Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (16 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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Al constatar que Rainer acortaba distancias, el pánico la invadió por completo. No tardó en escuchar su respiración entrecortada y furiosa, resoplando como un fuelle a sus espaldas.

Gritó aun consciente de que nadie en aquel páramo solitario se haría eco de su desesperada situación.

Continuó por el borde de un altozano que descendía suavemente hasta fundirse con la orilla de un río caudaloso. Los aislados destellos del agua le permitieron distinguir, entre penumbras, el cauce. Serpenteaba a sus pies.

Una gruesa raíz, oculta bajo el manto de la nieve, puso fin a su errática carrera. Rodó por el talud golpeándose contra las piedras. Cuando unos segundos más tarde recuperó la conciencia se encontró tendida junto a la orilla, exánime. La corriente lamía sus pies.

Rainer la levantó inerme, como si fuera un fardo. Estaba rabioso.

—¡Estúpida, maldita estúpida! —chilló alterado a escasa distancia de su rostro. La agarró por las solapas del abrigo y la zarandeó como a un muñeco—. Haría bien en dejarla aquí y olvidarme de usted.

—Por favor, no me haga daño —suplicó. Alzó los brazos temiendo que Rainer pudiera golpearla en el rostro.

—¡Vamos, regresemos o el frío acabará con nosotros! —ordenó él entre gruñidos.

—¡El violín! ¿Dónde está mi violín? —reparó Elke cuando apenas habían dado unos pasos—. ¡Dios mío, lo he perdido, la cadena ha debido de partirse en la caída!

—¡Olvídese de él! —gritó sañudo Rainer obligándola a caminar.

—Se lo ruego, por favor, necesito encontrarlo, ¡no me iré sin él!

—¡Sólo es un violín, debió haberlo pensado antes!

—No. Es lo más valioso que tengo. Todo lo que poseo. Era de mi padre. No tiene precio. Le pagaré lo que quiera, ayúdeme a encontrarlo. ¡Es un Stradivarius!

—¡Pobre niña rica! —espetó él con desdén—. Ahora se echará a llorar, ¿no?

—Por favor, por favor… —rogó ella deshaciéndose en lágrimas. Se dejó caer sobre la nieve, de rodillas, ocultando su rostro entre las manos.

La ira desapareció del semblante de Rainer como por arte de ensalmo.

—¡Muy bien, basta ya! —zanjó—. ¡Acabemos con esto! ¡Quédese quietecita y no intente nada o partiré en mil pedazos su maldito violín!

Heinz aguzó la mirada. El lugar estaba bañado en una luz triste y exigua, difusa, que a duras penas permitía reconocer el contorno familiar de las cosas. Examinó palmo a palmo el lugar por el que Elke se había precipitado, sin éxito alguno. Optó por descender hasta ir a situarse junto a la corriente. Descubrió el estuche flotando en el centro del cauce, retenido por unas piedras, unos quince o veinte metros más allá.

—¡Mierda, sólo me faltaba esto! —rezongó contrariado.

—Yo iré por él, no se preocupe —aseguró decidida Elke a sus espaldas.

—No me haga reír, está usted temblando como una hoja, ¡no lo conseguirá!

—Lo conseguiré. ¡Apueste lo que quiera!

Rainer la inmovilizó con la mirada. Crispó amenazador el puño frente a su rostro. Parecía estar al límite de sus fuerzas. Se desprendió del abrigo y se adentró en las gélidas aguas del río. Avanzó encogido, resoplando, tanteando las rocas del fondo, sumergido hasta el pecho. El frío le traspasaba de parte a parte, como una puñalada. Sabía que debía recuperar rápidamente el estuche, sin dilación, y volver antes de que la hipotermia le paralizara por completo. De súbito, perdió pie y se hundió en la corriente. Emergió a los pocos segundos profiriendo un alarido inhumano. En un titánico esfuerzo consiguió aferrar el maletín y comenzó a deshacer camino a contracorriente.

Cuando por fin logró alcanzar la orilla, se sentía enfermo, aterido, al borde del colapso. Su rostro se contraía en una mueca amoratada y grotesca. Se desplomó de golpe sobre la nieve.

