Un bellísimo canto al amor de toda una vida. Un prestigioso pintor, sumido en una grave crisis creativa, desgrana ante su hija sus recuerdos más íntimos en un monólogo que es a la vez un homenaje y un exorcismo del dolor que siente por la muerte prematura de su esposa, Ana, «una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir». Con un marcado trasfondo autobiográfico —Delibes rinde un homenaje a su esposa, muerta en parecidas circunstancias en 1974—, la novela, a través de la sobrecogedora semblanza de un personaje femenino, lanza un canto al amor maduro, sereno, de toda una vida.
Miguel Delibes
Señora de rojo sobre fondo gris
ePUB v1.0
05.06.13
Título original:
Señora de rojo sobre fondo gris
Miguel Delibes, 1981
ePub base v2.1
No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo? Una copa acartona el recuerdo, pero, al propio tiempo, convierte la onerosa gravedad de tu cuerpo en una suerte de porosidad flotante. Algo parecido a la fiebre. Pasado el trance, sobreviene el decaimiento, pero hay un medio para evitarlo: mantener en sangre una dosis de alcohol que te imbuya la impresión de que participas en la vida, de que la vida no pasa sobre el hoyo en que te pudres sin advertir que existes. Esta forma de energía suele identificarse con la alegría, aunque, por supuesto, no es la alegría. A lo sumo, una energía inferior, improductiva; en caso contrario, yo trabajaría. Pero mi ingenio, si alguna vez existió, se ha agotado; ya lo estás viendo: no soy capaz de embadurnar un lienzo, ni siquiera de sostener un pincel en la mano.
Hace una hora, cuando llegaste, miraba, como cada día, el camino de grava desde el escañil. Vi cruzar tu coche ante el tragaluz. Te estaba esperando. Alicia me lo comunicó ayer. Me dijo: Ha terminado la pesadilla. Los han soltado. Ana irá a verte mañana. A través de ese cristal llega hasta mí la apagada vida del pueblo: la hornillera, la actividad de las huertas, el monótono runrún del tractor del señor Balbino; el pastor con las ovejas… Todo lo que conforma mi vida actual se recorta cada mañana en el tragaluz. Lo miro todo; lo veo todo. Soy como Dios. La claraboya ya es otra cosa. Es ella la que me mira a mí, me ofusca con su luminosidad excesiva. Pero tu madre la quiso de esta manera: grande e inclemente para que no pudiera atribuir mis limitaciones a deficiencias de instalación. El problema era armonizar el gran chorro de luz con una casa campesina del
XVIII
. Había que insertar lo moderno en lo rural sin recurrir a la violencia. Una tarea adecuada para ella, puesto que uno de sus talentos radicaba en eso, en restaurar viejas mansiones sin afrentar al entorno; sin menoscabar la limpia estructura de la piedra y la madera.
De esta vieja casa, con dos siglos a cuestas, se enamoró hace años.
Observaba apesadumbrada su ruina progresiva, su desmoronamiento.
