Ante su insistencia experimenté esa satisfacción propia del profano que anticipa un diagnóstico: ¡Óscar estaba pensando en la menopausia!
Hacía calor en la ciudad, un calor seco y estancado, de asfalto reblandecido, ese calor propio de los veranos en Castilla. Necesito unos análisis para mañana, dijo Óscar, y me extendió la receta. Luego, al llegar a casa, ocurrió un curioso incidente. Al bajarme del coche, tu madre, que se había apeado por el lado opuesto, le decía cálidamente a un hombre maduro, que se alejaba por la acera sin volver la cabeza: Gracias; muchas gracias. Ha sido usted muy amable. El hombre, con chaqueta clara y un hombro más alto que otro, se escabullía azorado. Ha sido muy amable, repitió tu madre ya dentro del ascensor: Pero ¿qué es lo que te ha dicho?, le pregunté intrigado.
Ella no hacía más que asentir. Estaba verdaderamente conmovida: Al apearme del coche me miró, silbó y dijo: ¡Vaya piernas! ¿Qué te parece? Normal. Que tus piernas son bonitas no es ningún descubrimiento. Entonces hizo un escueto comentario en el que luego he pensado a menudo. Dijo únicamente:
Hoy, sí. ¿Por qué ese día era un descubrimiento que sus piernas fueran bonitas? ¿Por sus cuarenta y ocho años? ¿Tal vez por la enfermedad?
Estábamos sentados en nuestros sillones habituales, la televisión a medio tono, dos rendijas de luz en las persianas, sin visillos, en la provisionalidad del verano, lánguidos bajo el chajuán. Hacía tiempo que nadie me decía una cosa tan agradable, volvió a repetir tu madre. El tedio del verano, la tarde bochornosa, la inquietud por la enfermedad… todo lo había superado merced al piropo de un hortera. Pero se lo has agradecido con largueza, dije por decir algo. ¿Crees que me he pasado?, preguntó. La veía, de súbito, insegura, desconfiada. Me apresuré a tranquilizarla: Tal vez te has excedido un poco, pero nada más. Me miró contrariada: En ese caso es que me he pasado, ¿por qué dices que no? Sin saber cómo, nos enredamos en una torpe discusión sobre la pertinencia de agradecer un piropo y yo me acaloré y le dije que lo inadmisible era contestar a un piropo con otro piropo y ella respondió que únicamente le había dado las gracias, no le había piropeado, y yo añadí que dar las gracias dos veces y llamar amable a un desconocido era más que un piropo. ¿Por qué perdí el control aquella tarde? ¿Por qué? Ella vivía bajo la idea de que se estaba desmoronando y las palabras de aquel hombre la habían reconfortado. ¿Por qué, entonces, la traté con aquella desdeñosa aspereza que empleaba a veces cuando estaba sana y no me era necesaria? En cualquier caso mi enfado fue irrelevante. Ella no lo tomó en cuenta. A la noche, cuando iba a acostarme, la sorprendí ante la luna del armario, levantándose las faldas con las puntas de los dedos, la morena cabeza ladeada, contemplándose las piernas. Se mordió el labio inferior e hizo un gesto de asentimiento: En efecto, todavía se las puede mirar, dijo satisfecha.
Dos días más tarde, Óscar nos dio una buena noticia: los análisis revelaban una anemia ferropénica que explicaba algunos trastornos. Le recetó compuestos de hierro, reposo en cama dura y unos corticoides. Mi ánimo fluctuante se recuperó. Ella seguía condicionándolo todo. Ojalá sea sólo eso, decía. ¿Por qué ojalá? Ya está visto. Óscar lo ha dicho. Deseaba a toda costa que ella lo creyera. Al día siguiente regresamos a casa. ¿Qué? Había ansiedad en los ojos de Alicia, en los apremios de Martín, en los silencios de Nicolás:
Todo resuelto. Una anemia ferropénica, dije. Ella alzaba los ojos y movía la cabeza, denegando. Alicia me dijo luego que le había dicho: No quiero desilusionar a tu padre, pero Óscar únicamente ha apuntado la anemia como una posibilidad.
