Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (4 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—Por favor, siéntate.

—¡Vamos, Simon, no dispongo de tiempo! —rezongó irritado.

—Muy bien, como prefieras.

Darden extrajo de un sobre la foto impresa por John Stewart la víspera. La puso ante sus ojos y retrocedió dos pasos para observar con detalle la reacción del máximo responsable del periódico. Roger Alton tenía fama de imperturbable. Rara vez se inmutaba. Era uno de esos hombres capaces de mantener los pies calientes y la cabeza fría en las peores situaciones. Sostuvo la imagen a cierta distancia mientras adelantaba las gafas sobre el puente de la nariz. Todo su rostro se afiló.

—¿Pretendes reírte de mí, Simon Darden? —gruñó—. Hoy ando escaso de humor y no estoy para que me tomen el pelo.

—Nadie te toma el pelo. La foto es auténtica.

—¿Quién dice que este disparate es auténtico?

—John Stewart.

—¿John? ¿John Stewart dice que esto es auténtico?

—Sí.

Alton se quedó boquiabierto. Conocía bien el impecable trabajo del fotógrafo; tanto
The Guardian
como
The Observer
, el periódico dominical, solían encargarle los reportajes más delicados y comprometidos. Su reputación era incuestionable.

El editor, estupefacto, dirigió de nuevo la mirada a la imagen. Parecía una estatua de mármol.

—Pero… ¿cómo es posible? —farfulló—. ¿De dónde ha salido esto?

—Un tal Heinz Rainer me la envió ayer por correo electrónico. Hace un par de horas, al llegar, le he contestado rogándole que se ponga en contacto conmigo. Le he facilitado mi teléfono móvil.

—¿Sabes quién es este hombre…, este que aparece tras Eva Braun? —interpeló consternado Alton, señalando a un tipo recio, de corta estatura. Permanecía con los brazos cruzados; lucía un espeso bigote parecido al de Stalin, que casi tapaba sus gruesos labios; sus ojos oscuros quedaban enmarcados por unas cejas pobladas, sumamente desordenadas.

Darden estiró el cuello, echó un vistazo y negó.

—No tengo la menor idea —aseguró—. Lo cierto es que no conozco a ninguno de los invitados. Algunos me resultan vagamente familiares, pero poco más.

El editor no salía de su asombro.

—¡Este hombre es el doctor Josef Mengele!

—¿Mengele? ¿El carnicero de Auschwitz?

—Sí.

—Mengele murió hacia finales de los setenta, en Brasil. Nunca consiguieron atraparle. Lo comprobaré. Tal vez esta foto fue tomada en Brasil, aunque de ser así no le encuentro demasiado sentido al hecho de que vayan todos tan abrigados.

—Escucha, Simon. No dudo de John Stewart, sabes que le admiro…, pero ante algo así es imprescindible recabar más opiniones —razonó Roger Alton—. Voy a pedir que esta imagen sea examinada por varios expertos. Los mejores. Si damos crédito a esta fotografía y nos equivocamos, el ridículo será universal.

Simon Darden se encogió de hombros y asintió.

—Me parece bien. Es lo que procede, pero si resulta ser auténtica
The Guardian
habrá reescrito la historia del siglo XX —advirtió el periodista—. Si llegamos a publicar esta foto necesitarás todas las rotativas de Londres para
ensuciar
tanto papel, amigo mío.

—¿Puedo quedármela? —indagó el editor—. Quisiera que la vieran los miembros del Scott Trust…

—¿Crees que eso es prudente?

—La discreción de los
centinelas
es proverbial.

—Tú sabrás lo que haces. Por mi parte, si no tienes inconveniente, voy a dedicarme a desentrañar este misterio. Durante unos días delegaré la supervisión de las páginas de Internacional en Garnet —propuso.

Tras separarse, Simon Darden se enfundó el abrigo y salió a la calle. Encendió un cigarrillo de camino al News Room Archive, la hemeroteca de
The Guardian
, situada unos sesenta números en dirección al principio de Farringdon Road. Allí se custodiaba la historia completa del periódico, desde sus inicios en Manchester, en el siglo XIX, hasta la actualidad. Los últimos años de la publicación, digitalizados, podían consultarse a través de la red.

El periodista buscaba algo muy concreto. Los tomos que contenían los ejemplares correspondientes a 1945.

Se encerró en una de las salas reservadas a los periodistas del grupo. Mientras sus ojos se detenían en todas y cada una de las imágenes de un Berlín devastado, recordó que tres años atrás había estado en esa ciudad cubriendo la información de unos comicios. En uno de los desplazamientos efectuados, un fotógrafo adscrito al
Der Spiegel
al que habían encargado el reportaje gráfico mostró a Darden un aparcamiento aledaño a la calle por la que circulaban. Le aseguró que bajo esa capa de cemento se hallaba una de las salidas del Führerbunker. A él le había extrañado el hecho de que nadie tuviera muy claro el emplazamiento y el trazado exacto de esos refugios subterráneos. El berlinés adujo que tras la guerra se había optado por echarlo todo al olvido. Era el mejor modo de evitar que el lugar acabara convirtiéndose en un santuario del nazismo.