—Aquí tiene su violín —farfulló sin aliento—. Ahora márchese.

—¿Quiere que me vaya? —interpeló Elke incrédula.

—Sí. Será lo mejor.

La concertista no supo cómo reaccionar. Observó perpleja a Rainer, tendido a sus pies, contraído en un escorzo imposible, convertido en un carámbano de hielo.

—Le he dicho que se vaya. No me quedan fuerzas. Déjeme.

—Pero…

—No me debe nada. Al involucrarla en esto he cometido el mayor error de mi vida. He sido un cobarde. Tiene derecho a odiarme, perdóneme —susurró con un hilo de voz lánguida, inmerso en una tiritona incontrolable—. Llame a la policía. Todo le irá bien.

Elke respiró profundamente. La dentellada del frío la atenazaba por completo. Sacando fuerza de flaqueza comenzó a caminar. A los pocos metros se detuvo y regresó junto a Rainer.

—Escúcheme bien. No le voy a dejar aquí. No después de lo que ha hecho. No quiero que su muerte recaiga sobre mi conciencia. ¡Vamos, levántese! —ordenó—. Le ayudaré.

Rainer parecía hundirse en un profundo letargo. Elke comprendió que el frío le calaba hasta la médula, que su voluntad entumecida optaba por arrojar la toalla, dejaba de luchar y aceptaba el cortejo liviano de la muerte. Fue consciente de que sólo su energía y resolución lograrían sacarles de allí. Se arrodilló y comenzó a golpearle por todo el cuerpo. Según lo iba haciendo, notaba cómo su propia sangre comenzaba a deshelarse y volvía a fluir devolviendo el calor a su piel. En un esfuerzo supremo logró incorporar a Rainer y envolverle en el abrigo.

—¡Maldita sea, levántese, arriba! —gritó empeñando sus escasas fuerzas en alzarle—. ¡Si no pone un poco de su parte no lo conseguiré!

Heinz trastabilló ofuscado, incapaz de mantenerse erguido. Elke le agarró el brazo y lo pasó por sus hombros, llenó el pecho de aire y convicción y comenzó a caminar, tirando de él, paso a paso, con la testarudez de un buey. Regresar supuso un esfuerzo desmesurado. Emplearon una eternidad en recorrer poco más de trescientos metros. Ambos se desplomaron, exhaustos, al alcanzar la casa.

El crepitar de la leña seca y una agradable sensación de calor despertó a Rainer dos horas más tarde.

Al entreabrir los ojos distinguió a Elke en medio de la penumbra dorada que invadía la estancia. Parecía dormir plácidamente, hundida en un butacón, arrebujada en una gruesa manta, cerca del fuego. Se había desprendido de las botas y reposaba los pies en un escabel bajo.

La observó en silencio, fascinado por el imbricado juego de luces y sombras que las llamas creaban en el rostro de la mujer. Por vez primera pensó que era extraordinariamente bella.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Elke de improviso.

—¡¿Eh?! ¡Sí, algo mejor! Por un momento he creído que estaba usted dormida.

—Estoy intentando dormir, pero no es fácil, la situación requiere hacerlo con un ojo abierto —ironizó—. Lo siento, no me fío de usted en absoluto, señor… ¿Lang? Si no recuerdo mal me dijo que ése era su verdadero nombre.

Eilert Lang asintió con una leve sonrisa en los labios.

—Entiendo. No se lo reprocho —repuso en tono suave—, me lo he ganado a pulso, eh, dígame, apenas recuerdo nada: ¿quién me ha puesto este albornoz?

—Imagínelo.

—Deberé darle las gracias.

—Ahórreselas. Estamos en paz.

—¿Ha llamado a la policía?

—Aún no. Todo a su debido tiempo.

—Créame, no miento, no sé cómo reparar el daño que le he causado —adujo Eilert lastimero—. Al amanecer seguiré mi camino. No volverá a saber de mí.

Sobrevino un silencio incómodo, roto, al poco, por un silbido procedente de la parte trasera de la casa.

