Qué queréis? -dijo.
De nuevo su voz sonó con más aspereza de lo que quería. Le resultaba difícil dominarla. Fuera, el día parecía esplendoroso. La luz del Sol hería la vista.
-¿Tú eres quien actúa en nombre de la suma sacerdotisa? -dijo Gorlaes sin disimular su sorpresa.
-Sí -se limitó a contestar ella, y esperó.
La expresión de Shalhassan era muy distinta, más cuidadosamente apreciativa.
-He oído hablar de ti -dijo-. Eres Leila dal Karsh, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza y se retiró un poco, buscando la sombra.
Shalhassan dijo:
-Sacerdotisa, hemos venido porque estamos asustados. No sabemos nada, no podemos enterarnos de nada. Pensé que a lo mejor las sacerdotisas tendrían alguna noticia de lo que está ocurriendo.
Ella cerró los ojos. En cierto modo, desde determinada perspectiva, en el normal entretejido de los acontecimientos, tal cosa podría haberse considerado como un triunfo: los jefes de Brennin y Cathal acudiendo al santuario en humilde actitud. Era consciente de eso, pero no era capaz de encontrar la respuesta adecuada. Parecía que la vida.se consumía en la quebradiza fiebre de aquel día.
Abrió los ojos otra vez y dijo:
-Yo también estoy asustada. Sé muy pocas cosas. Sólo que… algo está sucediendo esta mañana. Creo que han entablado combate.
El gordinflón, Tegid, dejó escapar un sonido sordo desde lo más profundo de su pecho.
Ella leyó en su rostro angustia y duda. Por un instante pareció vacilar; luego, exhalando un profundo suspiro, dijo:
-Si queréis, si ofrecéis vuestra sangre, podéis entrar. Compartiré con vosotros cualquier noticia de la que pueda enterarme.
Los tres se inclinaron ante ella.
-Te damos las gracias -murmuró Shalhassan, y ella se dio cuenta de que era sincero.
-Shiel -dijo, otra vez con brusquedad, incapaz de evitarlo-, utiliza el cuchillo y el cuenco; luego llévalos a la habitación abovedada.
-Así lo haré -dijo Shiel con una aspereza rara en ella.
Leila no esperó. Otra imagen se deslizó en su mente como la hoja de una espada y luego se desvaneció. Vio los asustados ojos de la acolita, mientras la joven retrocedía para dejarla pasar. «¿Joven?», dijo una parte de su mente. La muchacha era mayor que ella.
Leila se dirigió a la habitación abovedada. Su rostro estaba mortalmente pálido. Se daba perfecta cuenta de ello. Y se daba cuenta además de que en su interior se alzaba un tenebroso y gélido pavor, que crecía y crecía. Le parecía que los muros del santuario se iban cubriendo de sangre.
Paul lo intentó. No era un espadachín; no tenía tampoco ni la fuerza ni el tamaño de Dave. Pero tenía su propia cólera, un coraje sobrado, que nacía de una naturaleza extremadamente exigente consigo misma. Tenía agilidad y excelentes reflejos. Pero el manejo de la espada no era algo que se pudiese aprender en una sola noche, y mucho menos para ejercitarlo contra los urgachs y los lobos de Galadan.
Durante toda la mañana, sin embargo, se mantuvo en el corazón de batalla, en el flanco occidental, luchando con apasionada y brava entrega.
Delante vio que Lancelot y Aileron desmontaban, hombro con hombro, para avanzar mejor, blandiendo las espadas con vertiginosa y resplandeciente velocidad entre los gigantescos lobos. Sabía que estaba presenciando un espectáculo inolvidable, de una perfección imposible de superar. Lancelot luchaba con la mano enguantada, para que el puño de la espada no se le clavara en la quemadura. El guante era blanco cuando empezó la mañana, pero ahora ya estaba totalmente ensangrentado.
Al otro lado de Paul, Carde y Erron luchaban salvajemente, abriéndose paso entre los svarts, combatiendo con los lobos, manteniendo a raya en la medida en que podían a los terribles urgachs. Y Paul comprobó muy acongojado que también hacían todo lo posible por protegerlo a él sin dejar de luchar en defensa de sus propias vidas.
El hacia lo que podía. Inclinándose a uno y otro lado del cuello del caballo, golpeaba y propinaba tajos con la espada que llevaba. Vio que un svart caía bajo uno de los golpes, y que un lobo retrocedía aullando al recibir otro. Pero aun así, Erron se había visto forzado a dar media vuelta con su proverbial agilidad para matar a otro svart que había saltado para herir a Paul por el lado que había dejado indefenso. No había tiempo para dar las gracias, no había tiempo para desperdiciar en palabras. Sólo durante algunos segundos dispersos en aquel caos podía bucear en su interior buscando en vano alguna señal, algún latido del dios que pudiera mostrarle qué más podía hacer él, aparte de ser una carga, un peligro para los amigos que se empeñaban en proteger su vida.
-¡Dioses! -gruñó Carde, poco después, aprovechando un breve respiro-. ¿Por qué los lobos son aquí mucho peores que en el bosque de Leinan?