Darden desplegó a un lado de la mesa una reconstrucción bastante fiable de esa intrincada red de estancias y pasillos. Había encontrado el esquema en una enciclopedia de los años sesenta. En realidad, no existía un único búnker. Eran dos. El llamado Vorbunker se había construido alrededor de 1936, anexo a la fachada de la Oficina de Asuntos Extranjeros de la Cancillería alemana; el segundo, el que ocuparía el dictador, entre 1943 y 1944, cuando todos los síntomas apuntaban a un cambio drástico en el signo de la contienda. El Führerbunker, emplazado a unos diecisiete metros de profundidad, se comunicaba con el primer refugio por un tramo de escaleras. Casi una veintena de habitaciones y estancias conectadas entre sí conferían a la planta el aspecto de un endemoniado laberinto o, cuando menos, el de un complejo decorado de vodevil.

—¿Cómo conseguiste escapar? —musitó Darden examinando con detenimiento el ala ocupada por Hitler.

Esa parte comprendía dos dormitorios, un salón privado, dos salas de mapas y conferencias, una oficina personal y aseos. Al otro lado, a la derecha, se ubicaban las estancias utilizadas por Goebbels y Bormann, amén de una central de comunicaciones, servicios médicos y generadores.

El periodista comenzó a consignar en un cuaderno de notas la larga relación de personajes que habitaba ese universo de luces oscilantes y hormigón; seres que en su obstinada demencia habían renunciado a la realidad que se cocía en el exterior y apuraban, de forma impúdica, el tiempo de sus vidas. No pudo evitar recordar la historia de
La máscara de la muerte roja
, un relato de Edgar Allan Poe que le había impresionado sobremanera siendo niño. Del mismo modo en que el príncipe Próspero y sus alegres cortesanos dieron la espalda a la peste tras las almenas de palacio, toda esa caterva de asesinos asistía al hundimiento de su Imperio de Mil Años ahogando la angustia de su inexorable fin en Moët&Chandon, en el subsuelo de una ciudad pulverizada por ochenta mil toneladas de bombas; alfombrada con trescientos mil cadáveres; defendida por los restos de un ejército diezmado, incapaz de contener al millón de soviéticos que avanzaba metro a metro clamando venganza.

Simon Darden miró de reojo su teléfono móvil. Lo había dejado a un lado. Seguía sin sonar. Le inquietó la idea de que ese anónimo informador le hubiera desechado ante la falta de interés que había mostrado el día anterior. De no volver a saber de él se encontraría con una foto asombrosa entre las manos que no podía ser explicada en modo alguno.

Dos horas más tarde, tras eliminar de su listado a muchos personajes que en primera instancia se le antojaban meros actores secundarios, el periodista tenía ante sus ojos una docena de nombres.

Todos estaban muertos…

Hitler había entrado en el búnker de la Cancillería el 16 de enero de 1945. De atenerse a la historia oficial, no lo abandonó ni una sola vez hasta la fecha de su muerte —recapituló cuidadosamente Darden—. En su viaje sin retorno le acompañaron Martin Bormann; Josef Goebbels y su esposa, Marta, con sus seis hijos; tres secretarias, Christa Schroeder y Johanna Wolf —a las que el Führer encomendaría la misión de viajar a su casa de Berchtesgaden en Bavaria a fin de quemar todos sus papeles y documentos ocho días antes de su suicidio—, y Traudl Junge, la más próxima a él. Ella sería la encargada de redactar el testamento privado y político del jerarca. Un cáncer había terminado con su vida cuatro años atrás, en 2002, en un hospital de Munich, sin que hubiera llegado a interiorizar totalmente la monstruosidad de sus superiores.

La salud de Adolf Hitler estaba seriamente resentida. Arrastraba los pies y temblaba, y se había vuelto un adicto a la cocaína, que utilizaba en forma líquida, a guisa de colirio, en los ojos. Las escasas imágenes de sus últimos meses le mostraban envejecido, acabado. Había salido indemne, el año anterior, de un intento de asesinato protagonizado por un puñado de oficiales. Erna Flegel, una enfermera, se ocupaba de él las veinticuatro horas del día, administrándole docenas de pastillas prescritas por sus dos médicos: Theodor Morell y Werner Haase. El primero de ellos abandonó el encierro del Führerbunker el 22 de abril; el segundo permaneció hasta el final. El dictador pidió a Haase que le mostrara los efectos del cianuro y propuso, a tal fin, sacrificar a
Blondie
, su perra alsaciana. Quería cerciorarse de la contundencia del veneno.

Simon Darden recordó, de súbito, que un año y medio antes, coincidiendo con el quincuagésimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial,
The Guardian
había publicado una entrevista con la enfermera de Hitler.

La encargada del archivo no tardó en encontrar el ejemplar correspondiente al 2 de mayo de 2005. El periodista releyó una y otra vez la transcripción de la conversación mantenida por Luke Harding, colaborador habitual del periódico, con Erna Flegel.