—¿Qué es eso? —indagó él sobresaltado. Intentó incorporarse.

—Eso es la cafetera, no tema.

—¿Ha encendido el fuego y ha hecho café? Lo confieso, es usted sorprendente.

—Ese comentario roza el insulto. ¿Qué tiene de particular? —recriminó Elke. Se levantó y, descalza y sin desprenderse de la manta, se perdió en dirección a la cocina. Regresó con una bandeja. La depositó en una mesita y se sirvió.

—¿No sabe que el azúcar es realmente pernicioso? —apuntó mordaz Lang al constatar que Elke vertía cuatro cucharadas en la taza.

—De algo hay que morir. Prefiero acabar diabética antes que repetir lo de esta noche —replicó con una inflexión desabrida—. Ahí tiene, si le apetece sírvase usted mismo.

Eilert se incorporó en el sofá, llenó su taza hasta el borde y se la llevó a los labios. Ardía como una bendición.

—Espero que su violín no se haya estropeado —masculló entre sorbo y sorbo.

—No ha pasado nada. El estuche es hermético.

—Me alegra oírlo, no me perdonaría que le hubiera ocurrido algo irreparable.

—Si le hubiera pasado algo irreparable a mi violín, señor Lang, usted no estaría ahora tomando café —aseguró Elke Schultz impertérrita, con la mirada clavada en las llamas—. Estaría muerto. No bromeo en absoluto. Le habría matado aunque eso fuera lo último que hiciera en esta vida. ¿Me cree?

—Sí. La creo. Sé lo que digo. Tengo alguna experiencia. Todos somos capaces de hacer cosas impensables cuando nos sentimos acorralados, cuando nos empujan más allá del límite de lo tolerable —convino él con un halo torvo en la mirada—. Si acepta usted esa posibilidad, entenderá mi desesperación. He pasado seis años viviendo acosado, huyendo, escondido en agujeros infames, temiendo que cualquier noche la puerta pudiera abrirse, en el preciso instante en el que el sueño gana la batalla, y que un cuchillo me atravesara el corazón. Es curioso. A veces incluso lo he llegado a desear. Supongo que sería una liberación. Nadie puede soportar algo así, no exagero. Por eso he arrollado a ese hombre en Berlín. Le juro que no me he inmutado al hacerlo. Es más, le confieso que he disfrutado acabando con su vida. Le ruego que no me mire así.

—No le he mirado de ningún modo.

—Sí, lo ha hecho. De soslayo. Durante un instante. Sus ojos han dicho lo que usted piensa de mí.

—¿Qué ha leído usted en mis ojos?

—Que me considera un enfermo.

—¿Lo es?

—Sí, lo soy. Es una locura incurable, se llama odio.

—Le compadezco.

—No deseo su compasión, guárdesela —aseguró Eilert Lang displicente. El cansancio, o más bien el hartazgo, volvieron a aparecer en su semblante—. Sólo quiero una cosa, una única cosa: ¡que me crea, que me escuche!

Elke Schultz dejó la taza en el escabel, recogió las piernas sobre la butaca y le miró de frente. Sus facciones, sumidas ahora en la penumbra, se intuían distantes e inexpresivas.

—¿Creerle, escucharle? ¿Por qué? ¿A qué obedece ese cambio en su actitud? —interpeló excéptica—. En las últimas siete horas ha irrumpido en mi vida, me ha encañonado, secuestrado, amenazado y puesto en peligro. Le he visto incendiar una casa y matar a un hombre. He estado a punto de desnucarme contra las piedras y de perder algo que he conservado toda mi vida como una reliquia. ¿A santo de qué esa necesidad de ser escuchado, comprendido? ¿Busca mi aquiescencia? Puede estar usted seguro de que no seré una víctima del síndrome de Estocolmo. ¡Ah, no, para nada, olvídese!

—En el río…

—¿Qué pasa con el río?

—Allí lo he comprendido, al ver cómo usted se derrumbaba, al verla llorar, suplicar por ese violín. He entendido que en mi demencia, en mi angustia, me estaba comportando como los miserables que me persiguen. Nadie tiene derecho a hacer algo así, es mejor abandonar y rendirse. La vida no vale tanto.

