El agente de Thule la acompañó hasta uno de los vehículos. Abrió la puerta trasera y la ayudó a acomodarse. Después, regresó a la casa.
Elke se quedó sola, sin vida, en medio de un lacerante abandono.
Cerró los ojos y ladeó el rostro buscando el olvido. En ese estado desolado sonó su teléfono. Rebuscó a ciegas entre las cosas del bolso hasta hallarlo. Miró la pequeña pantalla y reconoció el número. Sí, era él.
—Hola, papá.
—Hola, tesoro, ¿cómo estás?
—Mal, muy mal, muy mal —confesó entre sollozos.
—Lo sé, mi amor. Sé perfectamente cómo te sientes.
—¡No, no lo sabes! ¡No puedes saberlo! —replicó, intentando contener a duras penas la rabia que incendiaba su pecho—. No estaba preparada para algo así. Nadie puede estarlo. ¿Sabes? ¡Yo quería a ese hombre! ¡Le quería!
Se produjo un largo silencio.
—Muchas cosas nos son queridas y renunciamos a ellas —consoló la Corona con un hilo de voz cansada—. ¿Crees que para mí ha sido más fácil? He tenido que renunciar a la vida, dejar que todos, incluso tu madre, me dieran por muerto. ¿Sabes cómo son mis días, hija mía? Vivo recluido, solo, lejos de las miradas del mundo, en una jaula de oro que no puedo abandonar; añorando todas las cosas pequeñas que compartía contigo. Y ésa es una carga insoportable, un equipaje pesado que sólo la fe en la prosecución de un alto ideal puede aligerar. Me crees, ¿verdad?
—Sí, pero ojalá todo hubiera acabado en Berlín, o en Mallorca. Ojalá no hubiera tenido que pasar por esto —se lamentó Elke—. No lo voy a poder superar.
—Lo harás.
—No.
—Sí, lo harás. Eres fuerte. Y muy inteligente. Sabes perfectamente que la sentencia de muerte de Eilert Lang estaba dictada. Podíamos haberle eliminado meses atrás, cuando dimos con su rastro —reflexionó Ernst Schultz—, pero eso no hubiera resuelto nuestro mayor problema. Esos documentos eran el problema. Nuestra existencia depende de que ninguno de esos papeles salga a la luz. Poco importa lo que publique hoy
The Guardian
. En dos semanas el mundo mirará hacia otra parte.
—Te echo mucho de menos, papá.
—Y yo a ti, cariño, y yo a ti.
—¿Cómo están tus piernas?
—No muy bien. La artrosis casi no me deja andar, pero tengo una silla de ruedas, con motor.
—Colócate cerca de la chimenea. El calor te aliviará.
—Ya lo hago. Escucha, hija, ahora debo dejarte. Procuraré llamarte algún día, tal vez el próximo mes; ya acordaremos en qué momento. Cuida mucho de tu madre, y sobre todo…
A través de la luneta del coche Elke pudo ver con claridad cómo los miembros de Thule sacaban de la casa los cadáveres de Eilert Lang y Simon Darden. Los habían colocado en dos grandes bolsas negras. Las depositaron en la parte trasera de un todo terreno y cubrieron los bultos con una lona.
En ese momento, el solemne
Réquiem
de Gabriel Fauré se abrió paso en el centro de su cabeza. Un
Réquiem
en re menor, de incomparable belleza; un arrullo a la muerte, destinado a lavar la sangre, conjurar el dolor y borrar la pérdida.
—¿Elke? ¿Estás ahí?
—Sí. Sigo aquí, te escucho —gimió.
—Te decía que, ante todo, nunca olvides que lo que hacemos lo hacemos con la esperanza de que un nuevo amanecer ario ilumine el mundo en un futuro próximo. Se avecinan tiempos terribles, catastróficos, pero un nuevo orden, un nuevo Führer, un gran Reich…
—Sí.
—… esta vez, de mil gloriosos años…
—Sí, mil años.
—… emergerá triunfante entre las cenizas de esta civilización obscena y condenada.
—Lo recordaré —asintió Elke entre suspiros.
—No llores. No lo hagas nunca. Adiós, tesoro, te quiero.
—Y yo a ti.
—¡
Heil
, Hitler, pequeña!
—¡
Heil
, Hitler, papá!