Por la tarde me encerré en el estudio. Canturreaba, silbaba como hacía tiempo que no lo hacía. Me parecía que inauguraba una nueva era. Empecé un cuadro, pero, a la media hora, se atascó, di cuatro brochazos violentos y lo dejé. Estaba literalmente vacío. Lo mío no se curaba con hierro, era irremediable. Si ella va a restablecerse, ¿por qué no me sale nada?, me preguntaba perplejo. Pero la impericia de mi mano, la sequedad de mi cabeza, se me antojaban definitivas. Me excité tanto que arrojé los pinceles y los tubos de pintura contra el lienzo, propiné dos patadas al caballete, a los botes esparcidos por el suelo y me tumbé, muy agitado, en el diván. Respiraba anhelosamente, me oprimía el pecho. Pensé en el infarto, pero era la rabieta lo que dificultaba mi respiración. Tendrá que ser así, me dije; también a los artistas nos llega la menopausia.
Mi reacción posterior fue la habitual en esos casos. Ante mi impotencia, pensé que mi discurso se había agotado, que había llegado el fin. En semejantes crisis mi decaimiento no era solamente artístico, afectaba también a mi humor. Mi humor, lo tenía comprobado, dependía de mi eficacia: a mayor rendimiento, mejor humor; a menor, peor. Es decir, crecía y decrecía como la luna; pero en las fases altas, cuando pintaba y el cuadro respondía a mis expectativas, me identificaba de tal modo con él, que olvidaba la hora que era, dónde estaba, incluso quién era yo. En alguna ocasión me sucedió no darme cuenta de que existía, hasta que anocheció y dejé de distinguir los colores. En tales casos se producía como un despertar, un parpadeo incrédulo, un descenso de las nubes. Permanecía un rato inmóvil. Al cabo, encendía la luz, me frotaba los ojos y me recreaba en mi propia obra. La veía como nueva, como si fuera de otro, como en una exposición en la que acabara de entrar. Yo mismo ignoraba cómo había solventado las dificultades que ahora veía resueltas en el cuadro. Me asombraba de mi propia maestría. Tan ajeno me sentía, que de estas obras solía decir que las habían pintado los ángeles, que mi mano sólo había servido de instrumento. Ella, antes de entrar en el estudio, atisbaba por la rendija de la puerta y, si me veía en pleno transporte, arrobado, bajaba y comía con los chicos, sin esperarme. A la noche, cuando me veía aparecer como un sonámbulo, me preguntaba: Bajaron los ángeles, ¿verdad? Yo asentía: Vamos a ver el cuadro.
En épocas fértiles no se me ocurría pensar en períodos de aridez; lo natural era que un pintor pintase de continuo, como un maestro da diariamente su lección. Imaginaba que las vacilaciones eran flaquezas pasajeras, que el talento fluía constantemente, como fluyen las aguas de un río, aunque no se note. Pero, de pronto, sobrevenía una fase de esterilidad y mi ánimo cambiaba de signo. Yo era un yermo y el hecho de que alguna vez hubiera dado fruto, un accidente. Una racha de inspiración no hacía a un artista. El artista debía ser voluntad, y aquel que creaba sin voluntad de crear era un simple instrumento del azar; un chambón. A veces mi cabeza se esclarecía en un relámpago, pero en los últimos tiempos todo era oscuro, me movía tan a tientas como el día que regresamos de ver a Óscar, convencido yo de que tu madre padecía una anemia ferropénica. Sin embargo, aquella tarde subí al estudio seguro de mí mismo, creía todavía en las crisis pasajeras e incluso recuerdo que canturreaba. Pero cuando advertí que no, que mi cabeza continuaba hueca, sin ideas, formas, ni colores, me irrité conmigo mismo y con la vida. Luego, tumbado en el diván, la opresión del pecho fue cediendo, me tomé dos Valium y me quedé dormido, en la certidumbre de que mi ingenio, si alguna vez existió, se había desvanecido.
