—¿Qué le sucedió? ¿Un accidente? —inquirió John Stewart, felizmente amodorrado junto al fuego.
—Byrd malvivía en un habitáculo diminuto, sepultado por la nieve, sin ventilación —aclaró el aristócrata—. El monóxido de carbono de una estufa casi acaba con él. Dejó de transmitir por radio. En el campamento base entendieron que algo andaba mal y emprendieron una angustiosa carrera contra el tiempo, por tierra y aire. Intentaron rescatarlo dos veces sin éxito, debido a la oscuridad y las ventiscas. Le hallaron en muy mal estado, pero ese hombre era un demonio. Se recuperó. Unos años más tarde, el Gobierno alemán, a través de su Sociedad Geográfica, le invitó a compartir sus descubrimientos y sus experiencias en una serie de conferencias celebradas en Hamburgo. Eso fue, si no me equivoco, en 1938. Muy poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis estaban sumamente interesados en el Polo Sur.
—¿Qué podía ofrecerles un emplazamiento tan lejano e inhóspito? —indagó Darden. El periodista seguía fascinado con la historia que Harvington iba desgranando de forma pausada.
Tiberio
, el golden retriever del aristócrata, se había quedado dormido a sus pies, recogido como un ovillo.
—La fascinación de los alemanes por esa inmensidad viene de muy lejos. De hecho, y creo no equivocarme, ellos fueron los primeros en explorar algunas zonas de ese continente. En 1873, Eduard Dallman abrió nuevas rutas con su barco, el
Grönland
; a principios del siglo XX efectuaron otros dos viajes, con equipos más adecuados y mejores cartas náuticas; finalmente, hacia 1925, en el periodo de entreguerras, el comandante Albert Merz, a bordo del
Meteor
, recorrió vastas regiones.
—Más allá del interés científico y geográfico, sigo sin entender qué despertaba la curiosidad de los alemanes —reiteró el periodista—. ¡En la Antártida sólo hay hielo!
—¡Quién sabe! Tal vez buscaban, eh, ¿la mítica Thule? —se preguntó Harvington en un arrebato teatral. Adoptó un aire confidencial, misterioso, y prosiguió—: Ahora viene lo mejor, señor Darden. Esa misteriosa invasión llamada Highjump.
—Estoy en ascuas.
—Créame si le digo que estamos en las mismas —admitió el escritor—. A pesar de que sé más que usted sobre el asunto nunca he sacado nada en claro. Veamos, estamos en 1946, en el prólogo de lo que luego se convertiría en la guerra fría. Europa aún no se ha sacudido el horror de la contienda, en Núremberg se celebra el juicio contra los jerarcas nazis… ¿me sigue?
—Perfectamente.
—Es en ese momento cuando el alto mando de Estados Unidos decide poner en marcha Highjump. La operación se preparó en muy pocas semanas. No se confundan, caballeros, no estamos hablando de unas pequeñas maniobras llevadas a cabo por un destacamento de soldados. Chester W. Nimitz, por aquel entonces jefe de Operaciones Navales, y el almirante Ramsey movilizaron a casi cinco mil hombres, media docena de helicópteros, varios hidroaviones, cazas y aviones de transporte, una docena de fragatas y destructores y un portaaviones, el
USS Filipinas
. ¿Sabe a quién pusieron al frente de ese enorme despliegue?
—No.
—Al almirante Richard Byrd.
—Entiendo. Sin duda alguna era el más capacitado, el más experto.
—Dígame, sir Harvington, ¿se emitió algún comunicado al respecto? ¿Se hizo eco la prensa de esas
maniobras
? —inquirió el fotógrafo.
—Todo se llevó a cabo en medio del mayor de los secretos. Nimitz afirmó que el principal objetivo de Highjump era probar material bélico en condiciones extremas; entrenar al personal; extender y consolidar la soberanía estadounidense en vastas regiones de la Antártida; determinar lo factible de una presencia permanente en esa parte del mundo y, por descontado, recabar información geológica, hidrográfica, meteorológica… —enumeró Harvington.
—Suena a patraña —murmuró Stewart.
—Sí. Parece una cortina de humo, una tapadera —admitió el aristócrata—. Aún en mayor medida si se piensa en un hecho significativo. En los días previos a la guerra, el Gobierno alemán, tras esas conferencias en Hamburgo que he mencionado, anunció su voluntad de reclamar la soberanía de buena parte de la Antártida. Enviaron una expedición que fotografió y trazó los mapas de al menos la quinta parte del continente. Una región inmensa llamada Tierra de la Reina Maud. Durante semanas la sobrevolaron, arrojando miles de postes con la esvástica. La llamaron Neu Schwabenland, Nueva Suabia, en honor del histórico Estado alemán y del barco que realizó ese viaje.
—¿Qué ocurrió durante la operación Highjump? —indagó Darden cada vez más intrigado.