No pudo evitar clavar sus ojos en un largo párrafo en el que la mujer relataba las últimas horas del dictador.

«Al atardecer del día 29 de abril el Führer salió de sus estancias. Nos estrechó la mano a todos. Tuvo unas pocas palabras amigables con cada uno de nosotros. Eso fue todo. A últimas horas del día siguiente algunos aseguraron haber escuchado los disparos que pusieron fin a su vida. Otros dijeron no haber oído nada. Lo que importa es que, de repente, él ya no estaba allí. Entendí que había muerto. El lugar se llenó de médicos con cara de circunstancias. Entre ellos estaba Werner Haase. Yo no vi el cuerpo de Adolf Hitler. Creo que nadie lo vio. Poco más tarde, unos soldados sacaron dos cadáveres cubiertos por sábanas y los llevaron hasta el jardín del Reichstag. Los quemaron con gasolina. Todos nos miramos sin saber qué decir. Lo único que se hizo evidente, en medio de aquel silencio, es que ya ningún asunto nos retenía en ese agujero…»

—¡Maldito Houdini! —rezongó Simon Darden entre dientes—. Lo preparaste bien. Pura prestidigitación: ¡abracadabra!

Sólo tres testigos presenciales del drama habían sobrevivido al cambio de siglo y milenio. El primero era Bernd Freytag von Loringhoven, en aquellos días un joven comandante del Estado Mayor encargado de confeccionar los desalentadores informes y partes de guerra que permitían al Führer soñar con un contraataque de sus mermadas divisiones, los ejércitos IX y XII. Ante el desplome absoluto de la red de comunicaciones del Tercer Reich, Freytag obtenía los datos de las emisiones captadas a la agencia Reuters y a la BBC británica. Los otros dos eran Rochus Misch, guardaespaldas y radiotelegrafista, y Johannes Hentschel, responsable de que los sistemas eléctricos y de ventilación de la madriguera siguieran funcionando. Ninguno había afirmado, de forma clara y rotunda, haber visto los cadáveres de Adolf Hitler y Eva Braun…

El periodista, a renglón seguido, centró su atención en uno de los volúmenes de la hemeroteca. El resto de la historia era oscuro. Los soldados soviéticos, al llegar a las inmediaciones del búnker, encontraron dos cuerpos carbonizados que entregaron al Smersh, el servicio de inteligencia del Ejército ruso. Esos despojos irreconocibles serían llevados a Magdeburg y enterrados tras extraer un molde de sus piezas dentales. Años más tarde, en 1970, los restos fueron exhumados e incinerados. Las cenizas se aventaron en secreto en el cauce del río Elba. Sólo un fragmento del cráneo de Hitler, agujereado por un balazo, y parte de la mandíbula serían conservados.

A media tarde, abotargado y hambriento, Simon salió del News Room Archive con un abultado sobre de fotocopias bajo el brazo y el teléfono móvil en la mano.

No había sonado en todo el día.

—¡Maldita sea, llámame! ¿A qué esperas para llamar? —exclamó en un reniego sordo crispando sus dedos en el aparato.

En ese preciso instante, en una elegante mansión del barrio londinense de Marble Arch, uno de los diez
centinelas
del Scott Trust descolgaba el auricular del teléfono y marcaba un número.

Un número que no constaba en ninguna guía de Estados Unidos.

Al escuchar con claridad el monosílabo que llegó desde el otro lado de la línea, musitó unas pocas palabras.

—Eilert Lang no murió en la Antártida —dijo.

Después, sin esperar más, colgó.

Capítulo 5

Última Thule

Cuando a las diez menos cuarto de la mañana el Citation Sovereign de Cessna se aproximó al espacio aéreo del aeropuerto internacional Washington Dulles, Clay Norton, el comandante del jet privado, se puso en contacto con la torre de control y solicitó instrucciones. Recibió orden de permanecer a la espera, a una altitud de mil doscientos metros, describiendo amplios círculos sobre el condado de Loudoun.

—Aterrizaremos en unos diez minutos… —anunció por el micrófono en tono pausado—. La temperatura en el área de Washington es de trece grados y el cielo está despejado. Creo que podrá usted disfrutar de un día excelente, soleado. No olvide abrochar su cinturón, señor Drake.

Edwin Drake sonrió satisfecho. Dobló con delicadeza su ejemplar del
Wall Street Journal
como si de un pañuelo se tratara y alzó la persianilla de la ventana. Tras desprenderse de las gafas de lectura y devolverlas a su funda de piel, echó un vistazo a la cuadrícula multicolor formada por los prados y campos que emergían entre el arbolado.

Ajustó el nudo Windsor de su corbata azul marino y atusó sus cabellos, plateados y finos. Hecho eso, procedió a cerrar los puños de la camisa en tono cobalto. Había dejado los gemelos, dos pequeñas dagas de oro, sobre una mesita de caoba durante el vuelo. Tras comprobar que todo estaba en orden se relajó en la butaca y entrecerró los ojos.

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