A la mañana siguiente fuimos a Madrid, a veros. Marcelino Camacho había repartido unos jerséis de las sindicalistas francesas entre sus compañeros de proceso, pero a Leo no le correspondió ninguno. Eran unos jerséis abiertos por delante, de mezclilla, con cuello y cremallera que, en honor de su distribuidor, fueron bautizados con el nombre de marcelinas. Me fastidió que Leo fuera descartado del reparto puesto que si estaba preso era por su causa. Lo habían encerrado por oponerse al proceso 1001, por defender la autonomía sindical. La verdad es que en aquellos días yo estaba muy impresionable; me impacientaba por cualquier cosa. A tu marido le sobraba ropa de abrigo como para atravesar el polo. ¿Qué importancia tenía entonces un jersey? Simplemente una satisfacción moral; en aquellos momentos, lo que yo valoraba eran los gestos. Me notaba suspicaz. Tú ya sabías que tu madre estaba enferma y me urgía comunicarte las últimas novedades. Imaginaba puerilmente que al darte a conocer lo de la anemia el asunto quedaba zanjado, puesto que la ciencia, me decía, no puede volverse atrás. La recordarás en el locutorio aquella mañana bochornosa, sofocada, los labios agrietados, débil, intentando sobreponerse. Bajaste la voz: ¿Seguro que es sólo anemia?, me dijiste. Sentí por ti una helada compasión: Estate tranquila, Óscar lo ha dicho.
El regreso fue malo. Le subieron las décimas, le aumentó el cansancio. Al cabo de unos días de tratamiento mejoró un poco, fue como un centelleo de esperanza; se sentía menos agotada. A cambio, se le congeló el hombro, se le agarrotó: Es como si tuviera esquirlas de hielo en la articulación, decía. La observaba sin cesar. Pocos días después, advirtió que perdía vista en el ojo izquierdo y oído en el oído del mismo lado. Me alarmó. Acudí a teléfonos pero no pude hablar con Óscar: estaban las líneas sobrecargadas. Empezó con los insomnios. No es que durmiera mal, sino que no dormía en absoluto. Se levantaba, deambulaba por la casa, volvía a acostarse. Cambió de habitación para estar sola y no molestarme. Con el alba se quedaba adormilada en el sofá del salón, pero tan pronto se levantaba alguno y hacía crujir las tablas del entarimado, volvía a despertarse. Al fin comuniqué con la consulta de Óscar.
Estaba ausente. Se había ido a descansar unos días al norte, a Asturias, pero sin dejar dirección, sin reserva de hotel, un poco a la aventura. A Óscar ya sabes que le gustan esas cosas. Irse a los Alpes con una caravana enganchada al coche, o pasar una semana en los Picos de Europa en una tienda de campaña. Antepone el campo a todo lo demás. Al fin y al cabo en él nació y allí disfrutó de una infancia feliz. Pero cuando me dijeron que estaba ausente, me sentí desamparado. Volverá pronto, añadió la enfermera.
A la mañana siguiente, tu madre, contra su costumbre, me buscó en el estudio, aquí, donde yo luchaba inútilmente con un lienzo en blanco. Ya sé lo que tengo, me dijo con ingenuo entusiasmo. La miré como a un bicho raro, con prevención: La muela, agregó. La muela que me arreglaron en mayo; el empaste oprime el nervio e insensibiliza el lado izquierdo de la lengua. Era la primera vez que me hablaba de la lengua y, al advertírselo, aclaró que desde que regresamos de Madrid tenía acorchado el lateral izquierdo, como dormido.
Las cosas no me saben a nada; no distingo un sabor ácido de otro dulce. A Óscar le puse al corriente en cuanto regresó. Veníos por aquí, me dijo.
¿Mañana? ¿Por qué no esta tarde? Ni siquiera la miró. Tenía escritas dos cartas que me entregó: una para Edmundo Carcedo, el oftalmólogo, y para Alberto Román, el otorrino, la otra.
Edmundo Carcedo la sometió a un reconocimiento meticuloso. No veía bien con el ojo izquierdo. Había perdido un veinte por ciento de visión.
Edmundo pretendía suavizar el diagnóstico dulcificando los rasgos de su cara cuadrada, abriendo los ángulos: Disminución del reflejo corneal; conviene que le exploren cuanto antes el oído. No anticipaba cosas, únicamente intentaba redondear su rostro, atenuar el dramatismo. Alberto Román, el otorrino, confirmó la pérdida de oído. Pero no era como Edmundo, sino más bien su contrario. No se esforzaba en atemperar la realidad; exponía sus paulatinos descubrimientos con rudeza. Antes que como médico, actuaba como científico.