—Esa fuerza de ocupación se dividió en tres grandes grupos. A finales de diciembre de 1946, siguiendo la estela de los rompehielos, los americanos llegaron al mar de Ross. Trabajaron durante varios días, acondicionando campamentos y pistas de aterrizaje. Empezaron a reconocer el terreno, a sobrevolar el área, unos 500,000 kilómetros cuadrados. En 220 horas de vuelos tomaron 70,000 fotografías… —explicó Harvington. Hizo una pausa significativa y apostilló enigmático—: Entonces, todo concluyó. Con la misma celeridad con que había comenzado.
—¿Qué quiere decir con que todo concluyó?
—Salieron de la Antártida por piernas, señor Darden —murmuró—. Nadie sabe con certeza qué es lo que ocurrió allí. La prensa de la época habló de aviones y helicópteros perdidos, de soldados muertos. Las tropas fueron evacuadas por los rompehielos en tres fases, a partir del 22 de febrero. Así, unas maniobras destinadas a prolongarse entre seis y ocho meses, terminaron, de forma abrupta, a las pocas semanas. Es entonces cuando el almirante Byrd hizo las declaraciones más extrañas que he oído en mi vida.
El periodista no pudo evitar adelantar su cuerpo, como si un resorte oculto le impulsara. Su cerebro parecía estar a punto de estallar.
Harvington sonrió complacido. Había logrado, con su relato, galvanizar la atención de sus invitados. Se ofreció a rellenar sus copas con Martell. Darden, que siempre había odiado el coñac, no dudó en aceptar el ofrecimiento.
—Tras la evacuación, Byrd regresó a Washington. Allí fue interrogado en secreto por los servicios de seguridad —susurró el escritor—. En esos días aparecieron unas declaraciones del militar, recogidas por el periódico
El Mercurio
, de Chile. Las utilicé en uno de mis libros: De
la Segunda Guerra Mundial a la guerra fría
. Esperen. No quiero tergiversar ni una sola palabra.
Harvington se alzó y dio unos pasos hasta situarse frente al anaquel contiguo a la chimenea. Tomó un grueso volumen y rebuscó durante unos instantes.
—Aquí está —dijo satisfecho dando unos golpecitos a la página—. Es una cita textual: «Es imperativo que los Estados Unidos de América tomen medidas defensivas contra regiones hostiles. No quisiera que nadie se sintiera innecesariamente atemorizado, pero ésta es una realidad amarga que debemos tener presente: de producirse una nueva guerra, nuestro país podría ser atacado por
naves
capaces de volar de un polo al otro a velocidades inconcebibles…». ¿Qué les parece, señores?
—Asunto de ciencia ficción. ¡Ese hombre se volvió loco! —espetó Stewart—. Se diría que habla de platillos volantes.
—¿Loco? ¡Tal vez! —concedió Harvington—. Pero también cabe la posibilidad de que durante la operación Highjump, en algún lugar remoto de la Antártida, durante algún vuelo de reconocimiento, Byrd viera con sus propios ojos algo inexplicable, algo capaz de trascender las fronteras de la razón. Por lo que sé fue un hombre pragmático, serio, poco dado a alarmismos. ¿Qué ocurrió allí? ¿Qué llevó al alto mando a ordenar la retirada inmediata del Polo Sur? ¿Por qué no se ha desclasificado ese informe?
Darden se había sumido en un prolongado silencio. Parecía una estatua. Calentaba la base de la copa entre los dedos. Esa inmovilidad externa se correspondía con una intensa actividad mental. No podía obviar la recomendación de Heinz Rainer, el hombre que le había involucrado en la resolución del mayor rompecabezas de la historia.
Sinapsis. Capacidad de relacionar y unir mundos distantes.
—Escuche, sir Harvington… —anunció resuelto—. Hubiera deseado preparar mucho más esta entrevista. La falta de tiempo no me lo ha permitido. Sin embargo me he documentado sobre un asunto que podría tener relación con lo que acaba de explicarnos. Sé que pocas semanas después de la caída de Berlín, Estados Unidos llevó a cabo una operación de alto secreto. La operación Paperclip.
—Encontrará información sobre el dosier Paperclip en este libro. Quédeselo, tengo algún ejemplar más —el escritor le tendió la obra que acababa de consultar—. Le explicaré de forma muy breve en qué consistió ese dosier, también materia reservada, claro. Verá, los americanos, y también los rusos, no tardaron en darse cuenta de que habían vencido a Hitler de milagro. Encontraron hangares, fábricas y laboratorios, enormes complejos subterráneos ocultos aquí y allá. Le aseguro que se quedaron aterrorizados. Los nazis estaban ultimando toda una generación de nuevas armas, nuevos cohetes, que dejaban obsoleta toda la tecnología conocida. Tanques dotados de visión infrarroja; misiles capaces de impactar en Nueva York; cañones de viento; aviones que vencían la fuerza de la gravedad por electromagnetismo y, por descontado, la bomba de dispersión, tal y como los alemanes denominaban a la bomba atómica. Al verse perdidos, al entender que en cuestión de semanas el Tercer Reich capitularía, los altos mandos dieron orden de destruir planos, prototipos y proyectos. Se dice que lo que cayó en manos aliadas no es sino un miserable 10 o 15 por ciento de sus logros.
—Sumamente inquietante.
—Los propios nazis ironizaron al respecto. Göring llegó a afirmar que si la contienda se hubiera prolongado unos meses más, apenas un año, habrían borrado del mapa a los aliados. Y no bromeaba, créame. Ante esa devastadora evidencia, los servicios de inteligencia de Estados Unidos diseñaron la operación Paperclip. Trasladaron a cientos de científicos alemanes a América, en secreto, violando incluso las leyes que impedían la entrada en territorio estadounidense a todos aquellos que pudieran ser responsables de crímenes de guerra. Los ubicaron y pusieron al frente de muchos proyectos y programas de investigación. Recuerde a Werner von Braun. Le diré algo más: el proyecto espacial de Estados Unidos, los primeros pasos de la NASA, se dieron gracias a la tecnología alemana. Miles de patentes e inventos nazis vertebraron el enorme desarrollo tecnológico e industrial de los siguientes años.
Darden sonrió. Harvington estaba confirmando lo que él sabía acerca de ese impúdico trasvase de ciencia y tecnología efectuado tras la guerra.
—Por consiguiente, si Richard Byrd habló de naves, aviones u objetos no identificados, capaces de sobrevolar la tierra de un extremo al otro en cuestión de segundos, tal vez no estaba tan loco, ¿no? —añadió el periodista con encantador cinismo.
El aristócrata se echó a reír.
—Si logra descubrirlo, señor Darden, no se olvide de devolverme el favor.
—Una última pregunta, se está haciendo un poco tarde y debemos volver a Londres —Simon consultó su reloj—. ¿Le sugiere algo, en relación con todo lo que hoy hemos hablado aquí, la palabra Shangri-La?
Sir Edward Harvington se rascó la coronilla.
—¿Shangri-La? ¡Claro que me sugiere algo! ¡Me recuerda una de mis películas favoritas,
Horizontes perdidos
, de Frank Capra! —bromeó—. Disculpen, sí, creo que podría decirles algo sobre Shangri-La. El almirante Karl Dönitz pronunció esa palabra una vez, una sola vez.
El periodista recordó que Heinz Rainer había mencionado a Dönitz entre el resto de claves. En sus pesquisas sólo había logrado obtener información referida a su vida, a su carrera militar. Dönitz había sido el comandante en jefe de la Kriegsmarine, la marina de guerra alemana; el organizador de la estrategia de los U-Boot, las temibles unidades de submarinos, y, de modo significativo, presidente en funciones de Alemania durante unas semanas, tras el suicidio de Hitler.
—Si las declaraciones de Richard Byrd les han dejado intranquilos, las palabras de Karl Dönitz les causarán aún mayor desasosiego —aventuró Harvington—. Escuchen, en 1943 ese hombre dijo: «La flota de submarinos alemanes se siente orgullosa de anunciar que ha construido, al otro lado del mundo, un Shangri-La, un paraíso, una fortaleza inexpugnable para el Führer…».
Simon Darden y John Stewart se quedaron petrificados, sin aliento.
El aristócrata les miró afable.
—Los americanos, que conocían muy bien esas palabras, interrogaron durante días y días a Dönitz, hasta la extenuación —añadió Harvington—. Siempre le hacían la misma pregunta: «¿Adónde ha llevado usted a Hitler?».
—Dios mío —balbuceó aterrorizado Darden.
—Si encuentra el Shangri-La del Führer, señor Darden, avíseme —rogó con una sonrisa cínica y encantadora en los labios—. Me gustaría verlo antes de morir. He pasado buena parte de mi vida rodeado de documentos, libros, memorias e informes de la Segunda Guerra Mundial. Y nunca he averiguado nada con respecto a ese paraíso. Tal vez sea cierto que ellos crearon una nueva Thule, más allá de las brumas de Borea, en el último confín del mundo, en medio del hielo eterno. Lo ignoro, pero no lo olvide jamás: ningún nazi bromeaba ni decía las cosas a la ligera. Y Dönitz, eso me consta, era un hombre serio hasta lo indecible.
Poco después, sir Edward Harvington les despedía en la puerta de su mansión. El periodista y el fotógrafo deshicieron el camino hasta Abberley. La última luz del día escapaba por Poniente, a través de una estrecha franja crepuscular que parecía devorar las siluetas y formas del mundo real.
El regreso a Londres transcurrió en un silencio sólo roto por los informativos de la radio, centrados en la Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico de Hanoi. A pesar de la insistencia de George Bush y del apoyo de Japón, la mayor parte de los países miembros se habían resistido a condenar formalmente al Gobierno de Corea del Norte por sus recientes pruebas nucleares.
La carretera parecía tomar el mando, convertida en una interminable cinta deslizante. Inmerso en la maraña que eran sus pensamientos, Simon Darden no podía intuir en modo alguno que en las siguientes horas se vería abocado a emprender un viaje sin retorno al mayor de los secretos.
La cruz bajo la Antártida.