Paul sabía la respuesta. Podía ver la respuesta.
Delante de ellos, a la derecha, mortalmente grácil en todos sus movimientos, con una visible y amenazadora aureola flotando en torno, estaba Galadan. Luchaba bajo la apariencia de animal y proporcionaba la guía de su espíritu malevolente y sutil a la embestida de sus lobos. A todo el ejército de Maugrim.
Galadan. A quien Paul tan arrogantemente se había reservado para si. Ahora parecía un cruel sarcasmo, una acción de petulante soberbia, viniendo de alguien que a duras penas podía defenderse de los svarts alfar.
En aquel momento, mientras lo miraba a través de la apretada aglomeración de la batalla, se abrió un espacio ante Galadan, y entonces, con el corazón encogido de dolor, Paul vio que Cavalí, el perro gris, avanzaba para enfrentarse por segunda vez con el lobo de la mancha de plata entre los ojos. Un recuerdo asaltó a Paul como una herida: el recuerdo de una batalla en el Bosque del Dios que había sido la anticipación de la guerra que se estaba librando ahora.
Vio que el perro gris y el orgulloso señor de los andains se encaraban por segunda vez.
Ambos permanecieron quietos durante un helado segundo, aprestándose.
Pero no iba a reanudarse aquel primer encontronazo del claro del Arbol del Verano.
Una falange de urgachs se precipitó como el trueno en el espacio que quedaba entre lobo y perro, para ser recibidos con estridente fragor de espadas por Kell de Taerlindel y el pelirrojo Averren, que capitaneaban la veintena de hombres de la Fortaleza del Sur: la banda de Diarmuid. Aquel día luchaban con salvaje furor y cada uno de ellos ahogaba en el fragor del combate la pena de su corazón, contentos por la oportunidad de matar que se les brindaba.
Al lado de Paul, Carde y Erron permanecían firmes, protegiéndolo a él y a si mismos. Al ver a los hombres del príncipe combatiendo ante ellos con los urgachs, tomó una decisión:
-¡Id con ellos! -les gritó a los dos-. ¡Yo no sirvo de nada aquí! Me voy a la colina. Allí podré servir de alguna ayuda.
Había llegado el momento de intercambiar una mirada con los dos hombres, un momento que sabía quizás sería el último. Tocó ligeramente el hombro de Carde y sintió que Erron le apretaba el brazo; luego volvió grupas y regresó a toda velocidad a la colina, mientras maldecía amargamente su inutilidad.
Por la izquierda, vio que otras dos figuras se abrían paso para dirigirse galopando hacia la colina. Desviando un poco su caballo, les salió al paso.
-¿Adónde vais? -les gritó.
-Allá arriba -respondió Teyrnon con el rostro cubierto de sudor y la voz quebrada-. Se lucha cuerpo a cuerpo. Si intento enviar un rayo de poder, alcanzaré a tantos de los nuestros como de los enemigos. Además Barak es demasiado vulnerable cuando tiene que suministrarme poder mágico.
Paul vio que Barak lloraba de rabia. Alcanzaron la ladera y ascendieron. En la cima, una formación de lios alfar escrutaba el campo de batalla. Aubereis a caballo esperaban junto a ellos, listos para llevar mensajes al soberano rey y a sus capitanes.
-¿Qué está sucediendo? -preguntó jadeante Paul al lios más cercano, mientras desmontaba y se precipitaba al puesto de observación.
Loren Manto de Plata fue quien le contestó:
-Es una batalla demasiado equilibrada -dijo con expresión grave-. Sólo podemos resistir, y el tiempo está de parte de ellos. Aileron ha ordenado que los enanos se dirijan al este, hacia donde están los dalteis y los lios. El va a intentar sostener con sus propias fuerzas el flanco occidental y parte del centro.
-¿Podrá? -preguntó Teyrnon.
Loren sacudió la cabeza.
-Por algún tiempo. No siempre. Y mirad; los cisnes le comunican a Galadan todo lo que hacemos.
Allá abajo, Paul pudo ver que el señor de los Lobos se había retirado a un espacio despejado en la retaguardia del ejército de la Oscuridad. Había recuperado la apariencia humana, y de vez en cuando alguno de los pestilentes cisnes descendía de las inalcanzables alturas del cielo, le llevaba noticias y se marchaba con órdenes.
Junto a Paul, Barak comenzó a soltar sinceras y angustiadas maldiciones. Abajo, a la izquierda, un rayo de luz atrajo la mirada de Paul. Era Arturo con la resplandeciente Lanza del Rey en la mano, guiando su magnífico raithen a lo largo de la línea de batalla en el flanco occidental, rechazando las legiones de Maugrim con la incandescente llama de su sola presencia y proporcionando a los asediados guerreros de Brennin un respiro, doquiera que pasaba. El Guerrero en la última batalla de Camlann. La batalla que no estaba destinado a ver, que no habría visto jamás de no haber sido por la valiente intervención de Diarmuid.
Detrás de Paul, todavía ardían los rescoldos de la pira, y las cenizas se desparramaban con el Sol de la mañana. Paul alzó la vista: se dio cuenta de que la mañana ya había pasado. Por encima de los cisnes el Sol había llegado a su cenit y comenzaba a descender.
Se dirigió apresuradamente al sur. En un espacio despejado, un puñado de gente, Kim y Jaelle entre ellos, hacían lo que podían por socorrer a los heridos que en espantoso número los aubereis iban llevando a la colina.
El rostro de Kim estaba cubierto de sangre y sudor. Se arrodilló a su lado.
-No sirvo de nada allá abajo -dijo-. ¿En qué puedo ayudarte?
-¿Tú también? -contestó ella con los ojos nublados por el dolor-. Alcánzame esos vendajes. Detrás de ti. Eso es.
Cogió las vendas y comenzó a envolver la pierna herida de un enano.
-¿Qué has querido decir? -le preguntó Paul.
Kim cortó la venda con un cuchillo y la ató tan fuerte como pudo. Se detuvo un momento y continuó su trabajo, sin contestarle. Paul la siguió. Un joven dalrei, que no tenía más de dieciséis años, yacía agonizante con una herida de hacha en el costado.
Kim lo miró con expresión desesperada.
-¡Teyrnon! -gritó Paul.
El mago y su fuente acudieron corriendo. Teyrnon echó una ojeada al joven herido; luego miró a Barak y ambos se arrodillaron junto al dalrei. Barak cerró los ojos y Teymon puso la mano sobre la lacerada herida. Murmuró una docena de palabras y mientras lo hacía la herida se cerró.
Pero cuando hubo acabado, Barak casi se desvaneció con la fatiga pintada en el rostro.
Teyrnon se puso en pie con presteza y sostuvo a su fuente.
-No puedo hacerlo demasiadas veces -dijo mirando a Barak.
-Sí puedes -gruñó Barak echando chispas por los ojos-. ¿Quién más, vidente? ¿Quién más necesita nuestra ayuda?
-Id con Jaelle -contestó Kim fatigadamente-. Ella os enseñará los heridos más graves.
Haced lo que podáis, pero intentad no agotaros. Vosotros dos sois los únicos poderes mágicos que nos quedan.
Teyrnon se limitó a asentir y se alejó hacia donde Paul vio que estaba la suma sacerdotisa, con las mangas de su túnica blanca arremangadas y arrodillada junto a un lios desmayado.
Paul miró a Kim.
-¿Y tu poder mágico? -dijo señalando la apagada Piedra de la Guerra-. ¿Qué ha sucedido?
Ella dudó por unos instantes; luego le contó en pocas palabras lo que había sucedido en Calor Diman.
-Lo rechacé -concluyó con un hilo de voz-. Y ahora los cisnes se han enseñoreado del cielo y el Baelrath está muerto. Me siento muy mal, Paul.
También él. Pero lo disimuló y la abrazó estrechamente, sintiendo cómo temblaba.
-Nadie, aquí o en cualquier otro sitio, ha hecho tanto como tú. Y no sabemos con seguridad si cometiste un error; ¿te habrías reunido a tiempo con los enanos si hubieras encadenado a la criatura del lago? No todo ha terminado, Kim; todavía queda mucho trecho por recorrer.
No muy lejos oyeron un gruñido de dolor. Cuatro aubereis depositaron en el suelo las parihuelas que transportaban. Sobre ellas, sangrando por media docena de recientes heridas, yacía Mabon de Rhoden. Loren Manto de Planta y Sharra de Cathal, con el rostro muy pálido, se apresuraron a acudir junto al caído duque.
Paul no sabia adónde mirar. Por doquier yacían moribundos y muertos. Abajo, en la llanura, las fuerzas de la Oscuridad no parecían haber disminuido. En su interior el latido de Mórnir parecía tan débil como siempre, agónicamente lejano. Un destello de algo que no llegaba a promesa; conciencia, pero no poder.
Desesperado, soltó una maldición, como antes había hecho Barak.
Kim lo miró y poco después le dijo con extraña voz:
-Acabo de darme cuenta de una cosa. Te estás odiando a ti mismo por no ser capaz de utilizar tu poder en la batalla. Pero el tuyo no es un poder de guerra, Paul. Deberíamos habernos dado cuenta de eso antes. Yo soy quien tiene ese poder; mejor dicho, lo tenía hasta anoche. Tú eres algo más.
El oyó la verdad en esas palabras, pero eso no disminuyó su angustia.
-¡Magnifico! -gruñó-. Y eso me hace terriblemente útil, ¿no es cierto?
-Quizás -se limitó a decir ella.
Pero sus ojos tenían una tranquila expresión que consiguió calmarlo.
-¿Dónde está Jen? -preguntó.
Ella señaló con el dedo. Paul miró hacia allí y vio que también Jennifer estaba arreglándoselas con los heridos lo mejor que podía. En aquel preciso instante acababa de levantarse junto a un herido y dio unos cuantos pasos hacia el norte para contemplar el campo de batalla. Sólo podía ver su perfil, pero, al mirarla, Paul se dio cuenta de que jamás había visto una mujer con una expresión como la suya, como si estuviera cargando sobre si misma el dolor de todos los mundos. Su porte era el de una reina.