Añadía un dato a otro fríamente, como un investigador podría aportar un nuevo hallazgo para ayudar a resolver el problema. Pasamos la mañana en su consulta. Tu madre se dejaba traer y llevar sumisamente. Hubo un momento, cuando el doctor murmuró entre dientes: «Existe una presión sobre el nervio acústico», en que ella reaccionó vivamente: ¡El empaste! El doctor Román denegó con la cabeza (es uno de esos hombres augustos para quienes la vida no es una broma y resultaría paradójico reír al verla amenazada). Señora, dijo, mucho me temo que el empaste de una muela nada tenga que ver con este cuadro.
Al día siguiente, Óscar me leyó el diagnóstico: «Proceso expansivo del ángulo pontocerebeloso del lado izquierdo. Necesidad de una exploración endocraneal más precisa». Me le quedé mirando como si se expresara en chino. Su voz se afelpó como cuando hablaba del campo, de sus excursiones al aire libre: Apunta la posibilidad de un tumor, dijo blandamente. ¿Un tumor?
¿En la cabeza? Asintió. Me ericé ante lo irremediable. Ella era ahora la razón de mi miedo y el miedo mismo no podía proporcionarme el antídoto. Óscar jugueteaba con los objetos de la escribanía, muy pulcros, con toda seguridad regalo de algún enfermo. Apresuró la frase esperanzadora: Los tumores en esa zona suelen ser benignos. Había caído tan hondo que cualquier otro juicio, el menor gesto, necesariamente habían de impulsarme hacia la superficie. No era posible hundirse más. ¿Operable?, dije con una punta de voz. Sí, claro, hoy se operan con éxito en un alto porcentaje. Hizo una pausa y se incorporó como indicándome que en lo sucesivo ya no íbamos a depender de él: Lo que urge ahora es encontrar el neurólogo adecuado.
Cuando tu madre me abrió la puerta, no me atreví a mirarla a los ojos.
Estaba ofuscado y me encaminé derecho a la librería. ¿Qué buscas? Venía detrás de mí, pero yo callaba. Sabía que en cuanto me mirara a los ojos, lo descubriría todo (veía detrás de los ojos, detrás de las palabras, en particular de los míos, tan transparentes). Había decidido no revelárselo hasta el día siguiente, con la nueva luz, pero ella, consciente de mi esfuerzo por evadirla, se apiadó de mí. Mi debilidad, como de costumbre, terminó por prevalecer. De modo que cuando me aparté de la librería y nos miramos de frente, se lo dije.
Me asombró su respuesta: Hoy estas cosas tienen arreglo, dijo. En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo cuarenta y ocho horas en toda una vida.
Al día siguiente, avisé a tus hermanos para que regresaran. Había concluido el veraneo. Óscar nos recomendó al doctor Gil, en Madrid: un hombre pálido, sumido, muy eficaz: un experto ojo clínico. Sin embargo, su casa —con muebles demasiado grandes, libros encuadernados, mala pintura—, me produjo una impresión desapacible. Interrogó largamente a tu madre.
Luego jugaron a los despropósitos, conmigo de espectador. Le tiraba una pelotita blanca que ella había de atrapar al vuelo, ora con una mano ora con la otra. Le ordenaba asirse la oreja derecha con la mano izquierda y a la inversa; tocarse con un dedo la punta de la nariz. Acto seguido, le hacía caminar en línea recta, con el talón de un zapato pegado a la puntera del otro, guardando el equilibrio, como hacíamos de niños para elegir bandos. Era turbadora la aplicación de tu madre, su esmero, su voluntad de hacerlo bien, como un colegial ante los palotes. A veces perdía el equilibrio o se le escapaba la pelota. Y, entonces, me sonreía: ¡Qué torpe soy! Acto seguido se disculpaba con el doctor: Nunca jugué bien a nada, pero esto es tan sencillo. El doctor Gil tenía la delicadeza de hacer como que no oía. La tomaba suavemente de una muñeca para hacerla girar o la cuadraba poniéndole las manos sobre los hombros. El empeño del doctor, sus contactos levísimos, denotaban que ya estaba afectado por su magnetismo. Era comprensible. ¡Se la veía tan indefensa y altiva enfrascada en aquellos juegos malabares! Hubo un momento, cuando, por segunda vez, trató de tocarse la punta de la nariz con el dedo índice de la mano izquierda, en que se lo metió en el ojo derecho, una desviación incomprensible: ¡Dios mío!, dijo desconcertada, parpadeando. Pero el doctor la tomó de la mano, cogió un punzón e inventó un nuevo juego: