Su atractivo era tan irresistible que, en el funeral, la gente lloraba. La iglesia estaba atestada, en silencio, un silencio que únicamente rompían los sollozos. Yo recuerdo aquel día como vivido dentro de otra piel, desdoblado.
Tras una semana de tensión intuía una realidad dramática, pero todavía no la sentía. Observaba a mi alrededor, atónito. Veía a un hombre de corbata marrón a listas verdes con los ojos enrojecidos; a una mujer de edad, enlutada, con el pañuelo en la mano; a dos muchachas llorosas, comunicándose en bisbiseos. ¿Por qué llorarán ésos?, me preguntaba.
¿Quiénes eran? ¿Quién sería el señor de la corbata listada, la mujer de edad, las muchachas que bisbiseaban? ¿Le habrían pagado alguna vez el autobús?
Ante aquella consternación general, pensé que el poder de seducción de tu madre era arrebatador, que su capacidad para granjearse afectos era tal que ni don Federico Corral, el administrador de la casa, a quien divisaba de pie, en un lateral del templo, con la cabeza melancólicamente reclinada sobre el pecho, podía sustraerse a ella.
La primera molestia que experimentó fue un dolor persistente en el hombro izquierdo. Fuimos a Óscar: Reúma, artritis, artrosis… Era joven, pero para estas cosas no hay edad. No le dimos importancia. Es decir, yo no le di importancia al dolor, sí a un levísimo decaimiento que advertía en ella, más bien al instintivo esfuerzo que hacía por sobreponerse. Acabábamos de regresar de Bruselas y todo había ido bien. Había vendido media exposición y las críticas fueron favorables. Ella, como de costumbre, había colgado los cuadros y estuvo contenta allí; no se quejó. Fue al regreso, a los tres días de estar en casa, cuando el dolor le asaltó por sorpresa al levantarse. Salvo el episodio del asma, no la recordaba enferma. A los veinticinco años, meses después de nacer tú, padeció un asma de origen misterioso cuyos accesos nocturnos no la permitían descansar. Pasaba las noches sentada en la cama, leyendo. No lo tomó en serio; tu madre, salvo los dientes y las grasas, no tomaba su cuerpo demasiado en serio. Los médicos descartaron el corazón; hablaron de alergia. Seguramente era alergia. Pero ¿alergia a qué? Las pruebas habituales nada probaron. Todo podía ser y nada era; nada se aseguraba y nada se descartaba. Tampoco parecía importante, aunque, cada vez que sufría el ataque, su respiración se hacía corta, silbante, con un entorpecimiento traqueal, angustiada. Ella me decía que no con la cabeza, que no me preocupase. Nunca llegó a sentirse en el límite, verdaderamente apurada.
Vivíamos entonces en una casa frente al parque, con una alfombra de nudos en el salón muy difícil de limpiar. Pero, salvo yo, nadie pensó en el parque, ni en la alfombra. Un buen día, los ataques empezaron a espaciarse por sí solos; apenas sufría uno al mes. Aquella época coincidió con la medalla del Salón de Otoño, y las perspectivas de mejora económica que comportaba nos animaron a cambiar de casa. Hacerlo y desaparecer el asma fue todo uno.
No volvió a sufrir ni el menor amago. Sencillamente se había terminado la enfermedad. ¿Fue el polen el causante, algún árbol del parque, alguna flor?
¿Tal vez el polvo acumulado en la alfombra, que no viajó con nosotros a la nueva casa? Nunca llegó a saberse. Pero Óscar recordó el asma cuando surgió el problema del hombro. Lo tenía registrado en su historial clínico y era admisible una relación, aunque el tiempo transcurrido desde entonces invitaba a descartarlo. Recetó gimnasia, ultrasonidos y antirreumáticos. A tu madre le habían hablado del gimnasio del Dr. Salinas, junto al río, y acudió a él esperanzada. Le fijaron una hora asesina: las 4 de la tarde. Y allí iba, en pleno mes de junio, y regresaba acalorada, deprimida. Solía sentarse en la mecedora del salón, hasta que se le pasaba el sofoco. Por primera vez la vi, aunque por breve tiempo, lábil, dominada por algo. En cualquier lugar del mundo donde hubiera vitrinas, museos, teatro o monumentos, es decir cosas bellas que admirar, tu madre era incansable. Podía comenzar la jornada a las nueve de la mañana y, doce horas más tarde, seguir activa, presta a asistir a algún espectáculo nocturno que mereciera la pena. El ejercicio físico no la mejoró el hombro. El dolor tenía manifestaciones que no parecían guardar relación con el tratamiento. Tal vez ella intuyó que aquel dolor insidioso, sin causa conocida, podía ser el inicio de algo grave, pero no dijo nada. Era enemiga de difundir malas noticias: A Ana no le habléis de esto; es una tontería, nos rogó. Y en la cárcel, cuando te visitábamos, no se hablaba de su dolor, como si no existiese.
Los temas eran los de siempre: el hombre casi eterno, el juicio que nunca comenzaba, la media lengua de la niña. En esa situación, con una medicación imprecisa, nos vinimos aquí. Al levantarse solía hacer la tabla de ejercicios del doctor Salinas, pero un día apareció con el brazo inflamado. A ver si ahora me voy a hinchar como un globo, fue su comentario jocoso. Estaba baja de tono pero deseaba despreocuparnos, que el ritmo de la casa no se alterase por su causa. Sin embargo, su decaimiento era notorio y, en contra de su costumbre, a mediados de julio dejó de subir al estudio para ver si me había cundido la mañana. Se mostraba jovial, pero refrenada, buscando camas, divanes, puntos de apoyo donde recuperar fuerzas.
Por la noche sí me interrogaba: ¿Trabajas? Yo asentía con la cabeza:
Mañana te enseñaré lo que estoy haciendo. La engañaba porque sabía que no subiría. Continuaba seco, carecía de facultades hasta para embadurnar un lienzo; me sorprendía haber tenido ideas meses atrás y empezaba a sospechar que esta vez mi incapacidad era definitiva. Únicamente disponía de un argumento en contrario: el hecho de que la idea de impotencia no era la primera vez que me asaltaba. Entonces me esforzaba en animarme pensando que la medalla del Salón de Otoño, las exposiciones de París y Bruselas, los elogios de los críticos, significaban alguna cosa. Y que si la inspiración me había asistido un día no había razones objetivas para que no volviera a asistirme. Te diré más, cada vez que ella me preguntaba ¿trabajas?, antes para que yo pensase que seguía de cerca mi quehacer que por auténtico interés (en esos días su cabeza estaba ocupada en otra cosa), yo me hacía la siguiente reflexión: que, más adelante, cuando ella sanase, tendría que revelarle la verdad, es decir, que el pintor que habitó en mí había muerto; que el hecho de haber pintado mil cuadros no significaba que pudiera pintar mil uno. Que ésa era la cruel servidumbre del artista.
Cuando ella se apagaba, todo languidecía en torno. Sus esfuerzos por sobreponerse no engañaban a nadie, resultaban incluso patéticos. Fue entonces, en aquellos primeros días del verano, cuando me asaltó la idea de la menopausia. Esta ingenua posibilidad fue tomando cuerpo dentro de mí. Tu madre estaba sufriendo un penoso proceso de menopausia y nada más. En el estudio, mientras luchaba con mi incapacidad, me lo repetía docenas de veces para convencerme. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Un día se lo revelé con un entusiasmo desmedido, pero ella sonrió: Son cosas distintas, dijo. Me enfadé conmigo mismo por mi torpeza al exponer la sugerencia, por haber estropeado la noticia. Luego la tomé con ella: ¿Qué sabía de medicina? A veces este proceso llegaba a despertar instintos homicidas en una mujer. Más aún: en las leyes de los países civilizados, se la consideraba una causa atenuante de la responsabilidad penal. Levantaba la voz para decírselo; sustituía los argumentos por voces, como siempre que uno no está convencido de lo que está diciendo. Ella me miraba, la chispita en el fondo de sus ojos castaños, y entonces yo me daba cuenta de que tenía la misma expresión que cuando miraba a la niña, un tanto remota e incrédula. ¡Te estoy hablando a ti!, gritaba furioso, pero ella seguía mirándome con indulgencia, su delgado cuerpo sin energías recostado en el sofá; pero como yo siguiera insistiendo, acabó suplicándome que me llevara a Gustavo al páramo a conducir, que estaba como un león enjaulado. Era evidente que no le interesaban mis conjeturas; deseaba, simplemente, estar sola, deshacerse de mí.