Elke se sumió en un largo silencio del que salió articulando una sorprendente propuesta.

—Usted y yo vamos a hacer un trato —anunció con voz pausada—. Le voy a conceder unas horas, Eilert Lang. Las que restan hasta el amanecer. Voy a escuchar su historia. No piense que le va a resultar sencillo engañarme. Tengo algunas dudas sobre usted; dudas razonables, pero no tantas como para bajar la guardia. Y le diré lo que ocurrirá a continuación, si lo que explica no me convence.

—¿Qué ocurrirá?

—Cuando se haga de día, sabré qué decisión debo tomar —advirtió Elke Schultz mortalmente seria—. Será una de tres. O bien saldré de esta casa, llevándome mi coche y olvidándome de usted, o bien llamaré a la policía…

—Entiendo —aceptó Eilert—, ¿qué hay de la tercera?

—Es la peor de todas —zanjó la mujer—. Le mataré.

—¿Matarme? Mi automática está en el bolsillo del abrigo, puede cogerla. No la detendré. Interprételo como un gesto de buena voluntad. Necesito hablar con alguien, desprenderme de esta carga, aun a riesgo de que no me crea.

—Ya tengo su pistola, señor Lang, está aquí, conmigo —reveló Elke con una media sonrisa. Rebuscó entre los pliegues de la manta y la sopesó bien a la vista—. También tengo su teléfono y su libro de notas.

—¿Sabe usar una pistola? —ironizó él.

—Puedo tocar todas las sinfonías de Gustav Mahler con los ojos cerrados y sin partitura, sin errar una sola nota. ¿Cree que no soy capaz de quitar el seguro de este chisme y meterle una bala en el cerebro? Desde esta distancia no fallaré. Con decirle a la policía que en el forcejeo le arrebaté el arma y se disparó quedará todo resuelto.

—Tiene usted un carácter de mil demonios.

—¿Eso cree? Debería verme en mis días malos —apostilló ella en tono áspero—. Bien, es suficiente, su tiempo empieza a correr, no lo desperdicie.

Eilert Lang suspiró resignado. Se acomodó contra el respaldo del sofá y dirigió una mirada perdida a un rincón de la estancia, intentando traspasar la espesa bruma con que el tiempo lo envuelve todo.

—La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar —admitió azorado.

—Como en los cuentos, por el principio —sugirió ella imperturbable—. Ya sabe: érase una vez…

Capítulo 19

La Cruz Bajo La Antártida - I

—Fue un 19 de septiembre, hace algo más de seis años —rememoró Lang—. Yo estaba precisamente en Berlín ese día. Quería comprar unos libros de biología y visitar a un compañero de facultad. Llevábamos mucho tiempo sin vernos. No fue un encuentro muy feliz. A él le habían diagnosticado un cáncer de páncreas. Reparé en que perdía el cabello y me lo confesó. Estaba comenzando ese calvario de la quimioterapia.

—Sé lo que es eso. Un hermano de mi madre murió así. Siga.

—Pese a todo estaba de buen ánimo. Dimos un largo paseo hasta el Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse, ya sabe, el lugar en el que durante la guerra fría americanos y rusos intercambiaban espías.

—Lo conozco.

—A los dos nos encantaban las películas de espías, las novelas de detectives, el cine negro… —aclaró con una sonrisa feliz Eilert—. En los días de universidad pasábamos la mayor parte de las tardes en el cine. No sé cómo logramos terminar la carrera. Pese a toda esa indolencia, él y yo fuimos los primeros de nuestra promoción. Luego, la vida y el trabajo nos separaron. Gracias a mi padre yo había conseguido un puesto en el laboratorio de una importante industria farmacéutica en Dortmund. Incluso tenía algo muy parecido a una novia. En general fue una buena época para mí. Algunos veranos regresaba a Noruega, al pueblo de mi padre, y me dedicaba a lo que más me ha gustado siempre, el trabajo de campo.

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