Desconocía a su dueño, pero un día alguien le informó que el último ocupante había sido un funcionario del Ministerio de Agricultura, un guarda forestal. Le desagradó la noticia. Las entidades la intimidaban. Prefería tratar con personas físicas. La burocracia la cohibía un poco, seguramente porque la burocracia se mostraba insensible a su encanto personal. Pero le atraía tanto esta casa que, cada vez que dábamos un paseo, se detenía ante ella, analizaba su original construcción, sin ladrillo ni cemento, sus entibos de roble sustentando las piedras de toba, el balconaje de hierro, los enjutos ventanucos al norte, con minúsculos cuarterones móviles. Una tarde se introdujo por el hueco de una puerta lateral y quedó prendada de la solidez de su fábrica: el envigado, los puntales, las sólidas zapatas, el entarimado de tabla ancha, con quejidos dolientes cuando se pisaba. No tengo más remedio que ir al Ministerio, me dijo al salir. Estaba literalmente deslumbrada. Al día siguiente, marchó a Madrid ella sola. No le agradaba implicar a nadie en sus veleidades; resolvía estos asuntos a su manera. De modo que me quedé en el refugio con tus hermanos, aguardándola. Regresó muy optimista: Todo resuelto, me dijo; tendrás tu estudio. Le pregunté si había comprado la casa, pero ella denegó con la cabeza. A menudo solapaba sus respuestas, con una reticencia burlona. Le gustaba sorprender; dar sorpresas y recibirlas. Los edificios oficiales no se venden, aclaró. Me quedé mirándola; no me parecía una respuesta convincente, pero ella añadió, como si fuera algo de dominio público: Se subastan o se permutan. Yo seguía encandilado con su sonrisa. Siempre admiré en ella su determinación, ese saber lo que quería, su manera de afrontar las cosas, aunque a veces, como en este caso, le desagradasen el papeleo y los oficialismos. Todavía parece que la estoy viendo, a la mañana siguiente, sentada en la estera del refugio, el vaso de zumo de naranja con que se desayunaba sobre un tajuelo, divertida de mi desorientación, su pequeña cabeza morena coronando su delgado cuello, firme y fragilísimo. He optado por la permuta, dijo en un falso tono de agente inmobiliario; compraré un prado en Villarcayo y se lo cambiaré al Servicio Forestal pelo a pelo por esa casa. Y así lo hizo. Adquirió un prado grande, suficiente para apacentar dos docenas de vacas, y lo permutó por la casa. La tarea no había hecho más que comenzar. Ahora había que apuntalarla, reconstruirla, restaurarla y amueblarla. Tenía entretenimiento para rato.
Dos semanas más tarde, de regreso en la ciudad, os detuvieron a Leo y a ti. Aún veo los dos rostros, inclinados sobre mi cama, la espantada mirada de Alicia, la diligente de tu madre, indicándome por señas que me quitara los tapones de los oídos. Yo me resistía. Me asusta lo que vais a decirme, dije.
Sentía miedo; siempre temí las noticias de la madrugada. Aún veo los dos rostros acuciándome, la lámpara encendida sobre mi cabeza, la tulipa azul.
Decídmelo por partes, supliqué. Ella asintió y entonces me saqué los tapones de los oídos. Su voz era tranquila: Han detenido a Ana y a Leo, dijo. Temía un golpe irreversible, y aquello no me pareció definitivo. Cada día detenían a docenas de universitarios y sabía que vosotros llevabais tiempo metidos en actividades políticas, y Leo, concretamente, en el Frente Revolucionario. Dice Nicolás que a Leo le detuvieron al aparcar el coche en la Universidad; lo tenía lleno de panfletos contra el 1001. A Ana, en el laboratorio, poco después (iba añadiendo pormenores). Logré sentarme en la cama. Había conseguido dominar la limitación de mi pensamiento, incapaz de abarcar de una vez los diversos aspectos del problema. Reaccioné súbitamente y pregunté por la niña. Estaba con Nicolás y sus amigos, en el piso de San Julio.
Inmediatamente mi cerebro entró en actividad. Vámonos enseguida, dije. Hay que impedir que les torturen. Era mi obsesión. Pero mientras me vestía, pese a que eran solamente las cuatro de la madrugada, tu madre ya andaba colgada del teléfono. Despertó a Indalecio Vicuña, su primo, falangista de la vieja guardia, a Mariano Gajate, coronel, hermano de Justo Gajate, el abogado del Estado, el fiscal Alonso Cano, de los Cano de aquí, un viejo conocido.
Todos recibieron su llamada como cosa natural. Éste era otro don de tu madre: tenía la facultad de inmiscuirse en casa ajena, incluso de interrumpir el sueño del prójimo, sin irritarlo, tal vez porque en el fondo todos le debían algo.
La semana pasada, en la ceremonia de ingreso en Bellas Artes, Evelio Estefanía, en su discurso de contestación, dedicó unas palabras a tu madre:
Una mujer, dijo, que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir.
Un juicio definitivo. Con frecuencia me pregunto de dónde sacaba ella ese tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su delicado gusto, su sensibilidad. Sus antepasados eran gente sencilla, inmigrantes del campo, con poca imaginación. ¿De quién aprendió entonces que una rosa en un florero puede ser más hermosa que un ramo de rosas o que la belleza podía esconderse en un viejo reloj de pared destripado y lleno de libros? El juicio de Estefanía era exacto: su presencia aligeraba la pesadumbre de vivir.
A veces, bastaba su voz. Por eso ni Vicuña, ni Gajate, ni Alonso Cano, tomaron a mal que los despertara a horas intempestivas: Lo que desazona a Nicolás es la posibilidad de que les torturen. La oía una y otra vez por el teléfono, como una cantinela. Más tarde, cuando bajábamos al coche, en el silencio de la madrugada, me confesó que el coronel Gajate le había dicho una cosa insólita, esto es, que la organización del estado policíaco había alcanzado tal perfección que ni el alto mando podía impedir ya la acción individual de un número. Me sorprendió esta confidencia. Desconocía en tu madre esta habilidad para tirar de la lengua.
Durante semana y media nos instalamos en vuestra casa, con la niña. El primer día su abuela la envió a la guardería y, al atardecer, mientras ella ordenaba el piso, yo me fui a buscarla. Todos los niños me parecían iguales y temía no identificarla, pero al pasar revista a los cochecitos, una niña con caperuza roja me sonrió. ¿Te das cuenta? Era ella, su misma sonrisa, la reconocí al instante. Pero, además, había algo misterioso en todo aquello, ¿cómo era posible que una niña de pocos meses identificara a su abuelo al que apenas había visto un par de veces en su vida?
Nicolás y sus amigos de San Julio nos traían noticias cada tarde. Tú habías pasado la noche, de interrogatorio en interrogatorio, en la Dirección General de Seguridad. Leo en una celda, con un magnetófono en la contigua, transmitiendo el llanto de una mujer. Pretendían hacerle creer que eras tú la que llorabas para doblegarle. ¿Te das cuenta del ardid? Les alarmaba el cariz que iba tomando el proceso 1001; que la calle se les fuese de las manos. De ahí mi miedo a la tortura, un miedo tan tenaz que me paralizaba. Ella era más práctica. Limpió el piso de papeles comprometedores, de modo que cuando a la tarde se presentó la policía no encontró nada, únicamente El Capital, una máquina de escribir y una escopeta de caza, con los papeles en regla, que se llevaron. Ése fue su botín.
A la mañana siguiente, tu madre había concertado una entrevista con Alonso Cano, el fiscal. Según me dijo, estuvo correcto pero distante. Le mortificaba que alguien pudiera admitir que los policías apagaran las puntas de los cigarrillos en la piel de los detenidos para hacerlos cantar. Ella comentó que ni lo creía ni lo dejaba de creer, pero era inicuo negarse a toda comprobación. Tal vez algún día tengamos que rendir cuentas por estas cosas, le dijo. Lo dejó caer como al desgaire porque sabía que Alonso Cano era muy religioso y aquella alusión a un juicio vago, inapelable, que bien pudiera ser el juicio final, iba a impresionarle, como así fue. Le prometió acelerar los trámites para pasarlos a la cárcel sin demora, donde vuestra integridad estaría más protegida.
Tu madre conservó siempre viva la creencia. Antes de operarla confesó y comulgó. Su fe era sencilla pero estable. Nunca la basó en accesos místicos ni se planteó problemas teológicos. No era una mujer devota, pero sí leal a los principios: amaba y sabía colocarse en el lugar del otro. Era cristiana y acataba el misterio. Su imagen de Dios era Jesucristo. Necesitaba una imagen humana del Todopoderoso con la que poder entenderse. Nada más conocernos me contó que en vísperas de su Primera Comunión, todo el mundo le hablaba de Jesús; sus padres, sus tías, las monjas de su colegio. Únicamente de Jesús.