Ahora pienso que no tendré a nadie a mano cuando me asalte el miedo.
¿Qué va a ser de mí cuando no encuentre su mirada cómplice entre los ojos hostiles del auditorio? ¿Cómo arrancarme a hablar? ¿Cómo eludir el acoso tentacular de los cócteles? ¿Quién acudirá a rescatarme? ¿Tendré valor para subirme a un avión? La primera vez que lo hicimos, de recién casados, fue ella la que sintió vértigo. Se mareó en el despegue y yo fui feliz atendiéndola.
Tiempo después, cuando el avión de hélice fue sustituido por el de reacción, empecé a relacionar su interior con un quirófano, a recelar de aquel ambiente artificial que me oprimía. Ella me aconsejaba: Inspira hondo y expulsa el aire poco a poco. ¿Nunca te has emborrachado de oxígeno? Lo intenté pero la tensión no cedía; no conseguía dominarme. Entonces fue cuando descubrí la eficacia del alcohol ante el miedo insuperable. Unas copas de champán desfondaban el miedo, convertían el avión en un trasto tan inocente como un tiovivo de feria. Pero había que dar con el punto, lo mismo que ahora, cuando me levanto. Yo sé que si bebo la dosis justa, la veré ahí, tumbada en ese diván, con el vestido rojo del cuadro, con tal nitidez que podría describir la expresión de su rostro y los detalles de su atuendo. Y si no está ahí, la veré por el tragaluz atravesar el camino de grava y, poco después, recostada en el marco de la puerta, inmóvil, observándome atentamente; un poco desmañada pero muy atractiva. Algunas mañanas no la veo, únicamente la oigo, la siento acercarse por detrás, haciendo crujir las tablas de roble como sólo su peso podría hacerlas crujir. Entonces intuyo que me acompaña aunque no la vea. Es claro que son visiones producidas por el alcohol, pero me valen: ya no puedo vivir sin esas visiones. Lo que nunca consiguió el alcohol es borrar la impresión de aquel beso de hielo sobre su frente muerta, el frágil cuello emergiendo de la sábana que la envolvía como un sudario. Tus hermanos y tíos venían detrás en fila india, como en la cárcel, pero ella no la encabezaba ahora, faltaba su alegría. Y mientras ellos se despedían, yo me frotaba los labios ásperamente, porque, aunque era capaz de concebirla dormida o despierta, riendo o llorando, charlando o ensimismada, me resultaba imposible imaginarla sin calor.
Mediado el verano la invité a dar un paseo en bicicleta. Nunca había necesitado que la animasen pero, en los últimos días de julio, se mostró más abatida. Esa tarde, en la curva del Pinsapo, reconoció que el campo por sí solo no aliviaba la melancolía, que era preciso traer la alegría dentro para disfrutarlo. A pesar de todo, ella se esforzaba en alcanzar sus habituales niveles de optimismo imaginando situaciones que podían ser peores. Otras veces tenía raptos imprevisibles. A Mar la abrazó una noche en el salón con una vehemencia inusual. Estuve a punto de acabar contigo, le dijo. Llevaba varias noches soñando cosas atroces: con Mar descuartizada, sin manos, ni pies. En realidad no sabía si lo soñaba o lo imaginaba en la duermevela, pero daba la luz y no volvía a apagarla hasta que se tranquilizaba. Otra vez soñaba con la niña, me decía. Estaba obsesionada con la talidomida. A veces comentaba que estuvo a punto de tomarla en París, cuando la beca del 64, afirmación sin fundamento pues, aunque es cierto que se la ofrecieron, ella la rechazó como tantas otras cosas en esa situación. Estando encinta era refractaria a medicarse. Consideraba el embarazo un hecho natural aunque no consentía que se abultase otra cosa que el vientre. Odiaba esos embarazos invasores que se acusan hasta en los lóbulos de las orejas, pero no se medicinaba para evitarlos; hacía ejercicio y racionaba la dosis de sal. Eso era todo. Creo que esto fue lo que te recomendó a ti cuando le anunciaste que esperabas un bebé. Por tanto, el parto era un hecho fisiológico ajeno a la farmacopea; los medicamentos sobraban. Alcanzada la sazón, se alumbraba al niño y en paz; sin acelerar ni demorar el momento. Consecuente con sus ideas, la noche que alumbró a tu hermana Alicia, se negó a esperar al doctor pese a los ruegos de la comadrona. Llegado el momento, expulsó a la niña sin atender otras razones. Y allí quedaron las dos, madre e hija, sobre la colcha, la niña dando vagidos, ella mirando al techo, sonriendo a la nada. Fue algo tan maravilloso, que ante el estupor de la comadrona cogí un bramante y lo anudé en el cordón que las unía, que era grueso y azul, pero no me atreví a cortarlo.
Estos acontecimientos no alteraban lo más mínimo su ritmo de vida. Recuerdo que con Pablo se vino de viaje conmigo estando fuera de cuenta. Ya no se acordaba de lo de Alicia, el parto anterior. Verónica, más precavida, le advertía: Y ¿si te vienen los dolores en pleno campo? Ella replicaba con tal resolución que su amiga se achicaba: Me detengo en el primer pueblo y doy a luz; tampoco creas que parir sea un arco de iglesia. A las veinticuatro horas de nuestro regreso, nació Pablo, el más lucido de la serie. Verónica se llevaba las manos a la cabeza: ¡Dios Santo, no ha nacido en Francia de verdadero milagro! Ella se burlaba: ¿Tan grave te parece tener un hijo francés?
En las tertulias de sobremesa le contaba a Paula estas historias con objeto de familiarizarla con su alumbramiento ya inminente. Martín se mostraba acorde: el parto era un acto natural, y, en consecuencia, había que desligarlo de la medicina. Paula apenas ingería sal y aprendía a respirar. Todo iba bien, pero cuando, inesperadamente, un domingo por la tarde le sobrevinieron las contracciones, todos nos pusimos un poco nerviosos. Los dolores eran apremiantes pero tu madre no vaciló; mandó recado al médico del pueblo y organizó las cosas para atenderla aquí mismo, en casa. No hubo contratiempos; en cuatro horas había nacido la criatura y aunque era grande y su madre grácil, se escurrió lo mismo que había hecho Alicia veinte años atrás.
Fue quizá el único momento feliz, en medio de un verano calamitoso.
Sin duda el parto de Paula fue el último acto operativo de tu madre el pasado verano. A partir de aquel día cayó en una especie de inhibición. Apenas se ocupaba de las flores y de los niños. Una mañana, después de regar el rincón de las margaritas, se desmayó. Luego estuvo tendida en la hamaca, hasta la hora de almorzar. Cuando se levantó dijo que se encontraba bien pero, mientras comía, un comentario de Pablo le provocó un acceso de risa, se atragantó, enrojeció, y creímos que se ahogaba. Se puso en pie sin poder hablar. Agitaba los brazos pidiendo ayuda. Todos nos incorporamos y tratamos de auxiliarla. Al fin, remitieron los ahogos, se serenó. Alicia se asustó; estaba lívida. Dijo que mientras su madre no se recuperase, ella no se casaba. Por la tarde, incapaz de soportar la inquietud, cogí el coche y me la llevé a la ciudad a que la viera Óscar: los dolores del hombro seguían mortificándola, también la inflamación del brazo, las décimas… Después estaban las novedades del mareo y la disfagia. Óscar la exploró a fondo. De la conversación deduje que tu madre padecía otros trastornos de los que no me había hablado: laxitud, afonía, molestias en el cuello y un dolor intermitente en la pierna derecha. A cada nuevo síntoma que exponía, yo escrutaba el rostro grave de Óscar, su mirada antigua, un poco taimada, de campesino. Y cuando tu madre agregó que a veces, sin razón alguna, sangraba por la nariz, Óscar se interesó por las reglas, que, según ella, eran normales. Pero él inquiría más y más detalles.